jueves, 5 de octubre de 2023

Un hombre sagrado (fragmento)

 


Pienso en mi padre.  Siempre me cuesta pensar a mi padre con 17 años. Para mí, mi padre siempre fue adulto aunque haya visto esas fotos que andan por ahí de cuando él era un niño de dos o tres años, vestido con una especie de delantalito y una melena rubia y desordenada o ese adolescente que aparece en su Libreta del Estudiante. Mi padre era un adulto que había sido ese niño y ese adolescente, pero en otra vida, en blanco y negro, que ni siquiera puedo imaginar.

En dos o tres ocasiones le escuché contar una de sus anécdotas favoritas.


“Bairoletto era muy amigo de mi hermano el Topo. Me acuerdo que, cuando venía a la casa, entraba por la ventana, nunca por la puerta. Era un gringo flaquito y nervioso y usaba una campera negra de cuero. Debajo de la campera siempre traía el Winchester recortado, por las dudas.

Una vez, el Topo, le dijo que yo era muy buen alumno y entonces se me acercó y me dijo: “Carlitos, estas vacaciones de verano veníte a pasar unos días a mi casa y te cuento mi historia para que la escribas”

Ese verano, un día empecé a sentirme mal, descompuesto, así es que me hice un preparado con sal inglesa que era algo que se usaba mucho en esa ápoca para las indigestiones. Resultó que lo que tenía era apendicitis que, al no tratarla de inmediato, me trajo una peritonitis que casi me mata. Yo había vuelto por unos días a Mendoza. Por suerte. Me internaron de urgencia y me operaron. Me acuerdo que tuvieron que llamar a la mamá de apuro porque los médicos pensaron que no me salvaría. Estuve el resto del verano convaleciente, guardando reposo. Después empezaron las clases y ya me quedé en Mendoza.

Ese año lo mataron a Bairoletto y no pude escribir su historia. Lo que son las cosas…”.


Es muy vívida la imagen y la voz de mi padre contando esa anécdota. La debe haber relatado cientos de veces para poder sobrellevar aquella decepción, aquel naufragio en la costa de su destino de escritor.

Cuando yo nací, Bairoletto llevaba 20 años muerto. Una eternidad para mí; un recuerdo fresco para mi padre, un ayer nomás: su juventud.

Ahora, que hacen 80 años que murió Bairoletto, yo busco en internet y en mi memoria:

·         Juan Bautista Bairoletto (o Vairoleto). 1894-1941.

·         Santafesino de Colonia Los Algarrobos/ Santafesino de Cañada de Gómez.

·         Hijo de Vittorio Viroleti y Teresa Mondino, italianos.

·         Nacido un 11 de noviembre. Muerto un 14 de septiembre.

·         También conocido como José Ortega, Marcelino Sánchez, Martín Mirando, Francisco Sánchez.

·         Asesino/Bandido rural/Cuatrero de ganado/Anarquista/Benefactor de los humildes.

·         Chacarero y padre de familia.

·         Prófugo de la policía desde 1919, después de haber matado al Cabo de Policía Elías Farasch o Farach luego de una disputa por Dora, una prostituta, en Castex, Provincia de La Pampa.

·         Asiste al entierro de su padre vestido como una mujer, con un niño en brazos y uno de la mano. Llora.

·         Preso por más de un año en la Cárcel de Santa Rosa, La Pampa. Sobreseído y excarcelado.

·         Vuelve a Castex sin dinero. Trabaja como matón de algún caudillo político. Es acusado como el autor de algunos robos.

·         Vuelve a la cárcel. Vuelve a quedar en libertad.

·         La comunidad ya lo considera un peligro social y un sujeto de avería.

·         Se va de Castex.

·         Comienza su vida errante y clandestina.

·         Roba para subsistir/roba porque piensa que algunos tienen más de lo que necesitan.

·         En la clandestinidad, nómade y acechado, se dedica al robo de ganado, de propiedades de hacendados y almacenes de ramos generales.

·         Como un fantasma ubicuo, aparece de la nada, da el golpe y vuelve a desaparecer.

·         Su habilidad para mantenerse prófugo y la generosidad en la distribución del fruto de sus delitos, lo van convirtiendo en un personaje legendario en todo el oeste de la región pampeana.

·         Actúa sólo o en pequeñas bandas formadas por sujetos tan marginados como él.

·         Usa un revolver Colt y un Winchester.

·         Lleva esa vida por más de quince años.

·         La leyenda crece. Su nombre y sus hechos viajan de boca en boca a través del desierto. Los humildes lo protegen, los poderosos le temen.

·         La prensa y la gente lo llaman el Robin Hood de las Pampas, el Último Romántico, San Bautista Bairoletto, Atila de La Pampa, El Pampino.

·         Su fama se extiende también hacia sus míticas destrezas como jinete: se dice que monta y amansa como un indio. Se lo conoce por su modo de camuflarse al galope, al costado del caballo, colgado del cogote y con un pie enganchado de la grupa, para hacerse invisible a la distancia.

·         Su caballo se llamaba Risco Bayo/ No se conoce el nombre de su caballo.

·         Se asienta, forma una familia, trabaja como chacarero.

·         Adquiere un terreno en San Pedro del Atuel, cerca de Carmensa, General Alvear. Se casa o convive con Telma Cevallos. Tuvieron dos hijas: Juana y Elsa.

·         Con el alias de Francisco Bravo, alerto a que su pasado se presente a pedirle cuentas, cultiva la tierra.

·         Un ex compañero de andanzas, el cuatrero Vicente Gascón, apresado en La Pampa, a cambio de su libertad y algo de dinero, como un judas, delata su escondite y acompaña a la policía hasta el lugar.

·         El 14 de septiembre de 1941, una partida policial rodea la casa.

·         Bairoletto se mata de un tiro porque no quiere caer preso/ Bairoletto es acribillado por la partida policial y muere/ Bairoletto es acribillado por la partida policial después de muerto.

·         En la foto tomada el 14 de septiembre de 1941, en la morgue de General Alvear, yace sobre una camilla que le levanta el torso y la cabeza. Su abundante pelo está acomodado hacia atrás. A modo de almohada se ve algo así como un maletín metálico cubierto por un paño, tal vez una toalla. Está tapado hasta el cuello con una manta gris, pero su hombro y brazo izquierdo están descubiertos y desnudos. Su mano izquierda reposa sobre la ingle y parece estar manchada de sangre. Bairoletto se ve como si estuviera dormido, pero la manta, el colchón, la toalla, su cara, tienen su sangre derramada.

·         Es velado los días 15 y 16 de septiembre de 1941. En la sede del comité Demócrata de General Alvear/ En el Salón de la Biblioteca Popular Sarmiento. Miles de personas asisten a darle el último adiós.


·         Durante el velorio alguien sacó otra foto. El fotógrafo se ubicó de frente al cajón, retratando desde las tetillas hacia arriba. Esta vez, el muerto tiene puesto un pañuelo blanco que le cubre todo el cuello y una camisa, también blanca, arremangada hasta el antebrazo. En su rostro hay magulladuras y una redonda herida de bala junto al orificio izquierdo de la nariz. Detrás del cajón, como un aura sobre la cabeza de Bairoletto, hay un vitral oval con un Jesús con su corazón sangrando por las espinas. El fotógrafo retrata su fe.


 

Ochenta años después de su muerte, ante mí, se erige el mito de un hombre: se mezclan los datos, las noticias, las anécdotas pasadas de generación en generación. Sobre su leyenda se han escrito libros, radioteatros, películas, canciones, artículos periodísticos. Hay fuentes documentales y testimonios de conocidos, esposa, hijas, nietos.

Ochenta años después de su muerte, sobre su tumba, en Alvear, se acumulan los exvotos, las flores, los promesantes.

Bairoletto es un hombre sagrado.

Ante la mención de su nombre en cualquier reunión, se aguzan los oídos, la memoria colectiva evoca. Las versiones se superponen hasta el infinito porque ya es patrimonio de la lengua popular.

Los amores y los rencores toman la palabra y los hechos se trascienden a sí mismos, viajan hacia lo desconocido.  Todo puede ser verdad. Todo puede ser mentira. Capa tras capa se ha ido construyendo el mito que está más allá de toda verdad y de toda mentira, en el interior de cada uno.

Pero la voz de Bairoletto calla.

Mi padre estuvo cerca de escuchar de los labios del propio Bairoletto su historia en primera persona, saber sus razones profundas, sus deseos incumplidos: la primera capa: Su verdad.

Mi padre estuvo cerca de ser el escritor. Tal vez Bairoletto no sería el mismo contado por él, tal vez mi padre hubiera sido distinto, tal vez yo hubiera sido distinto. O no hubiera sido.

“Tal vez” es la fórmula del misterio de la vida.

martes, 23 de mayo de 2023

Yo pregunto

 Qué será de los lentos, de los que piensan lerdo y trabajoso?

