miércoles, 26 de enero de 2022

El deseo helado (un delirio permanente)

 


En un mundo más justo, al creador del helado se le debería dar un estatus por lo menos igualitario con un Newton, un Edison, un Sócrates, un Gandhi u otros viejos. En el edificio ideal que representa a la humanidad, hay un frontispicio o una columnata en la que su rostro esculpido en mármol no corre el albur de derretirse.

Dicen que fueron los inquietos chinos, cuando no, los que mezclaron frutas, miel y nieve. Esa gente se nota que hace milenios viene reemplazando los ratos muertos con algo creativo que, generalmente, puede contribuir (o no) al sentido de la vida: la tinta, la pólvora, el opio, el helado. No podemos conocer sus propósitos al momento de la invención o descubrimiento de estos productos, dado lo abstruso de sus explicaciones, tanto verbales como gráficas. Cualquier persona viajada que haya encontrado las múltiples expresiones de su mismo rostro en un aeropuerto, por ejemplo, puede atestiguar que su perorata es una esfinge indescifrable. Para colmo, su escritura no aclara demasiado las cosas. Allí donde ellos dibujan, por ejemplo, un palacio en la bruma del amanecer entre los bambúes, nosotros no distinguimos otra cosa que una mancha en el hombro de una muchacha que trabaja en una cafetería. Claro que todo es según el cristal con que se encandile, también han transformado las ratas muertas y las ratas voladoras en comida, y así estamos. Como sea, el helado chino y sus derivaciones en la historia, no necesitan explicación: son un punto a favor del sapiens se lo mire por donde se lo mire, con ojo rasgado o no.

No pienso hablar de los helados industriales que vienen por balde o pote de telgopor, ya que su pasta se ha visto manoseada por la invisible garra del mercado. Cuando uno está invitado a comer, debe saber que el pasar de apuradas por el supermercado y comprar el fatídico trío chocolate, americana y frutilla, está reñido con la etiqueta y con la digestión saludable. A la fecha, es casi imposible encontrar un establecimiento que no haga uso de misteriosos polvos y pastas que le llegan en baldes desde factorías foráneas que se ocupan de poner entre paredes cilíndricas de plástico una pobre simulación de millones de años de evolución de los tres reinos naturales, un abanico de sabores y texturas de laboratorio. A pesar de ese hecho que nos señala el punto de decadencia en el que nos encontramos como humanidad, aún se pueden encontrar, a altas horas de la noche, a artesanos honestos poniendo huevos, chocolates, frutas y cremas en bateas de acero,  y sacando, de la manga del amanecer, los helados que hemos de adquirir con agradecido gesto. En ellos hemos de confiar. Por eso, voy a ocuparme de esa delicada arquitectura que es montada ante nuestros ojos con un par de firuletes expertos sobre un frágil cimiento de galleta. 

Cualquiera que haya sido niño, puede dar fe de un fracaso inicial de nuestra vida: la manufactura del helado es imposible para alguien que no pertenezca a la selecta cofradía de los alquimistas del elemento más frío del deseo. Antes y después de internet, miles de infantes en el mundo han batido, exprimido, colado, mezclado y moldeado los ingredientes, en una decepcionante serie de intentos que, en los mejores casos, no pasaban de un pedazo de hielo saborizado. Y no sólo niños: una amorosa madre, por ejemplo, experta en el amasado de tallarines de domingo, puede convertirse en peligrosa máquina de pegar chancletazos con el simple expediente de intentar y fallar la textura y el sabor de un helado como la gente. 

Vamos, entonces, al producto hecho por familias dedicadas a ganarse la vida y el cielo.

El consumidor lego, queda fascinado por lo que se encuentra sobre el cucurucho y no alcanza a sopesar la cadena de pequeños secretos y tips que se siguen en este oficio. A continuación, se irán describiendo algunas recomendaciones para la toma de conciencia del trasfondo de estos emprendimientos.

El preparado, suele hacerse en unas salas del tamaño de un dormitorio grande, cubiertas de azulejos y con dos o tres máquinas que necesitan ser controladas para que no malogren la consistencia, el sabor o el aspecto del manjar del que nos ocupamos. Para su expendio, basta un local no demasiado pretencioso, con algunas sillas para los parroquianos que califican su ingesta como ceremonial, un par de ventiladores de techo, un dispenser de agua fresca y un friso con los sabores entre los que puede elegir, decidida o morosamente, el cliente.  

