
Fiestas
Mi padre, que era ateo y piadoso, respiraba sueños por navidad.
Aunque no hablaba mucho, comunicaba a su alrededor los presagios intangibles de la sangre. Con varios días de antelación empezaba a surtir las altas estancias de la casa con cajones de duraznos, damajuanas de vinos oscuros y delicados como la brisa de la noche, turrones que brillaban en el cielo de nuestro deseo.
El día de la fiesta cargábamos el auto con todas las vituallas y viajábamos, en nuestra módica barca rodante, hacia su pueblo natal. Su casa hervía de palomas y hermanos. Y a mi padre el aire se le poblaba de palomas cuando estaba con los suyos.
Mientras los hermanos y hermanas fumaban y bebían alrededor de los fogones, los hornos y los calderos, la ironía era una joya compartida que estallaba en risas. Los niños nos sentábamos en los rincones y escuchábamos maravillados las historias eternas y nimias: de cuando fueron a robar sandías y se les hizo tarde y la madre les pegó unas bofetadas en las asentaderas a todos menos al hermano que tenía un duende en el corazón y unas tablas debajo de los pantalones; de cuando se bañaban desnudos en los canales asustando a las mojigatas; de cuando se disfrazaban para los muertos carnavales de los años ’30 en el mortecino oasis construido sobre el salitre y el polvo a orillas del Atuel.
Las fiestas de fin de año eran entonces las mesas y las almas colmadas; la gracia de un aire dorado; el adobe de la casona familiar llena de cuartos cerrados por los difuntos y un aljibe donde dormía la luna.
Los atardeceres de mis veranos de infancia están llenos del perfume de las acacias y de las blancas damas de noche engalanando las rejas de los dormitorios.
A veces con el vino la vida revuelve los arcones y saca a mi padre sonriendo otra vez: los ojos chiquitos y llenos de palomas. Sentado en la penumbra del patio brindo con él, que me enseñó que mi sangre es compartida, que mis sueños de libertad sangran vino. Ahora que me acompaña en cada vino. Ahora que ya no está.
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