Quién atesorará los talentos faltantes?
Qué haremos con su baba, con sus guturales voces?
Qué marfilero guardará sus dientes para otra vez?
Cómo sostendremos su mirada empañada por las telarañas de vacíos símbolos?
Cómo acompañaremos sus pasos siempre a oscuras por este valle sin manantiales?
Con cuáles fuegos calentaremos sus manos destrozadas por la madera, el hierro, la tierra madre que tiene otro padre?
Con qué papillas de palabras y pensamientos alimentaremos su desaforado hambre de vida?
Cómo arroparemos su frío, sus grises días, sus largas tardes a la sombra?
Quién pondrá la cara esta vez para desmentir al becerro de oro?
Qué haremos con los viejos con pura vejez, los niños sin niñez, los solitarios sin laberinto?
Qué haremos con los regazos de las madres de los que penden los condenados al andén de un eterno presente miserable?
Quién tomará lista a los locos, a los perdidos, a los que llevan el culo a dos manos?
Quién acariciará a las golpeadas, a los tullidos, a los desesperados?
Quién les gritará: hermanos! y los llevará a su mesa y a su vino?
Qué haremos con la masa pavorosa?

Qué será de nosotros, también detrás del muro, sosteniendo estas lánguidas flores?

martes, 24 de mayo de 2022

Qué hacer en New York (con poco dinero)

 

“...porque el gran inconveniente que tenemos

quienes sabemos ver

todos los aspectos de todas las cosas

es que sabemos ver

todos los aspectos de todas las cosas..” 

Sergi Puertas.

La cita es soberbia y un ejercicio de soberbia. No aspiro a tanto, sólo trato de que el ver sea algo más que el mirar. Hace días que escribo sobre New York y, ante la desmesura de la empresa, todo esfuerzo es conveniente. Por ello, hace días, como decía, escribo sobre el viaje, pero en la cabeza. Hoy, por fin, me digo: sentate (hay días en que mi voluntad también parece desmesurada). Y me siento ante la máquina y empiezo a buscar etnias centroamericanas, de ahí paso a recorrer un catálogo de libros que me mandan por internet (hay autores y libros que, además, deben ser investigados según críticas confiables. Otro rato en eso), pienso en que debo cocinar y en que afuera está destemplado. Y aquí vamos, viendo como se me pasa el tiempo y las palabras vuelan y las voy atrapando como puedo. 

Fuimos un par de semanas a New York. Invitados, con viaje y hospedaje incluído. Una familia tipo. Un  jubilado en ejercicio, una docente, un adolescente y una niña. Tipo comando, con demasiado equipaje que se declaró poco asertivo ante lo inestable del tiempo y las situaciones, una riñonera de precario inglés y un puñadito de dólares, en una misión de reconocimiento de la capital del mundo así como está, con mirada de niños y mirada de viejos. Porque desde NY, con ojos atentos, foráneos y hambrientos, se pueden ver las líneas que dimanan hacia el resto del planeta y viceversa. Claro que toda mirada es parcial, y la mía es miope para lo que todos ven y de águila para los detalles nimios que completan el rompecabezas. Como la de todos, supongo, está entrenada para ver sólo lo que puedo procesar. Ver la abundancia y el despilfarro, por ejemplo, para mí, es una manera de entender lo que nos falta al resto. Una mirada obsesiva, de conjunto, con destellos de realidad que me siguen resonando a 9 mil km de distancia, ya de regreso. Decido, entonces, no contar una parte del viaje, la que tiene que ver con las ceremonias y festejos para los que fuimos invitados, los encuentros y desencuentros con mis otros familiares, las cosas que todavía estoy procesando. Ante lo inabarcable de la realidad neoyorquina, sólo cuento mi realidad acotada, como dije, miope, sesgada, obsesiva. 

Paramos algunos días en un hotel políticamente correcto, en 87th Street, a metros de Broadway Av., Manhattan. La primavera no terminaba de quitarse de encima al invierno del norte, por lo que se alternaron días cálidos con otros en que el viento helado del Hudson nos calaba los huesos. Fuimos, como el tiempo, volubles en nuestras sensaciones: pasamos de la felicidad al desaliento y viceversa en cuestión de horas, a veces de minutos. 

Somos argentinos, lo sabemos, porque en esta familia, aún viviendo separados del resto de nuestros compatriotas, casi aislados en una finca en el medio del desierto mendocino, portamos el cielo celeste y blanco que mezcla la tristeza con el gozo. Una mochila con Gilda confesando no me arrepiento de este amor para que nos bailen los pies y lejana patria mía dando el tono inigualado por el otro morocho de labios pintados (Gardel y Gilda, tan muertos trágicos los dos, tan jóvenes y tan viejos, mucho más que cualquier rolling stone).  Somos argentinos, venimos de un país de gente enojada, de bocas abiertas y dientes apretados. Un país en guerra de baja intensidad consigo mismo. La baja intensidad se manifiesta en un resentimiento al que trato de bloquear para que no me coma las entrañas, un ruido de fondo, una mala música en la casa del vecino o una plaga incesante que pasa inadvertida. 

A propósito: una primera catarsis vindicatoria que empieza acá y termina allá. Tal vez pueda explicarla así, con una disgresión o antecedente local: como una plaga, en otoño, en la casa de la finca, aparecen las chinches hediondas, verdes o pedorras. Se dice que cuando empiezan los fríos buscan refugio en el calor de las viviendas. Siempre que destendemos la ropa lavada, debemos fijarnos que no haya algunas entre los pliegues. De igual modo, se las arreglan para entrar. Por la noche, antes de dormir, se suele escuchar el zumbido pesado de alguna que consiguió colarse y choca, torpe, con los muebles o la lámpara. Uno tiene que salir de la cama caliente para buscar a la intrusa y expulsarla.

A 9 mil kilómetros de distancia de nuestra casa, una noche, entre sueños y vigilias, me pareció escuchar el zumbido. Nueva York es una ciudad intestinal que, como dice la canción, nunca duerme: hay taladros, frenadas, ascensores, convenciones secretas de ratas, en el idioma balbuceante de la noche, en la panza de la bestia.  Uno se termina acostumbrando a dormir en morse. Al día siguiente, después de una larga caminata matutina, nos echamos a descansar las piernas  en la cama. Una cama que ocupa casi toda la habitación y nos obliga a guardar las valijas a sus pies. En un ángulo entre las paredes blancas y el techo, vi un movimiento. Me incorporé sobre el colchón para ver mejor: una chinche pedorra había viajado con nosotros como polizona entre nuestras ropas. Un legado del desierto mendocino. La tomé con la mayor de las delicadezas, con cuidado diplomático, y la arrojé al pasillo interno del hotel. Me sentí satisfecho. Tal vez el bicho pudiera iniciar una colonización de la urbe con millones de descendientes zumbando entre los intersticios más secretos de los rascacielos, allí donde se esconden las vergüenzas del imperio. 

Vergüenzas como nosotros, que llevamos el ínfimo orgullo de ser embajadores de los confines del globo, asentando las patas sobre los fastos del templo más rutilante; bárbaros de babas heladas de asombro; criaturas amenazadas por el tráfico en las intersecciones de las calles; contadores de monedas en el despilfarro del mercado. Vergüenzas como tantos otros indios disfrazados que asoman la ñata y dejan los mocos en los cristales desde donde se ve la fiesta. 

El impacto que genera ver a los descendientes de las etnias expulsadas del edén centroamericano por la pobreza y las guerras es enorme. Desde la última vez que estuvimos la comunidad ha crecido, o se ha hecho más visible, o más necesaria para mantener el flujo del mercado de bienes y servicios. Los cuerpos de obra baratos del sistema. Cuerpos económicos, bajos, robustos pero no en exceso, con pelos lacios y renegridos, con costumbres austeras y silenciosas. “Para servirle, Don Carlos”, como me dijo Osmar, el dios del mantenimiento de la caprichosa máquina automática de bebidas calientes del hotel, un joven salvadoreño de 1,60 de estatura, palabra fácil y un tocado estrambótico rematado por una cascada de pelo en la mollera, elevándose sobre su cachola rapada. Aprovechándome de su locuacidad y simpatía, le pregunté si vivía bien allí. “Trabajo duro y se gana bastante, pero la renta es muy alta, 3.000 usd por un apartamento, así que compartimos. Nos vamos arreglando”. Cuánto sería ganar bastante, me pregunto, cómo será el apartamento, me pregunto, con quién compartirá su vida este muchacho tan lejos de su tierra, me pregunto, qué espera de la vida este joven recién salido de la niñez lleno de don de gentes, me pregunto. Pero las palabras quedan rondando en mis pensamientos, inexpresadas. Me quedo mirando su nuca mientras pasa un paño sobre la máquina con ademanes de eficiencia. Las preguntas que no tienen respuesta es mejor no formularlas nunca, me digo, es mejor guardarlas. “Ya está, me dice sonriendo, pruebe si ahora anda”. Y sí, el café ahora sale y llena mi vaso. Le agradezco, mientras él sigue trajinando con los enchastres que han dejado los otros huéspedes en la cafetería. 

En las aceras, en las calles, en los comercios, hay un incesante hormigueo, el parloteo evade las reglas de los idiomas tradicionales para convertirse en simple transacción; un esperanto mercantil. Es como si un viento apocalíptico los hubiera arrinconado en este rincón del planeta. Ya no más dioses grabados en las piedras, ya no más plumas multicolores definiendo las jerarquías ancestrales, ya no la selva, ya no las voces que hablaban con la luna y la lluvia, ya no Tikal, ni Tazumal: New York: la última fase de la colonización. 