Es importante que el local esté aireado, que la música no sea demasiado estridente para no arruinar el entendimiento entre el solicitante y el oferente y que no haya demasiadas moscas. Con ese propósito, los dueños más exitosos, suelen tener entre las luces una especie de parrilla freidora de insectos. En el fragor del servicio y el ruido interno de la saliva corriendo esófago abajo, es casi imposible escuchar el chis que produce la quitina en contacto con la corriente continua.  Ignoro si alguien, alguna vez, se ha quejado de la siguiente guisa: Mozo, hay una mosca en mi helado!

La vestimenta y el empaque de los servidores también son de relevancia. Algunos locales visten a sus empleados con ropa negra o roja, con un birrete al tono. Se puede colegir que ese ardid se utiliza para tratar de minimizar el impacto que puede ofrecer ver manchado el equipito en la zona crítica de la panza del que se mete entre los baldes con una cuchara especial. Por regla general, prefiero el uniforme blanco. Esto se debe quizás a un prejuicio mío: de blanco deben vestirse todas aquellos operarios que manipulan con cosas vitales: bioquímicos, cirujanos, matarifes, bailarines de ballet, Bogart en Casablanca. El sujeto que atiende clientes debe equilibrar dos personalidades: una magnánima para con el consumidor, una pichulera para con el stock. Esta situación puede alterarse sin grandes dificultades cuando el pedido incluye sabores como crema del cielo, canela o, su hermana pálida, la crema americana, dado que la amplitud de reservas puede satisfacer con largueza las extrañas apetencias del que siempre tiene razón. Dada la carga erótica ínsita que posee el bien comestible, es redundante el aspecto físico del servidor. Algunos patrones, sin embargo, suelen escoger para su plantilla a mancebos o doncellas de graciosas figuras, pero hay tres consideraciones a tener en cuenta: los ojos del cliente prefieren el helado, para el apetito del cliente importa el tamaño, el ego del cliente distingue la simpatía personalizada por sobre la belleza desinteresada. Se sospecha que algunos propietarios eligen su plantilla siguiendo oscuros designios carnales. Una anécdota local apoya débilmente esa sospecha: se dice que un reconocido heladero encontró una apoplejía y el fin de sus días entre los infartantes brazos prohibidos de su cajera que, en este caso, no era precisamente su mano derecha. Un servicio simpático, aseado y generoso, bastaría para asegurar asiduidad del aficionado.

La relación calidad/precio es un punto a no pasar por alto. Por regla general, las heladerías que venden más barato y abundante, no suelen estar abarrotadas. La gente sospecha que hay algo raro, tal vez un exceso de polvo industrial que aumenta la producción y baja el costo, o una explotación encubierta de los mozos. Con los emprendimientos que, por el contrario, cuentan con precios europeos y nombres rebuscados en la pizarra de sabores, el escaso público que asiste es pavote y dispensioso. Hay que buscar aquellos negocios sobrios en los que se ve a los parroquianos descansados, medianamente comunicativos y con un brillo abstraído en la mirada. Un buen indicador se puede encontrar en la barriga del pater familiae: tersa bajo la remera de piqué, pero no al punto de forzar las costuras: digna.

Los juegos y artefactos para niños no deben arredrar al buscador de sabores. Se sabe que el consumo de azúcar provee a los críos de un extra de energía que debe ser canalizada por vía oral, escalar y toboganal. La degustación debe propiciar una adecuada resignación. Uno no es el centro del mundo y, el hecho de haber crecido, no nos debe hacer desear la desaparición de la competencia.


