
No había nada sobre la tierra. Nadie siquiera que la nombrara, que enunciara su aridez, su vastedad, su profundo vacío. El aire no conocía el ala, ni el suelo la garra. Inconcebible era el ruido. Así de irreal, así de nada. El sol trazaba su elipse sobre un yermo que era el envés de su fuego, y el brillo, su inexacto espejo. No había norte, ni abajo, ni arriba; por no haber no había sur. El río no era pasajero.
Eso fue el principio.
Después, nos aposentamos sobre la tierra. De a dos. Caminábamos desnudos, simples, remontando y bajando las dunas. Sin otro indicio que la luna verde que encallaba entre las nubes y naufragaba en nuestro espacio de arena.
Por no saber, por intuición primigenia de la cercanía, confundimos la piel con el sílice y nos tocamos como si llegáramos a otro planeta, como si hubiera un rumbo que tomar. Fuimos uno y otra, fuimos un territorio.
Y de vernos, de sentir el calor de los cuerpos, fuimos diciendo, a cada convulsión de la carne, los nombres: beso, ojos, caballo, árbol, huella, pulso, presagio, aire, trino, vos, yo.
Nos tendimos, luego, casi uno todavía, a respirarnos, a ser esplendor palpitante sobre la nada que ya no era, a vernos de nuevo, distintos. Mirándome a los ojos dijiste: cielo. Yo, levantando la vista hacia lo siempre azul, dije: vos.
Nos quedamos en silencio.
Adelantamos, como en una plegaria, los nombres: fuego, sangre, olor, vino, damasco, seda, agua, sed.
Acercamos por gravedad nuestras bocas y el mundo fue sustancia y la carne lo único eterno, el instante del ser, la estrella que vive.
Poli Sáez
Eso fue el principio.
Después, nos aposentamos sobre la tierra. De a dos. Caminábamos desnudos, simples, remontando y bajando las dunas. Sin otro indicio que la luna verde que encallaba entre las nubes y naufragaba en nuestro espacio de arena.
Por no saber, por intuición primigenia de la cercanía, confundimos la piel con el sílice y nos tocamos como si llegáramos a otro planeta, como si hubiera un rumbo que tomar. Fuimos uno y otra, fuimos un territorio.
Y de vernos, de sentir el calor de los cuerpos, fuimos diciendo, a cada convulsión de la carne, los nombres: beso, ojos, caballo, árbol, huella, pulso, presagio, aire, trino, vos, yo.
Nos tendimos, luego, casi uno todavía, a respirarnos, a ser esplendor palpitante sobre la nada que ya no era, a vernos de nuevo, distintos. Mirándome a los ojos dijiste: cielo. Yo, levantando la vista hacia lo siempre azul, dije: vos.
Nos quedamos en silencio.
Adelantamos, como en una plegaria, los nombres: fuego, sangre, olor, vino, damasco, seda, agua, sed.
Acercamos por gravedad nuestras bocas y el mundo fue sustancia y la carne lo único eterno, el instante del ser, la estrella que vive.
Poli Sáez
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