Con la pandemia, los miles de restaurantes de Ámsterdam Av., debieron reformular sus espacios y ganaron la calle. Montaron chiringuitos de lujo, calefaccionados y ventilados, para que sus clientes no se sintieran amenazados por el contagio. Allí se pueden sentar con sus perros humanoides a degustar sus pitanzas mex, thai, italian, chinese, sushi, kosher, en presentaciones adaptadas al paladar global. Con las manos o civilizadamente; elegantes o informales; sólos o en pequeñas manadas, los neoyorquinos comen la síncresis de la cocina mundial, en la calle. Entre esos kioscos y la acera se ha preservado un corredor por donde transitan los cadetes ciclistas y las luisas de carga con mercadería. Se puede afirmar que en ese corredor de metro y medio de ancho  se dirime la vida y muerte. Cientos, tal vez miles, o aún más: un enjambre de vertiginosas bicicletas eléctricas, con un zumbido que se parece al silencio, inesperadamente, cortan el aire y, supongo que algún cuerpo cada tanto. Sobre ellas, a muchas millas por hora, hacen equilibrio con dos piernas o una (la moda, parece, es ir parado sólo sobre un pedal, supongo que para bajar más rápido y volver a partir) los hombrecitos venidos de los tristes trópicos. Todos portan correajes, luces, mochilas, cajas; todos se desplazan inmutables, poseídos, hacia sus destinos de cabotaje; ninguno frena o se desvía de su objetivo. Con ojos forasteros se los ve como grandes aves lanzándose en picada horizontal entre los desfiladeros de la posmodernidad. Esas aves que fueron sus dioses. Esos dioses olvidados que ahora renacen como tragedia o como farsa. En la zona, la vida del peatón está regida por las señales de tránsito y la conducción políticamente correcta. Sin embargo, en esos corredores acecha Caronte, que nunca supo de moral, ni de buenas costumbres; más bien, sólo de llevar a algún puerto su mercadería.



Nosotros, mientras, caminamos. El humano se ha hecho de a pie, me consuelo. Los lugares deben caminarse, me digo. Sólo así las miradas, las escuchas y las manos modulan con las ciudades y su gente, razono. Aún fatigados, voy escribiendo, durante un paseo pedestre podemos captar la esencia de los rostros, los gestos, las construcciones, la humedad proveniente de los ríos, el calor condensado en las estaciones de trenes, el viento. El adolescente de nuestro grupo porta un podómetro de muñeca. Ignoro si también mide la temperatura ambiente, la hora o el azúcar en sangre. No soy de confiar en los artilugios de la tecnología: prefiero sentir a presentir. Según sus informes vespertinos, cada día en Nueva York promediamos los 20 mil pasos contantes y sonantes. Considerando que estuvimos 10 días y, además de caminar, bailamos, anduvimos en subterráneos, ferris, taxis, autos, bicicletas, escaleras mecánicas, escaleras fijas y ascensores, (nos abstuvimos de nadar esta vez), restando las pocas horas de sueño, desayuno, almuerzo y cena (que a veces hicimos durante las marchas), restando también nuestra estancia bajo refugio de los elementos de la naturaleza en Massachusetts (lluvia, nieve, sol, frío, el camino de ida y de vuelta), podemos concluir que caminamos un promedio de 15 km. diarios. Dos veces y media lo recomendado por los dietistas. Un total neto de 150 kilómetros a pie. Y en toda esa distancia laberíntica, ay de nosotros, no vi gente enamorada. Me corrijo, no vi gente demostrando amor hacia su pareja. La libido, supongo, está en otro lado. O también supongo que debe ser una actividad que guardan para momentos íntimos, o que han desplazado el amor hacia una despensa donde se atesoran las cuestiones que van camino a la obsolescencia: el placer de la lectura, el asombro ante las artes y los pájaros, los sabores de la comida casera, los celulares viejos, el silencio, el sexo compartido. Por fuera del omnipresente tráfico económico, acecha la soledad, ya no acompañada; radical. La soledad es el precio más oneroso, el producto más difundido y la adquisición de mayores ventas. Los tipos que se han hecho obscenamente ricos en esta época así lo han descubierto y así lo explotan. Se ocupan, más que nada, de mediar las relaciones entre solitarios: están en sus comunicaciones, en sus compras, en su entretenimiento; han sabido cambiar los gestos por palabras, las emociones por emoticones, las experiencias por imágenes. Todo se decodifica a distancia, por lo que se hace vano estar con alguien, olerlo, soportarlo, convencerlo, resolverlo. Hace unos días hablaba (a distancia), con alguien que conoció a mi hermano Ñacuñan. Me decía sobre cuán importante había sido para su vida el conocerlo, cuánto le había ayudado a re conocerse a ella misma. Le dije que a mucha gente, incluyéndome a mí, mi hermano había desvelado (en ambos sentidos), y de cuánto seguía haciéndolo desde su ausencia. Nadie volvió a ser el mismo después de conversar algunas horas con él. Entonces pensé en todas aquellas relaciones proteicas, analógicas, que hemos ido perdiendo, mediando, por comodidad, falta de paciencia o de tiempo (todas formas del miedo). Es, sin duda, una forma de empobrecimiento, un encierro en una cárcel de muros imposibles de escalar: el yo minus, el yo contaminado por el virus de la influencia difusa y omnipresente del mercado, ese otro sin otredad. Allí, en la autoproclamada capital del mundo, hasta la estatua de la Libertad está sóla.  Se yergue, ciega, enarbolando una llamada. Llama, y uno la ve, desde el ferry o desde el borde de Manhattan o incluso desde Brooklyn, pero siempre a una distancia inabarcable, aislada hasta de sí misma. Hasta sus manos están alejadas del sexo, pobre libertad. Como compensación, se reproduce, estéril como un ángel profano, en miles de souvenirs e imágenes. Un destino Mickey Mouse. Una lucrativa replicación de lo estrafalario, eso que se describe, justamente, por su rareza.  

Hablando de eso, con respecto a nuestro anterior viaje, vimos menos gente estrafalaria (ser estrafalario en NY es todo un trabajo, hay mucha competencia y el stock de costumbres bizarras  se va agotando debido a su inmediata propagación y copia). Ser estrafalario allí, incluso cuando su propósito sea la compañía o el reconocimiento, es una forma extrema de la soledad. Esa especie de príncipe bantú  destronado, por ejemplo, caminando por los túneles del metro con cadencia minimalista de blue (con excepción de nosotros, que íbamos en su misma dirección, todo el mundo se afanaba por llegar a la línea de subte que acabábamos de dejar). En su representación de la imponencia no faltaban el bastón, los guantes amarillos de gacela plegados en una mano, el kufi al tono con su capa roja de seda con motivos de ventiladores en blanco y negro, el traje suntuoso, el paso del meditante en un universo en caída libre. Pienso que nosotros, tan choyanos, fuimos, entre los miles con que se cruzó ese día, los únicos admirados. Me sigo preguntando cómo es su intimidad, sus actividades diarias, en su departamento de hombre solo, en su palacio personal. 

Dicen que en esta ciudad se inician los movimientos destinados a cambiar las reglas del mundo, pero es una más de tantas exageraciones:

 Por ejemplo, el consumo de marihuana es una costumbre ya arraigada en casi todo el orbe, una actividad recreativa que se ejerce de manera más o menos pública, más o menos legal. Hasta hace unos años, de acuerdo a algunos de sus promotores era una de las maneras más lúcidas de parar el mecanismo y observar de qué iba la cosa, reírse en este valle de lágrimas y de perder un tiempo que ya de inicio está perdido. Sus consumidores se sienten parte de una marea verde, ecológica, mansa, sociable, mientras le agregan una ese intermedia a la palabra cómica. Los políticos y la policía parecen estar entendiendo que ya es hora de frenar la persecución de ese colectivo. Sin embargo, en NY la cosa va más allá. El consumo de la marihuana no sólo es permitido (cosa que se aprecia en la vaharada que cubre las veredas), sino que es, literalmente, promocionado. Tirado en la cama del hotel, solía poner la tele. Haciendo zapping, vi anuncios sobre cómo consumirla y, entre otras recomendaciones, qué cosas evitar (por ejemplo, el hecho de estar en público y que alguien se sintiera ofendido por el olor). Después, seguía el resto de la programación con noticias del tipo “Ucrania nos necesita” (ya no más stop war, ni peace & love), y otras manijas publicitarias. Con la sorpresa todavía en mis ojos, me armé un cigarrillo de tabaco y me fui a fumarlo a la esquina (en NY no se puede fumar en casi ningún lado, incluyendo el Central Park. Las multas son astronómicas). Mientras fumaba, sentí la mirada reprobatoria y el gesto evitativo de muchos de los que pasaban: cómo si fuera un caso perdido, un junkie. No fumo tanto, tal vez 6 cigarrillos por día. Me siento sano, aunque, tal vez, un poco culposo por ese vicio que en algo debe ayudarme y en algo, de acuerdo a una profusa estadística, debe de perjudicarme. Volví al hotel con la pregunta que aún me ronda: marihuana sí, tabaco no?