Con el propósito de sentar posición sobre el campo de sabores, daré un par de opiniones sobre dos de mis favoritos:

Dulce de leche: No sé qué sería de la Argentina sin el dulce de leche. Tal vez un país perdido en los confines del mundo en el que sus habitantes no encontrarían ningún tipo de consenso social. El dulce de leche en todas sus presentaciones: común, súper, granizado, con nuez o con banana, es el preferido por las inmensas mayorías dispersas en las vastedades de la pampa y sus circunstancias. Se dice que, para captar el valor de un establecimiento, se debe probar su helado de dulce de leche. El mismo ha de presentarse en un barroco atuendo cremoso, sin astillas de hielo. Una prueba irrefutable suele ser la del bozo o bigote. Para ello, se debe dar un lengüetazo amplio al preparado, de modo tal que una parte sustantiva quede adherida a los pelillos que toda persona tiene sobre el labio superior. Después de unos segundos, al recoger, con la misma lengua u otra, las trazas obtenidas mediante este recurso, el pegote debe presentar una animosa resistencia al aseo del espacio enchastrado. Si le da asco pasarse la lengua por el lugar, puede probar con una servilleta (abstenerse de las reluctantes a la absorción que vienen plegadas en un cubo de acero inoxidable o plástico color cocacola) convenientemente humedecida con agua (recuerde que su saliva está, en ese momento, llena de helado y de usarla en vez de agua, sólo conseguirá untarse más y más).

Chocolate: Como todo producto global, el chocolate suele ser malversado por seres inescrupulosos que ponen el lucro por sobre todas las cosas. Lo mismo sucede, sin alejarnos del ámbito gastronómico, con la pizza, las hamburguesas, la soja transgénica y las salchichas. Nadie puede negar que los belgas y los suizos se han hecho ricos a costa de las penurias de millones de seres alrededor del mundo, pero han tenido el miramiento de fabricar un chocolate extraordinario. Moderemos nuestras expectativas, nunca probaremos esa delicia en nuestras heladerías vernáculas. Sin embargo, la industria local puede depararnos un menú de variedades a base de cacao con leche más que aceptable.

Daré un salto en mis descripciones, dado lo inútil de explicarle a alguien lo que es el sabor de un helado usual. La vainilla, el coco, la mandorla, la crema rusa, el limón y la extensa lista de opciones que cualquier hijo de vecino podría enumerar, no son más que una excusa para que un texto ameno termine descarriándose. El dicho popular señala que sobre gustos no hay nada escrito, pero son pamplinas para justificar depravaciones.

Cambiaré entonces de clima y me internaré, entonces, en la selva de mis neuronas (ya bastante deforestada por las máquinas de la senectud). El propósito de esta exploración será encontrar o desempolvar recetas míticas que han tenido, o deberían tener un lugar en el parnaso de las papilas gustativas.