Otro ejemplo, para seguir con lo que venía. El mundo va transformándose de manera constante en una frecuencia que cada vez nos cuesta más descifrar. La red de causas y efectos es, literalmente, ilegible. Sólo nos es dado aventurar hipótesis siguiendo algunas líneas de tendencia. Entre todas las que se me han ocurrido, hay una a la que le pongo fichas: una apuesta fácil, dado que de acertar con el pronóstico, ya no estaré entre los vivos. Lo escribo con la pobre ilusión de que quede registrado sin esperar, siquiera, la lectura de los futuros constatadores: Al paso  que se viene dando en la evolución del trato con las mascotas, en un plazo indeterminado de tiempo los perros llevarán de su traílla a sus humanos de compañía. En NY ya se ve de manera ostensible como los canes van perdiendo sus costumbres y características intrínsecas: ladrar, morder, comer alimentos en desuso con ricas adherencias minerales por efecto de la ingesta sobre la tierra misma, fornicar por libre en su babel de razas, olfatear los peligros y las señales emanadas por sus semejantes o desemejantes en mensajes sólidos o líquidos, ser portadores de una miríada de polizones en sus pelajes, realizar módicas excavaciones, etc. De manera inversa, se pueden ver a muchos humanos iniciándose en el idioma de los lobos, compartiendo sus espacios preferenciales y sus empaques, gastando fortunas en balanceados, lociones, insecticidas, profesionales sanitarios, joyas, juguetes, abrigos y citas.  Ver perros sentados en sillas de restaurantes junto a sus “amos” ante un plato, o verlos patinar sobre los pavimentos mojados por culpa de unos absurdos calzados de cuero, o con diademas con su nombre, dan sustento a mi hipótesis. Que esas visiones se den en simultáneo con la estolidez de los rostros de sus benefactores, o de un homeless desafiando el frío de una vereda tapado con una manta, o las montañas de basura que se acumulan el día de recolección (en prolijas bolsas, eso sí), son activos intangibles a favor de la distopía del imperio de las bestias. Porque ya que de bestias y de basura hablo, debo mencionar el ejército de ratas que se mueven cada vez con más desenfado entre los portales, los autos estacionados y las entrañas palpitantes de la ciudad. Unas ratas que han alcanzado a sus ya inútiles depredadores naturales, los gatos, en tamaño y en fiereza. Suelen verse los felinos adormilados, en las ventanas, con miradas zen de observadores privilegiados de una invasión que ya escapó de sus garras, derrotados de antemano, cómodos, olímpicos. Perros y ratas están haciendo su revolución genética, en el mismo momento en que los humanos están distraídos con sus pantallas, con un gato sagrado en sus faldas. Hace unos años leí que con lo que se gastaba en mascotas en el primer mundo alcanzaba para terminar no sé cuantas veces con el hambre humano en todo el resto del planeta. O el analfabetismo. O la falta de agua. O la falta de alma.

Por eso, de nuevo una disgresión que es un adelanto en los días y una vuelta a nuestro lugar: heme aquí con una propuesta. Es mayo, hay luna llena y ya empezaron las heladas que preanuncian el invierno. Mis perros y mis gatos han dormido  bajo la helada en algún refugio que ellos mismos han elegido y acaban de comer en sus cazuelas abolladas. Ahora se irán a echar sobre el pasto o sobre una parecita esperando que el sol les ayude con la digestión y el entresueño. Conservan su fiereza irreductible, son la reserva moral de los animales domésticos del mundo: mean y cagan por ahí, ladran al aire ante ruidos y movimientos que yo no alcanzo a descubrir, se persiguen en círculos, en cuadrados o en triángulos, obtusos y angélicos, aúllan, como si hicieran un túnel en el tiempo, a esta luna. Huelen y olfatean. No entraron aún en la variante evolutiva de las mascotas del primer mundo. Y no sólo mis perros. Todos los perros del Sur silvestre. Hace unos años, trabajé en una barriada pobre de San Rafael. Una iniciativa de urbanización para asentamientos inestables emanada desde alguna oficina del Banco Mundial en Washington DC, una aspirina para el cáncer, o algo así. Cada vez que teníamos que inspeccionar alguna obra o conversar sobre sus avances con los vecinos, jaurías desparejas nos acechaban (y a veces nos echaban de sus dominios). Algún experto mencionó que había un promedio de 5 canes por vivienda, sin contar los abandonados. La masa crítica de algún dios para paganos, una política de reproducción que se escapa de cualquier lógica política. Hasta hace unos años, las autoridades municipales realizaban un drástico control sobre su superpoblación: perro que andaba suelto era atrapado, puesto en depósito por un par de días y, si nadie reclamaba por él, asesinado con métodos que no han trascendido, pero que nosotros, en nuestra niñez, imaginábamos relacionados con el gas o con la horca. Los tiempos han cambiado en cuanto a los métodos de control: ahora no hay ninguno. Y los perros llegan hasta ese horizonte de perros que hablaba García Lorca. Las viejas amas de casa, tan pobres como sus mascotas, que comen las sobras de la civilización como sus mascotas comen las de ellas mismas, buscan en los rincones puloveres viejos y madejitas de lana en desuso y les tejen a sus favoritos ponchitos para enfrentar el invierno, o les adaptan las ropas que a sus nietos ya no les entran ni para andar de entrecasa. Los chocos preferidos, pasean con aire de incomodidad ante el público, ensayan movimientos inusuales para poder desaguar o quitarse las garrapatas, aguantan las befas de los otros perros. Lo he visto con estos ojos. Y como lo he visto, imagino que un gobierno decente podría proponer una atrevida y eficaz cancelación de la deuda externa a través de la exportación de los canes excedentes y abrigos artesanales para perros. Con tal medida, tal vez, se ahorraría también en atenciones de urgencia por mordidas en las guardias de los hospitales y en higiene pública por la reducción de detritus en las calles y veredas. Por otro lado, el programa redundaría en un aliviador  desvío de atención por parte de los gringos, preocupados, entonces, en preparar a los nuevos contingentes de mascotas hacia el cambio evolutivo mencionado, y descuidar, de una vez por todas, la vida de los sufridos habitantes de estas latitudes. Probablemente, como contrapartida, perdamos algo de paisaje, ganemos algo de melancolía y debamos realizar una ajustada selección de nuestra compañía. Pero creo que podríamos pasar el mal trago sin mayores inconvenientes.

Basta ya. Es probable que nunca pueda volver a NY,  uno de los experimentos más maravillosos que ha emprendido el ser humano. Siempre cuesta resignarse a la privación del asombro. Empiezo a resignarme a ello como a llevar sobre mis espaldas mis seis décadas ganadas y perdidas. La muerte, a esta edad, ya no se descarta; la conciencia del tiempo es esta clepsidra que mengua con vértigo su contenido. Resignarse, es para mí, conciencia y acto de transformación de lo cotidiano en precioso. Cada día en que me pongo de pie, acaricio, mimo, me ofrezco a la maravilla de ser con mi compañera, con el hijo que me trajo, con la hija que nos lleva. Me expongo a la vida con la esperanza de que ellos respiren y prosperen en esta burbuja luminosa que hemos creado, y sigan intentando la felicidad cuando yo falte. Soy pobre, mi herencia material será exigua: unas cuadras de tierra, un par de casas pequeñas, algunos árboles. Lo que hemos vivido juntos serán sus herramientas de valía. Cuando en el futuro vuelvan a NY (porque seguro que volverán, espero que entonces con sus propios medios), se reencontrarán con un lugar donde fuimos felices.



Es hora de aclarar que volamos, nos hospedamos y volvimos gracias a una invitación de mi hermano: él sufragó esos gastos que para nosotros son inalcanzables. Allí, en NY vive esa parte escindida de mí, esa rama de mi árbol familiar. A fuerza de distancia y años, mi hermano es tan consabido e incógnito como mi propio inconsciente. Allí, bajo otra luna, urde su nido de amor, celebra sus fiestas, sus ritos iniciáticos, sus trabajos, sus días, sus costumbres y sus obsesiones, en una modulación que nunca llegaré a comprender del todo. Tal vez porque uno se va convirtiendo en el lugar que habita, ahora es un extranjero que lleva consigo un país imposible, que se aleja hacia su pasado. Más allá de la mirada sesgada que ha presidido este escrito, le agradezco haber podido sospechar NY, una ciudad infinita que talla el aire con esplendor y  miserias; con música; con arte fuera y dentro de los museos; con una arquitectura desmesurada; con una cultura pastiche que le es propia; un tintineo de monedas de oro formando una pila que busca llegar al cielo.

Hay también un agradecimiento anónimo: una viejecita encantadora, una abuelita con el empaque de una contadora de cuentos a sus nietos, en la boca del subte mientras buscábamos en el plano cómo llegar al zoológico del Bronx, nos preguntó si necesitábamos ayuda. Estuvo un rato conteniendo su inglés para ser más clara, mirándonos a los ojos con sus ojos brillantes y amistosos. Al final resultó que no sabía qué combinación debíamos hacer y se disculpó con enorme dulzura. Al despedirla, dije algo que nunca había dicho con anterioridad; supe que si para mi eran palabras sin importancia, mi gesto, como el de ella cinco minutos antes, al detenerse a intentar ayudarnos, no ponía el centro en el yo, sino en la necesidad del otro. A ella le importaría. Le tomé la mano y de mi boca salió: god bless you. No sé si será creyente, no sé si creyó que yo lo era, pero en todo caso, es seguro que entendió que comparto con ella la esperanza en un mundo más amable para todos.