Amanecer rojo: Se dice que fue la mujer de Giuseppe Cremaschi, un zapatero anarquista de origen italiano quien ideó este helado prácticamente desconocido fuera de su casa. Su existencia nos ha llegado merced a las crónicas de sus camaradas de ideales quienes solían calmar los fragores de las discusiones sobre las mejores vías para dinamitar el sistema opresor mediante este preparado servido por la mujer. Su origen, se nos dice, fue en calidad de calmante para una curiosa dolencia propia de la lucha revolucionaria. En efecto, el remendón, a fuerza de imaginar un futuro venturoso en su Argentina de acogida, se aficionó a la lectura tempranera de los periódicos que circulaban de manera clandestina entre los libertarios. Con las primeras luces de la mañana, gustaba estar en su banco de trabajo con el martillo de clavetear percutiendo sobre las suelas en una mano, mientras recorría con la vista las noticias siempre preocupantes impresas en La Antorcha, el semanario que mantenía viva su llama. Su modesto negocio contaba con una vidriera en la que se repartían trabajos realizados y publicidades de pomadas y que reflejaba con exacta angustia la barriada humilde. Como hábito del oficio, había adquirido la costumbre de llenarse la boca de tachuelas e irlas extrayendo, ensalivadas, para su mejor inserción en el cuero. El 29 de junio de 1923, era una plomiza mañana de llovizna. Los pocos transeúntes que pasaban ante la vidriera, apuraban el paso entre los charcos.  Bepo, no se encontraba de buen humor. Estaba componiendo unos tamangos que hacía rato debían haber sido desechados para su uso. Pero el cliente era un obrero del puerto quien ganaba apenas para llevar algo de pan a su numerosa familia. “Uno de los puertos con más tráfico comercial del mundo. Millones de toneladas de grano salen por ahí para alimentar al mundo y sus ganancias se las quedan unos pocos. Los que ponen el lomo, como siempre, se mueren de hambre”. De esta guisa cavilaba el buen remendón, rumiando la bronca y pegando con fuerza con el martillo. En ese momento, una sombra conocida abrió la puerta de vidrio y, con un breve saludo, dejó la prensa partidaria sobre el montón de zapatos. Antes de partir, miró al zapatero con complicidad y, sin decir palabra, movió la cabeza con amargura. Bepo, intrigado, miró el título de la primera plana: “Wilckens”. Dejó por un momento el martillo y se adentró en la lectura de la noticia de la muerte del gran vindicador. Las lágrimas se agolparon a los ojos del curtido ácrata. Matar al asesino Varela era el deseo de todo buen rebelde, y el alemán, un humanista, a fin de cuentas, había cumplido el sueño de miles de oprimidos. Pero ahora, la mano armada del sistema, un oscuro Millán Temperley, con la connivencia de los carceleros, había entrado con un fusil a la cárcel y lo había asesinado a mansalva. Un escalofrío de rabia recorrió el espinazo de Cremaschi. Tragó saliva. Sintió que una tachuela se incrustaba en su garganta y escupió el resto con una tos ahogada. Se sintió perdido. Golpeó con fuerzas la puerta que daba al interior de la vivienda. Rosina, su mujer, acudió alarmada ante el alboroto. Cuando vio el rostro encendido de su marido boqueando por la falta de aire, adivinó lo sucedido. Tomó de entre las herramientas una pinza de puntas curvas y la adentró a tientas en el gaznate de su esposo. Maldiciendo por la escasa luz, le bajó la lengua con dos dedos y acertó a prender la cabeza del clavo, justo al costado de la campanilla. Bepo se salvó, pero la molestia en su garganta cocoliche, persistió hasta su muerte, acaecida 30 años después. A pesar de que consideró el incidente como el producto de una acción nimbada de Solidaridad y Amor por la suerte de la raza humana, a partir de ese suceso, su carácter, por lo corriente afable, comenzó a agriarse. Pasaba horas rumiando pensamientos, taciturno y callado. Rosina había sido criada en el hábito de servir a su hombre, inclinación que no suspendió siquiera al abrazar el pregón del fin de dios y del amo. Era robusta y práctica, como cabe a una mujer criada en las montañas alpinas. Después de buscar vanamente en su huerta las hierbas usadas en su pueblo natal para aliviar la carraspera, tuvo un recuerdo que es el germen de esta historia. Había visto a su abuelo calmar las anginas con nieve y miel. Fue entonces hasta la fábrica de hielo que prosperaba en las cercanías y compró un cubo. Lo trajo en una carretilla, envuelto en una bolsa de arpillera para que los vecinos no murmuraran sobre los lujos que se podía dar un remendón. Fue hasta la huerta, buscó unas hojas de menta y cosechó algunas frutillas, limones y ciruelas. En un santiamén machacó las frutas y la menta, exprimió los limones, los mezcló con hielo molido y miel. Bepo estaba en el taller con un cliente, conversando sobre la necesidad de llevar conciencia a las masas. Su voz era poco más que un susurro italoargentinoparlante. El cliente, un pobre diablo, asentía con la cabeza a pesar de oir apenas los conceptos que escuchaba. Rosina le trajo un tazón colmado de una gélida pasta rosa a su marido. Éste lo aceptó con un gruñido, algo molesto por la interrupción. A medida que iba consumiendo el helado, su voz comenzó a cambiar, a afirmarse. A finalizar con el tazón, sus palabras eran claras, explosivas. El cliente, al comprender sobre qué versaba el monólogo del peninsular, buscó una excusa y se marchó rápidamente de allí, muerto de miedo. Podríamos afirmar que la toma de conciencia sobre la complicidad de los patronos y la iglesia para mantener a los trabajadores en la ignorancia y la explotación, no siempre es buena, pues puede llevar a la depresión o a aliarse con los tiranos. Este helado, del que acabamos de semblantear su origen, gozó de una modesta fama entre los ácratas de la periferia de la Ciudad, quienes lo terminaron adoptando como un santo y seña: al arribar a los puntos de reunión, se depositaba una cucharada de helado sobre la lengua de cada recién llegado, del mismo modo que, del otro lado del espinel ideológico, los párrocos repartían hostias. A pesar del ideal de fraternidad que propugnaba el fin de los nacionalismos, se debe consignar que la receta original fue sufriendo cambios de acuerdo al origen de los inmigrantes: los españoles, por ejemplo, llevaron hasta un extremo las cualidades paliativas del preparado, agregándole rodajas de cebolla (buena para la tos); los polacos y los rusos, lo combinaron con vodka y los alemanes, reemplazaron la ciruela por cerezas con kirsch. A partir de los años ’30, las permanentes razzias, las deportaciones, la persecución y los fusilamientos de algunas figuras señeras, fueron diezmando las filas de estos cazadores de utopías. Con su declinación, la solidaridad, la justicia y la fraternidad humana, fueron reemplazadas por ideologías de menor calado tales como el maltrato animal, la alimentación sana y el juego limpio en el fútbol. Con aquellos humildes titanes del humanismo, desapareció también su helado insignia. Los rebeldes a ultranza, que tienen la dentadura curtida a fuerza de tascar el freno, extrañan la posibilidad de contar con un sabor de identidad. En esta época de esclavos por voluntad propia, hasta la crema rusa viene sin nueces.