Definitivamente no tengo el inconveniente de saber ver todas las cosas. No tengo problemas con eso. Sé que mi mirada es miope, parcial y sesgada con esta ciudad que nunca llegué a conocer más que de a pie, en familia y casi sin dinero.

miércoles, 26 de enero de 2022

El deseo helado (un delirio permanente)

 


En un mundo más justo, al creador del helado se le debería dar un estatus por lo menos igualitario con un Newton, un Edison, un Sócrates, un Gandhi u otros viejos. En el edificio ideal que representa a la humanidad, hay un frontispicio o una columnata en la que su rostro esculpido en mármol no corre el albur de derretirse.

Dicen que fueron los inquietos chinos, cuando no, los que mezclaron frutas, miel y nieve. Esa gente se nota que hace milenios viene reemplazando los ratos muertos con algo creativo que, generalmente, puede contribuir (o no) al sentido de la vida: la tinta, la pólvora, el opio, el helado. No podemos conocer sus propósitos al momento de la invención o descubrimiento de estos productos, dado lo abstruso de sus explicaciones, tanto verbales como gráficas. Cualquier persona viajada que haya encontrado las múltiples expresiones de su mismo rostro en un aeropuerto, por ejemplo, puede atestiguar que su perorata es una esfinge indescifrable. Para colmo, su escritura no aclara demasiado las cosas. Allí donde ellos dibujan, por ejemplo, un palacio en la bruma del amanecer entre los bambúes, nosotros no distinguimos otra cosa que una mancha en el hombro de una muchacha que trabaja en una cafetería. Claro que todo es según el cristal con que se encandile, también han transformado las ratas muertas y las ratas voladoras en comida, y así estamos. Como sea, el helado chino y sus derivaciones en la historia, no necesitan explicación: son un punto a favor del sapiens se lo mire por donde se lo mire, con ojo rasgado o no.

No pienso hablar de los helados industriales que vienen por balde o pote de telgopor, ya que su pasta se ha visto manoseada por la invisible garra del mercado. Cuando uno está invitado a comer, debe saber que el pasar de apuradas por el supermercado y comprar el fatídico trío chocolate, americana y frutilla, está reñido con la etiqueta y con la digestión saludable. A la fecha, es casi imposible encontrar un establecimiento que no haga uso de misteriosos polvos y pastas que le llegan en baldes desde factorías foráneas que se ocupan de poner entre paredes cilíndricas de plástico una pobre simulación de millones de años de evolución de los tres reinos naturales, un abanico de sabores y texturas de laboratorio. A pesar de ese hecho que nos señala el punto de decadencia en el que nos encontramos como humanidad, aún se pueden encontrar, a altas horas de la noche, a artesanos honestos poniendo huevos, chocolates, frutas y cremas en bateas de acero,  y sacando, de la manga del amanecer, los helados que hemos de adquirir con agradecido gesto. En ellos hemos de confiar. Por eso, voy a ocuparme de esa delicada arquitectura que es montada ante nuestros ojos con un par de firuletes expertos sobre un frágil cimiento de galleta. 

Cualquiera que haya sido niño, puede dar fe de un fracaso inicial de nuestra vida: la manufactura del helado es imposible para alguien que no pertenezca a la selecta cofradía de los alquimistas del elemento más frío del deseo. Antes y después de internet, miles de infantes en el mundo han batido, exprimido, colado, mezclado y moldeado los ingredientes, en una decepcionante serie de intentos que, en los mejores casos, no pasaban de un pedazo de hielo saborizado. Y no sólo niños: una amorosa madre, por ejemplo, experta en el amasado de tallarines de domingo, puede convertirse en peligrosa máquina de pegar chancletazos con el simple expediente de intentar y fallar la textura y el sabor de un helado como la gente. 

Vamos, entonces, al producto hecho por familias dedicadas a ganarse la vida y el cielo.

El consumidor lego, queda fascinado por lo que se encuentra sobre el cucurucho y no alcanza a sopesar la cadena de pequeños secretos y tips que se siguen en este oficio. A continuación, se irán describiendo algunas recomendaciones para la toma de conciencia del trasfondo de estos emprendimientos.

El preparado, suele hacerse en unas salas del tamaño de un dormitorio grande, cubiertas de azulejos y con dos o tres máquinas que necesitan ser controladas para que no malogren la consistencia, el sabor o el aspecto del manjar del que nos ocupamos. Para su expendio, basta un local no demasiado pretencioso, con algunas sillas para los parroquianos que califican su ingesta como ceremonial, un par de ventiladores de techo, un dispenser de agua fresca y un friso con los sabores entre los que puede elegir, decidida o morosamente, el cliente.  

Es importante que el local esté aireado, que la música no sea demasiado estridente para no arruinar el entendimiento entre el solicitante y el oferente y que no haya demasiadas moscas. Con ese propósito, los dueños más exitosos, suelen tener entre las luces una especie de parrilla freidora de insectos. En el fragor del servicio y el ruido interno de la saliva corriendo esófago abajo, es casi imposible escuchar el chis que produce la quitina en contacto con la corriente continua.  Ignoro si alguien, alguna vez, se ha quejado de la siguiente guisa: Mozo, hay una mosca en mi helado!

La vestimenta y el empaque de los servidores también son de relevancia. Algunos locales visten a sus empleados con ropa negra o roja, con un birrete al tono. Se puede colegir que ese ardid se utiliza para tratar de minimizar el impacto que puede ofrecer ver manchado el equipito en la zona crítica de la panza del que se mete entre los baldes con una cuchara especial. Por regla general, prefiero el uniforme blanco. Esto se debe quizás a un prejuicio mío: de blanco deben vestirse todas aquellos operarios que manipulan con cosas vitales: bioquímicos, cirujanos, matarifes, bailarines de ballet, Bogart en Casablanca. El sujeto que atiende clientes debe equilibrar dos personalidades: una magnánima para con el consumidor, una pichulera para con el stock. Esta situación puede alterarse sin grandes dificultades cuando el pedido incluye sabores como crema del cielo, canela o, su hermana pálida, la crema americana, dado que la amplitud de reservas puede satisfacer con largueza las extrañas apetencias del que siempre tiene razón. Dada la carga erótica ínsita que posee el bien comestible, es redundante el aspecto físico del servidor. Algunos patrones, sin embargo, suelen escoger para su plantilla a mancebos o doncellas de graciosas figuras, pero hay tres consideraciones a tener en cuenta: los ojos del cliente prefieren el helado, para el apetito del cliente importa el tamaño, el ego del cliente distingue la simpatía personalizada por sobre la belleza desinteresada. Se sospecha que algunos propietarios eligen su plantilla siguiendo oscuros designios carnales. Una anécdota local apoya débilmente esa sospecha: se dice que un reconocido heladero encontró una apoplejía y el fin de sus días entre los infartantes brazos prohibidos de su cajera que, en este caso, no era precisamente su mano derecha. Un servicio simpático, aseado y generoso, bastaría para asegurar asiduidad del aficionado.

La relación calidad/precio es un punto a no pasar por alto. Por regla general, las heladerías que venden más barato y abundante, no suelen estar abarrotadas. La gente sospecha que hay algo raro, tal vez un exceso de polvo industrial que aumenta la producción y baja el costo, o una explotación encubierta de los mozos. Con los emprendimientos que, por el contrario, cuentan con precios europeos y nombres rebuscados en la pizarra de sabores, el escaso público que asiste es pavote y dispensioso. Hay que buscar aquellos negocios sobrios en los que se ve a los parroquianos descansados, medianamente comunicativos y con un brillo abstraído en la mirada. Un buen indicador se puede encontrar en la barriga del pater familiae: tersa bajo la remera de piqué, pero no al punto de forzar las costuras: digna.

Los juegos y artefactos para niños no deben arredrar al buscador de sabores. Se sabe que el consumo de azúcar provee a los críos de un extra de energía que debe ser canalizada por vía oral, escalar y toboganal. La degustación debe propiciar una adecuada resignación. Uno no es el centro del mundo y, el hecho de haber crecido, no nos debe hacer desear la desaparición de la competencia.


Con el propósito de sentar posición sobre el campo de sabores, daré un par de opiniones sobre dos de mis favoritos:

Dulce de leche: No sé qué sería de la Argentina sin el dulce de leche. Tal vez un país perdido en los confines del mundo en el que sus habitantes no encontrarían ningún tipo de consenso social. El dulce de leche en todas sus presentaciones: común, súper, granizado, con nuez o con banana, es el preferido por las inmensas mayorías dispersas en las vastedades de la pampa y sus circunstancias. Se dice que, para captar el valor de un establecimiento, se debe probar su helado de dulce de leche. El mismo ha de presentarse en un barroco atuendo cremoso, sin astillas de hielo. Una prueba irrefutable suele ser la del bozo o bigote. Para ello, se debe dar un lengüetazo amplio al preparado, de modo tal que una parte sustantiva quede adherida a los pelillos que toda persona tiene sobre el labio superior. Después de unos segundos, al recoger, con la misma lengua u otra, las trazas obtenidas mediante este recurso, el pegote debe presentar una animosa resistencia al aseo del espacio enchastrado. Si le da asco pasarse la lengua por el lugar, puede probar con una servilleta (abstenerse de las reluctantes a la absorción que vienen plegadas en un cubo de acero inoxidable o plástico color cocacola) convenientemente humedecida con agua (recuerde que su saliva está, en ese momento, llena de helado y de usarla en vez de agua, sólo conseguirá untarse más y más).

Chocolate: Como todo producto global, el chocolate suele ser malversado por seres inescrupulosos que ponen el lucro por sobre todas las cosas. Lo mismo sucede, sin alejarnos del ámbito gastronómico, con la pizza, las hamburguesas, la soja transgénica y las salchichas. Nadie puede negar que los belgas y los suizos se han hecho ricos a costa de las penurias de millones de seres alrededor del mundo, pero han tenido el miramiento de fabricar un chocolate extraordinario. Moderemos nuestras expectativas, nunca probaremos esa delicia en nuestras heladerías vernáculas. Sin embargo, la industria local puede depararnos un menú de variedades a base de cacao con leche más que aceptable.

Daré un salto en mis descripciones, dado lo inútil de explicarle a alguien lo que es el sabor de un helado usual. La vainilla, el coco, la mandorla, la crema rusa, el limón y la extensa lista de opciones que cualquier hijo de vecino podría enumerar, no son más que una excusa para que un texto ameno termine descarriándose. El dicho popular señala que sobre gustos no hay nada escrito, pero son pamplinas para justificar depravaciones.

Cambiaré entonces de clima y me internaré, entonces, en la selva de mis neuronas (ya bastante deforestada por las máquinas de la senectud). El propósito de esta exploración será encontrar o desempolvar recetas míticas que han tenido, o deberían tener un lugar en el parnaso de las papilas gustativas.

Amanecer rojo: Se dice que fue la mujer de Giuseppe Cremaschi, un zapatero anarquista de origen italiano quien ideó este helado prácticamente desconocido fuera de su casa. Su existencia nos ha llegado merced a las crónicas de sus camaradas de ideales quienes solían calmar los fragores de las discusiones sobre las mejores vías para dinamitar el sistema opresor mediante este preparado servido por la mujer. Su origen, se nos dice, fue en calidad de calmante para una curiosa dolencia propia de la lucha revolucionaria. En efecto, el remendón, a fuerza de imaginar un futuro venturoso en su Argentina de acogida, se aficionó a la lectura tempranera de los periódicos que circulaban de manera clandestina entre los libertarios. Con las primeras luces de la mañana, gustaba estar en su banco de trabajo con el martillo de clavetear percutiendo sobre las suelas en una mano, mientras recorría con la vista las noticias siempre preocupantes impresas en La Antorcha, el semanario que mantenía viva su llama. Su modesto negocio contaba con una vidriera en la que se repartían trabajos realizados y publicidades de pomadas y que reflejaba con exacta angustia la barriada humilde. Como hábito del oficio, había adquirido la costumbre de llenarse la boca de tachuelas e irlas extrayendo, ensalivadas, para su mejor inserción en el cuero. El 29 de junio de 1923, era una plomiza mañana de llovizna. Los pocos transeúntes que pasaban ante la vidriera, apuraban el paso entre los charcos.  Bepo, no se encontraba de buen humor. Estaba componiendo unos tamangos que hacía rato debían haber sido desechados para su uso. Pero el cliente era un obrero del puerto quien ganaba apenas para llevar algo de pan a su numerosa familia. “Uno de los puertos con más tráfico comercial del mundo. Millones de toneladas de grano salen por ahí para alimentar al mundo y sus ganancias se las quedan unos pocos. Los que ponen el lomo, como siempre, se mueren de hambre”. De esta guisa cavilaba el buen remendón, rumiando la bronca y pegando con fuerza con el martillo. En ese momento, una sombra conocida abrió la puerta de vidrio y, con un breve saludo, dejó la prensa partidaria sobre el montón de zapatos. Antes de partir, miró al zapatero con complicidad y, sin decir palabra, movió la cabeza con amargura. Bepo, intrigado, miró el título de la primera plana: “Wilckens”. Dejó por un momento el martillo y se adentró en la lectura de la noticia de la muerte del gran vindicador. Las lágrimas se agolparon a los ojos del curtido ácrata. Matar al asesino Varela era el deseo de todo buen rebelde, y el alemán, un humanista, a fin de cuentas, había cumplido el sueño de miles de oprimidos. Pero ahora, la mano armada del sistema, un oscuro Millán Temperley, con la connivencia de los carceleros, había entrado con un fusil a la cárcel y lo había asesinado a mansalva. Un escalofrío de rabia recorrió el espinazo de Cremaschi. Tragó saliva. Sintió que una tachuela se incrustaba en su garganta y escupió el resto con una tos ahogada. Se sintió perdido. Golpeó con fuerzas la puerta que daba al interior de la vivienda. Rosina, su mujer, acudió alarmada ante el alboroto. Cuando vio el rostro encendido de su marido boqueando por la falta de aire, adivinó lo sucedido. Tomó de entre las herramientas una pinza de puntas curvas y la adentró a tientas en el gaznate de su esposo. Maldiciendo por la escasa luz, le bajó la lengua con dos dedos y acertó a prender la cabeza del clavo, justo al costado de la campanilla. Bepo se salvó, pero la molestia en su garganta cocoliche, persistió hasta su muerte, acaecida 30 años después. A pesar de que consideró el incidente como el producto de una acción nimbada de Solidaridad y Amor por la suerte de la raza humana, a partir de ese suceso, su carácter, por lo corriente afable, comenzó a agriarse. Pasaba horas rumiando pensamientos, taciturno y callado. Rosina había sido criada en el hábito de servir a su hombre, inclinación que no suspendió siquiera al abrazar el pregón del fin de dios y del amo. Era robusta y práctica, como cabe a una mujer criada en las montañas alpinas. Después de buscar vanamente en su huerta las hierbas usadas en su pueblo natal para aliviar la carraspera, tuvo un recuerdo que es el germen de esta historia. Había visto a su abuelo calmar las anginas con nieve y miel. Fue entonces hasta la fábrica de hielo que prosperaba en las cercanías y compró un cubo. Lo trajo en una carretilla, envuelto en una bolsa de arpillera para que los vecinos no murmuraran sobre los lujos que se podía dar un remendón. Fue hasta la huerta, buscó unas hojas de menta y cosechó algunas frutillas, limones y ciruelas. En un santiamén machacó las frutas y la menta, exprimió los limones, los mezcló con hielo molido y miel. Bepo estaba en el taller con un cliente, conversando sobre la necesidad de llevar conciencia a las masas. Su voz era poco más que un susurro italoargentinoparlante. El cliente, un pobre diablo, asentía con la cabeza a pesar de oir apenas los conceptos que escuchaba. Rosina le trajo un tazón colmado de una gélida pasta rosa a su marido. Éste lo aceptó con un gruñido, algo molesto por la interrupción. A medida que iba consumiendo el helado, su voz comenzó a cambiar, a afirmarse. A finalizar con el tazón, sus palabras eran claras, explosivas. El cliente, al comprender sobre qué versaba el monólogo del peninsular, buscó una excusa y se marchó rápidamente de allí, muerto de miedo. Podríamos afirmar que la toma de conciencia sobre la complicidad de los patronos y la iglesia para mantener a los trabajadores en la ignorancia y la explotación, no siempre es buena, pues puede llevar a la depresión o a aliarse con los tiranos. Este helado, del que acabamos de semblantear su origen, gozó de una modesta fama entre los ácratas de la periferia de la Ciudad, quienes lo terminaron adoptando como un santo y seña: al arribar a los puntos de reunión, se depositaba una cucharada de helado sobre la lengua de cada recién llegado, del mismo modo que, del otro lado del espinel ideológico, los párrocos repartían hostias. A pesar del ideal de fraternidad que propugnaba el fin de los nacionalismos, se debe consignar que la receta original fue sufriendo cambios de acuerdo al origen de los inmigrantes: los españoles, por ejemplo, llevaron hasta un extremo las cualidades paliativas del preparado, agregándole rodajas de cebolla (buena para la tos); los polacos y los rusos, lo combinaron con vodka y los alemanes, reemplazaron la ciruela por cerezas con kirsch. A partir de los años ’30, las permanentes razzias, las deportaciones, la persecución y los fusilamientos de algunas figuras señeras, fueron diezmando las filas de estos cazadores de utopías. Con su declinación, la solidaridad, la justicia y la fraternidad humana, fueron reemplazadas por ideologías de menor calado tales como el maltrato animal, la alimentación sana y el juego limpio en el fútbol. Con aquellos humildes titanes del humanismo, desapareció también su helado insignia. Los rebeldes a ultranza, que tienen la dentadura curtida a fuerza de tascar el freno, extrañan la posibilidad de contar con un sabor de identidad. En esta época de esclavos por voluntad propia, hasta la crema rusa viene sin nueces.