New Maumau (pronúnciese Ñu Miaumiau): El efecto de este helado se encuentra en estudio en los principales centros académicos de Europa. Según algunas hipótesis se trataría de un extraño caso de colonización cruzada del carácter a partir de la dieta preferencial. Un fenómeno poco estudiado hasta la fecha por las ciencias del comportamiento y sus alrededores. Este helado, de gran poder relajante, se obtenía a partir de crema derivada de la leche de las exóticas ñues azules. A pesar de su porte amenazante, el ñu es un bicho de carácter monosilábico, pacífico y gregario. En la actualidad se trata de probar que los característicos ronroneos y requiebros felinos, proceden de la época zoológica en que su dieta se basaba en estos antílopes jorobados. La complicación epistemológica, que buscan denodadamente dilucidar un medio centenar de becarios de varios institutos de altos estudios del planeta, surge al tratar de probar que la característica levemente eléctrica de los gatos proviene de los ñues, dado que estos últimos son animales de escaso componente estático y ronroneador. Lo que se come, se es, aseguran, sin empacho, los naturistas, y los científicos los siguen en una, hasta ahora, parábolica carrera de ciegos. Una de las pistas que orientan a los estudiosos se basa en la versión legendaria de que fueron los aguerridos masai los primeros en animarse a ordeñar a estos animales que parecen siempre estar en posición de embestida. Las perspicaces amas de casa descubrieron que la ingesta de esta leche calmaba los ímpetus beligerantes de sus maridos (que los llevaban a andar peleándose consigo mismos) y los convertía en unos negros mimosos y llenos de ternezas y atenciones con la dama. La tradición oral bantú, rescata el nombre de Mukami (la criada con leche), como la creadora de este helado. Dice la leyenda que, momentos en que se aprestaba a realizar una ofrenda a N´gai en las estribaciones del Kilimanjaro, Mukami se percató de que el líquido de su escudilla, congelado, sabía como los dioses. La misma versión oral se muestra parca sobre la posibilidad de conocer la técnica utilizada por esta precursora para congelar y conservar el preparado una vez que bajó de la montaña y se adentró en esos andurriales africanos que derriten al más pintado.  Se sostiene que el infatigable Livingstone, en sus correrías siguiendo el río Congo, se alimentaba, casi con exclusividad, con este alimento fresco y sedante que solía conservar en su sombrero de corcho. Las malas lenguas dicen también que el británico pudo realizar con éxito sus famosas expediciones aprovechando la circunstancia de que los morenos eran unos pechos fríos por la misma razón gastronómica. Encontrar un comercio que venda este producto es una quimera a la que han entregado la vida una media docena de sujetos que no tenían nada mejor que hacer. Uno de ellos, Hans Caspar Souza, natural de Nova Friburgo, Estado de  Río de Janeiro (BR), dijo haber encontrado, por casualidad, una fuente de expendio en un barrio de Dar es Salaam. Sin omitir que ese cronista, salió de su casa familiar una mañana de julio de 1975 a comprar un alargue para su ventilador y hasta la fecha no ha regresado, por lo que la totalidad de su familia lo trata de perdido, de embustero y de loco, pasamos a transcribir la descripción que el carioca nos brinda: “No es un helado empalagoso, pero suele arquearse en las proximidades de la lengua para emitir un sonido apagado antes de dejarse caer blandamente por el esófago. La sensación de estática nos llega con el sencillo expediente de tomar el helado sentado a merced del viento que llega del Índico, no demasiado abrigados”. A falta de pruebas de la existencia real de este postre, muchos occidentales rescatan felinos domésticos y los sientan en la falda para calmarse mientras ven televisión, escriben o estudian para exámenes finales.