New Maumau (pronúnciese Ñu Miaumiau): El efecto de este helado se encuentra en estudio en los principales centros académicos de Europa. Según algunas hipótesis se trataría de un extraño caso de colonización cruzada del carácter a partir de la dieta preferencial. Un fenómeno poco estudiado hasta la fecha por las ciencias del comportamiento y sus alrededores. Este helado, de gran poder relajante, se obtenía a partir de crema derivada de la leche de las exóticas ñues azules. A pesar de su porte amenazante, el ñu es un bicho de carácter monosilábico, pacífico y gregario. En la actualidad se trata de probar que los característicos ronroneos y requiebros felinos, proceden de la época zoológica en que su dieta se basaba en estos antílopes jorobados. La complicación epistemológica, que buscan denodadamente dilucidar un medio centenar de becarios de varios institutos de altos estudios del planeta, surge al tratar de probar que la característica levemente eléctrica de los gatos proviene de los ñues, dado que estos últimos son animales de escaso componente estático y ronroneador. Lo que se come, se es, aseguran, sin empacho, los naturistas, y los científicos los siguen en una, hasta ahora, parábolica carrera de ciegos. Una de las pistas que orientan a los estudiosos se basa en la versión legendaria de que fueron los aguerridos masai los primeros en animarse a ordeñar a estos animales que parecen siempre estar en posición de embestida. Las perspicaces amas de casa descubrieron que la ingesta de esta leche calmaba los ímpetus beligerantes de sus maridos (que los llevaban a andar peleándose consigo mismos) y los convertía en unos negros mimosos y llenos de ternezas y atenciones con la dama. La tradición oral bantú, rescata el nombre de Mukami (la criada con leche), como la creadora de este helado. Dice la leyenda que, momentos en que se aprestaba a realizar una ofrenda a N´gai en las estribaciones del Kilimanjaro, Mukami se percató de que el líquido de su escudilla, congelado, sabía como los dioses. La misma versión oral se muestra parca sobre la posibilidad de conocer la técnica utilizada por esta precursora para congelar y conservar el preparado una vez que bajó de la montaña y se adentró en esos andurriales africanos que derriten al más pintado.  Se sostiene que el infatigable Livingstone, en sus correrías siguiendo el río Congo, se alimentaba, casi con exclusividad, con este alimento fresco y sedante que solía conservar en su sombrero de corcho. Las malas lenguas dicen también que el británico pudo realizar con éxito sus famosas expediciones aprovechando la circunstancia de que los morenos eran unos pechos fríos por la misma razón gastronómica. Encontrar un comercio que venda este producto es una quimera a la que han entregado la vida una media docena de sujetos que no tenían nada mejor que hacer. Uno de ellos, Hans Caspar Souza, natural de Nova Friburgo, Estado de  Río de Janeiro (BR), dijo haber encontrado, por casualidad, una fuente de expendio en un barrio de Dar es Salaam. Sin omitir que ese cronista, salió de su casa familiar una mañana de julio de 1975 a comprar un alargue para su ventilador y hasta la fecha no ha regresado, por lo que la totalidad de su familia lo trata de perdido, de embustero y de loco, pasamos a transcribir la descripción que el carioca nos brinda: “No es un helado empalagoso, pero suele arquearse en las proximidades de la lengua para emitir un sonido apagado antes de dejarse caer blandamente por el esófago. La sensación de estática nos llega con el sencillo expediente de tomar el helado sentado a merced del viento que llega del Índico, no demasiado abrigados”. A falta de pruebas de la existencia real de este postre, muchos occidentales rescatan felinos domésticos y los sientan en la falda para calmarse mientras ven televisión, escriben o estudian para exámenes finales.

Carcajada del diablo: Compuesto por partes iguales de campari, chile habanero y granadina, debe su nombre al barboteo frenético que se apodera del consumidor una vez que se ha zampado un medio kilo. Al parecer tiene su origen en un grupo repostero purépecha rebelde que emigró a principios del siglo XXI hacia la zona del Mediterráneo. Sus integrantes, gente de guindillas tomar, hartos de trabajar como pinches de cocina en los lujosos restaurantes costeros, optaron por dedicarse a las francachelas y las libaciones sin término. Un amanecer, su líder, un tal Pedro García Losa, cuyo nombre secreto era Orhepani Ruiz, tuvo un encuentro pactado por teléfono con un personaje bastante heavy conocido como “El Pezuñas”. No se sabe mucho de ese encuentro, pero Pedro volvió otro y con la receta del helado de marras. Ante la mirada divertida de sus adláteres, se ornó con unas plumas multicolores y unos collares esplendidos que tintineaban al compás del cucharón de madera de palo de rosa mientras batía y mezclaba al ritmo de un merengue electrónico. Su descubrimiento fue rápidamente adoptado primero entre sus seguidores y más tarde por los turistas teutones que pululan por esas playas, quienes ven en el acentuado picor de este helado una excusa inexorable para beber cerveza y orinar en los jardines de los hoteles.

Silencio: este producto mítico está hecho, exclusivamente, a base de pétalos de rosa silvestre que han optado por desprenderse de la flor. Un paciente operario debe captarlos con manos enguantadas de algodón, durante el breve instante que media entre la rosa y el suelo. Para ello, los mejores heladeros del mundo, suelen contratar a monjes que ya vienen con la posición adecuada: en flor de loto, con las manos en actitud mendicante. El procedimiento, nada sencillo por cierto, consiste en acarrear al meditabundo en una parihuela hasta el lugar de recolección, evitando las espinas que estos vegetales suelen vestir. Un monje entrenado, puede cosechar incluso con los ojos cerrados en plena kundalini. Dado lo estoico de estos seres y de lo somero de sus necesidades terrenas, se los puede tener toda una temporada a la media sombra de los escaramujos, sin necesidad de alimentarles, ni cambiarles el agua: el rocío matinal y unos pocos pulgones de los que abundan en los matorrales, bastan para mantenerlos con vida. Es de rigor elegir lugares poco borrascosos, más bien alejados de las cumbres, para evitar que los soplos excesivos malogren a la colecta y a los colectores. Durante una buena jornada de cogida se pueden llegar a juntar hasta 69 pétalos frescos. Es decir, que durante la época de floración, marzo o noviembre en el hemisferio sur, se podrá colectar suficiente materia prima como para conquistar con una ofrenda única, el corazón de la más reluctante de las doncellas. El sabor de este manjar es menor que su aroma y menor aún que su color. Debido a ello, en su digestión se dan tres fenómenos sucesivos: en primer término se colorean las mejillas, en segundo lugar se perfuma el hálito y, por último, el garguero se cubre de exquisitos estampados búlgaros, en silenciosa aquiescencia con los deseos del cortejante. Se reporta que existen en la actualidad una media docena de matrimonios exitosos concertados a través de este método. Los celestinos azeríes, que se encuentran entre los principales difusores comerciales de este helado, esgrimen una problemática (común a todos los filtros de amor, por lo demás) hasta la fecha irresoluble aún para los más sofisticados modelos matemáticos: si de manera sincrónica, un par de cortejantes ofrendan dos análogas cantidades del influjo amoroso a la misma deidad femenina o masculina pretendida, el resultado podría ser una especie de bifurcación del sentimiento. Al no contar con una medida estadísticamente concluyente sobre la intensidad emocional derivada de ese acto, un pretendido éxito no sería más que la conquista de la mitad un corazón partido. La otra parte, tal vez, podría ser propiedad emocional de un sujeto repugnante, incluso un adversario político de corte ultraderechista. Sin embargo, para llevar tranquilidad a los inversores, se puede argumentar que es imposible encontrar una balanza de heladería que pueda otorgar porciones exactas y que el cacho de postre más grande gravitará a favor de su afortunado portador. Esta suposición ha llevado a un incremento en las ventas y una consecuente sobreexplotación de los monjes piscadores, por parte de inescrupulosos heladeros que, procurado seducir a los seductores (con las porciones más grandes para los que las pueden pagar), han terminado devaluando la calidad ética del helado