Carcajada del diablo: Compuesto por partes iguales de campari, chile habanero y granadina, debe su nombre al barboteo frenético que se apodera del consumidor una vez que se ha zampado un medio kilo. Al parecer tiene su origen en un grupo repostero purépecha rebelde que emigró a principios del siglo XXI hacia la zona del Mediterráneo. Sus integrantes, gente de guindillas tomar, hartos de trabajar como pinches de cocina en los lujosos restaurantes costeros, optaron por dedicarse a las francachelas y las libaciones sin término. Un amanecer, su líder, un tal Pedro García Losa, cuyo nombre secreto era Orhepani Ruiz, tuvo un encuentro pactado por teléfono con un personaje bastante heavy conocido como “El Pezuñas”. No se sabe mucho de ese encuentro, pero Pedro volvió otro y con la receta del helado de marras. Ante la mirada divertida de sus adláteres, se ornó con unas plumas multicolores y unos collares esplendidos que tintineaban al compás del cucharón de madera de palo de rosa mientras batía y mezclaba al ritmo de un merengue electrónico. Su descubrimiento fue rápidamente adoptado primero entre sus seguidores y más tarde por los turistas teutones que pululan por esas playas, quienes ven en el acentuado picor de este helado una excusa inexorable para beber cerveza y orinar en los jardines de los hoteles.

Silencio: este producto mítico está hecho, exclusivamente, a base de pétalos de rosa silvestre que han optado por desprenderse de la flor. Un paciente operario debe captarlos con manos enguantadas de algodón, durante el breve instante que media entre la rosa y el suelo. Para ello, los mejores heladeros del mundo, suelen contratar a monjes que ya vienen con la posición adecuada: en flor de loto, con las manos en actitud mendicante. El procedimiento, nada sencillo por cierto, consiste en acarrear al meditabundo en una parihuela hasta el lugar de recolección, evitando las espinas que estos vegetales suelen vestir. Un monje entrenado, puede cosechar incluso con los ojos cerrados en plena kundalini. Dado lo estoico de estos seres y de lo somero de sus necesidades terrenas, se los puede tener toda una temporada a la media sombra de los escaramujos, sin necesidad de alimentarles, ni cambiarles el agua: el rocío matinal y unos pocos pulgones de los que abundan en los matorrales, bastan para mantenerlos con vida. Es de rigor elegir lugares poco borrascosos, más bien alejados de las cumbres, para evitar que los soplos excesivos malogren a la colecta y a los colectores. Durante una buena jornada de cogida se pueden llegar a juntar hasta 69 pétalos frescos. Es decir, que durante la época de floración, marzo o noviembre en el hemisferio sur, se podrá colectar suficiente materia prima como para conquistar con una ofrenda única, el corazón de la más reluctante de las doncellas. El sabor de este manjar es menor que su aroma y menor aún que su color. Debido a ello, en su digestión se dan tres fenómenos sucesivos: en primer término se colorean las mejillas, en segundo lugar se perfuma el hálito y, por último, el garguero se cubre de exquisitos estampados búlgaros, en silenciosa aquiescencia con los deseos del cortejante. Se reporta que existen en la actualidad una media docena de matrimonios exitosos concertados a través de este método. Los celestinos azeríes, que se encuentran entre los principales difusores comerciales de este helado, esgrimen una problemática (común a todos los filtros de amor, por lo demás) hasta la fecha irresoluble aún para los más sofisticados modelos matemáticos: si de manera sincrónica, un par de cortejantes ofrendan dos análogas cantidades del influjo amoroso a la misma deidad femenina o masculina pretendida, el resultado podría ser una especie de bifurcación del sentimiento. Al no contar con una medida estadísticamente concluyente sobre la intensidad emocional derivada de ese acto, un pretendido éxito no sería más que la conquista de la mitad un corazón partido. La otra parte, tal vez, podría ser propiedad emocional de un sujeto repugnante, incluso un adversario político de corte ultraderechista. Sin embargo, para llevar tranquilidad a los inversores, se puede argumentar que es imposible encontrar una balanza de heladería que pueda otorgar porciones exactas y que el cacho de postre más grande gravitará a favor de su afortunado portador. Esta suposición ha llevado a un incremento en las ventas y una consecuente sobreexplotación de los monjes piscadores, por parte de inescrupulosos heladeros que, procurado seducir a los seductores (con las porciones más grandes para los que las pueden pagar), han terminado devaluando la calidad ética del helado