Fueguia: Era montado sobre un único ingrediente: leche ordeñada por los ya extintos onas o selk’nam patagónicos. Se dice que la desaparición de esta comunidad, y de su postre insignia, se relaciona con su rotunda negativa a revelar la fuente de suministro del preciado licor. Un centenar de idóneos en la materia congelada han experimentado con leche de ovejas, vacas, yeguas y hasta vizcachas, sin ver sus esfuerzos coronados por el éxito. Aquella sufrida etnia, prefirió su exterminio a acceder a proporcionar los arcanos de su religión y cultura. Conocemos sobre las excelentes propiedades gustativas de ese helado por sus verdugos: las notas póstumas del estanciero José Menéndez Menéndez, y algún material epistolar que su capataz y mano ejecutante, el tenaz Alexander Mc Lennan, envió a su prometida Edith, de Dundee. Según se desprende de los escritos de aquellos aciagos gourmets de la muerte, el helado era de un blanco del color de las ovejas y sabía irresistiblemente a foca y regaliz. Durante las matanzas de nativos, llevadas a cabo con preferencia durante los bochornosos veranos, el patrón, en compañía de su familia e invitados, solían sentarse en las amplias galerías de la casona principal a presenciar las masivas ejecuciones mientras sorbían con delectación grandes cantidades de helado. Se comenta que esta práctica era considerada de mayor estatus que el consumo del mate y el fiveoclocktea. El recio Menendez deja escapar una veta nostálgica en uno de los últimos párrafos del mencionado escrito: “Nada se compara a la sensación de haber saboreado aquél manjar del que aún conservo trazas en mi espíritu. Reconozco que me he dejado llevar por un impulso vengativo al mandar que arrasáramos con esta “chusma incivil y bárbara”, como dice el gran Sarmiento inmortal: He ordenado un sinfín de diligencias para obtener esta receta que sería furor en los establecimientos de toda la Gran Bretaña. Nada he conseguido. Mis más avezados baqueanos han barrido a lo largo y a lo ancho las vastas extensiones de mi propiedad, sin obtener el menor indicio de un ingrediente, de un utensilio de preparación, ni, menos aún, algún local de ventas de esta exquisitez. Hace un par de años, ordené la muerte del chileno Santibañez, que era capaz de predecir una tormenta con un simple vistazo al ojete de su yegua overa, porque presentí que también él me ocultaba algo cuando me contó que había visto como algunos solitarios nativos sospechosos se encubrían en unos pajonales cerca de un mallín y solían volver con algo protegido entre las prendas de guanaco con que se tocan estos naturales. Al indagarle sobre de qué se trataba ese “algo”, se negó a contestar mientras dejaba escapar una sonrisa ladina. Enfurecido por la insolencia y el silencio del trasandino,  impuse a Alexander la necesidad de una solución inmediata. El facón del escocés parecía estar esperando la orden. Las últimas palabras de Cifuentes fueron dichas por una cabeza en franca retirada. Para lograr dilucidar el arcano, en las frías noches de la estepa patagónica, hemos estaqueado a los varones hasta su congelamiento; en presencia de maridos, hemos hecho violentar a sus mujeres e hijas; hemos profanado sus rústicos monumentos y allanado sus rucas. La respuesta siempre ha sido la misma: un pertinaz silencio sólo interrumpido por el viento curvando los coirones. En fin, la vida ha sido generosa conmigo, cuando miro la majada reunida parece que la tierra fuera un mar de lana, soy el rey de la Patagonia y tengo dos países agarrados de las criadillas; mi ambición, como mis tierras, no tiene límites, pero sospecho que he de morir para siempre, como todos los demás. He de morir, sí, sin haber conocido lo que más anhelaba: la fórmula de mi alimento favorito. Malditos onas, que el diablo los lleve”.  Al fallecer el peninsular Menéndez Menéndez, la etnia de los selk’nam había corrido la suerte de los dinosaurios y su recuerdo ya sólo era un fantasma en las páginas de la historia oficial. Los descendientes, entenados y asociados del hacendado, no pudieron resolver el secreto, nunca más pudieron deleitarse con el postre que extasiaba al viejo patrón. Heredaron, eso sí, vastísimas tierras liberadas de sus habitantes originarios y poderes fácticos sobre la Argentina y Chile durante el siglo posterior al deceso. Pero, para un observador avezado, hay en sus miradas una especie de incurable nostalgia y sus bocas rumian en falso ante la ausencia del fluido perdido del ona.

Amalaya: De consumo muy extendido entre las comunidades contraculturales que florecieron en diferentes partes del mundo occidental en la era de Acuario del calendario zoroástrico, este producto tuvo su origen y apogeo en la década de 1960 después de Cristo. Su creador permanece en el anonimato, pero según la leyenda urbana que corría por los campus universitarios del salvaje oeste norteamericano, se trataría de un adolescente californiano (al que apodaremos John Doe) que, luego de una serie de investigaciones previas sobre sus posibilidades psiconaúticas y de autopenetración, dio con la fórmula definitiva casi por accidente: En la mesa de herramientas del garaje de su casa (de un sector residencial de Pomona(Ca)), en ausencia de sus padres, habían quedado una serie de elementos con los que el joven había estado experimentando en los días previos al del hallazgo. La tarde de verano languidecía y sus padres se encontraban fuera de la ciudad por haber viajado a Jefferson City (Mo) a una convención de vendedores de una línea de recipientes plásticos para alimentos (que luego se haría muy famosa por la deformación de su nombre original: Taper). El joven, aún entre las nieblas de las pruebas, supo que estaban por regresar de un momento a otro. En un intento por dejar cierto orden y limpieza en el lugar, mezcló en la licuadora (en proporciones azarosas que aún la ciencia trata de determinar), algunos cartones de lsd con la gráfica de un sol naciente, un par de botones de un cactus visionario mexicano, el peyote, unas ramas secas de salvia divinorum, polvo de semillas de ipomea o morning glory, un puñado de hongos secos del tipo amanita muscaria, los filamentos secados a la sombra de un centenar de bananas y otros ingredientes de exótica procedencia. La pasta obtenida se veía poco apetitosa, así es que se apresuró a agregar leche líquida y miel de abejas italianas que encontró en la heladera. En eso estaba cuando le pareció escuchar el claxon de la rural Pontiac de sus padres. En un intento desesperado por ocultar la mezcla, la colocó en uno de los potes, de la misma marca que había llevado al hogar a una mediana prosperidad, y lo ocultó en el refrigerador. Aquí los relatos divergen y por momentos se contradicen. Algunas fuentes sostienen que, al fin de semana siguiente a la fabricación secreta, en plena canícula, el joven John Doe, asistió a un pequeño recital de los Grateful Death, con el propósito de recaudar algunos fondos para su inminente cursado universitario. Para ello, provisto de una conservadora de telgopor, una gorra y algunos utensilios, se apostó junto a la taquilla. Al parecer, su poco talento para el comercio se demostró ni bien llegó al lugar: lo primero que hizo fue zamparse una cucharada del preparado con el objeto de probar su consistencia. Al poco rato lo pudo la euforia: repartió, de manera gratuita, entre los entusiastas miembros del auditorio cucharadas de helado que iba sacando del taper. Otro relato pretende que el inventor, al momento de la repartija, llevaba tres días caminando a medio metro del piso y que llegó al recital persiguiendo el rastro de una manada de dragones y que fueron estos míticas criaturas las que esparcieron con su hálito, esta vez helado, la pócima mágica entre la heteróclita feligresía y los músicos.  Los resultados de la ingesta también ingresan en el terreno de la leyenda: Jerry García y la banda afinaron esa noche un río celestial al que pudieron acceder los ángeles rockeros, un puñado de fieles, desnudo y extático, que se bañó por primera y única vez en las procelosas aguas de la trascendencia. Por desgracia, a pesar de las indagaciones de este cronista, no hay nadie que pueda dar un testimonio preciso de ese acontecimiento destinado a cambiar las reglas de juego del universo. El propio John Doe, entrevistado a la semana del hecho, sólo podía extraer de su memoria fotos inconexas y privadas. Sin embargo, sí se puede aseverar que en ese evento dio comienzo el viaje iniciático más curioso y extenso que se conoce hasta la fecha. En efecto, según unos archivos confidenciales a los que pude acceder,  la joven Sue O’Hara declaró (cuando estuvo en condiciones, muchos años después), haber salido del recital en compañía de los hermanos Larry y Preston Jones, quienes también se encontraban entre el público afectado, en una combi marca Volskwagen de color yema de huevo, propiedad de los hermanos, y exornada con el símbolo del amor y la paz realizado con su propio lápiz labial. La dicente aseguró que, en un primer momento, la idea era consumir algún tipo de comida rápida, de paso hacia sus respectivos hogares. Parece que Preston, a la sazón el conductor designado, no pudo discernir, entre los millones de caminos que se le abrían ante los ojos, el adecuado para arribar al local previsto. De ese modo, después de conducir toda la noche, parando sólo para observar la miríada de estrellas que poblaban un cielo cada vez más amplio, al amanecer el trío se encontraba a unas 600 millas de sus hogares. Luego de un corto debate realizado con monosílabos o con extensas disquisiciones, decidieron echar a suerte la dirección a seguir. Para ello, con un mapa caminero sustraído, inventaron una especie de juego de la oca que consistía en cerrar los ojos, un turno por vez, señalar con un dedo un punto en la telaraña de caminos y viajar hasta allí. Procedimiento que seguirían, según idearon, hasta que los recursos monetarios aguantaran. Se desconoce la fuente de donde obtuvieron sustento, pero lo cierto es que durante las últimas 5 décadas, en más de un millar de lugares del planeta hay gente que ha avistado la combi de los hermanos  Jones, recorriendo como una nave insomne la cáscara del planeta. La tal Sue, se despidió del trío recién en 1973, enredada en un tumulto de groupies de Dylan, y rehízo su vida. Según se dice, en la actualidad los hermanos son un par de amables ancianos que leen la suerte en las encrucijadas. Sus ropas se han convertido en harapos y sus ojos brillan en la noche. Quienes se han cruzado con estos dos extraños seres, sostienen que cuentan con el don de vivir simultáneamente en los varios estados del tiempo, en el antes, en el durante, en el futuro y en el nunca. 

(continuará???)