Fueguia: Era montado sobre un único ingrediente: leche ordeñada por los ya extintos onas o selk’nam patagónicos. Se dice que la desaparición de esta comunidad, y de su postre insignia, se relaciona con su rotunda negativa a revelar la fuente de suministro del preciado licor. Un centenar de idóneos en la materia congelada han experimentado con leche de ovejas, vacas, yeguas y hasta vizcachas, sin ver sus esfuerzos coronados por el éxito. Aquella sufrida etnia, prefirió su exterminio a acceder a proporcionar los arcanos de su religión y cultura. Conocemos sobre las excelentes propiedades gustativas de ese helado por sus verdugos: las notas póstumas del estanciero José Menéndez Menéndez, y algún material epistolar que su capataz y mano ejecutante, el tenaz Alexander Mc Lennan, envió a su prometida Edith, de Dundee. Según se desprende de los escritos de aquellos aciagos gourmets de la muerte, el helado era de un blanco del color de las ovejas y sabía irresistiblemente a foca y regaliz. Durante las matanzas de nativos, llevadas a cabo con preferencia durante los bochornosos veranos, el patrón, en compañía de su familia e invitados, solían sentarse en las amplias galerías de la casona principal a presenciar las masivas ejecuciones mientras sorbían con delectación grandes cantidades de helado. Se comenta que esta práctica era considerada de mayor estatus que el consumo del mate y el fiveoclocktea. El recio Menendez deja escapar una veta nostálgica en uno de los últimos párrafos del mencionado escrito: “Nada se compara a la sensación de haber saboreado aquél manjar del que aún conservo trazas en mi espíritu. Reconozco que me he dejado llevar por un impulso vengativo al mandar que arrasáramos con esta “chusma incivil y bárbara”, como dice el gran Sarmiento inmortal: He ordenado un sinfín de diligencias para obtener esta receta que sería furor en los establecimientos de toda la Gran Bretaña. Nada he conseguido. Mis más avezados baqueanos han barrido a lo largo y a lo ancho las vastas extensiones de mi propiedad, sin obtener el menor indicio de un ingrediente, de un utensilio de preparación, ni, menos aún, algún local de ventas de esta exquisitez. Hace un par de años, ordené la muerte del chileno Santibañez, que era capaz de predecir una tormenta con un simple vistazo al ojete de su yegua overa, porque presentí que también él me ocultaba algo cuando me contó que había visto como algunos solitarios nativos sospechosos se encubrían en unos pajonales cerca de un mallín y solían volver con algo protegido entre las prendas de guanaco con que se tocan estos naturales. Al indagarle sobre de qué se trataba ese “algo”, se negó a contestar mientras dejaba escapar una sonrisa ladina. Enfurecido por la insolencia y el silencio del trasandino,  impuse a Alexander la necesidad de una solución inmediata. El facón del escocés parecía estar esperando la orden. Las últimas palabras de Cifuentes fueron dichas por una cabeza en franca retirada. Para lograr dilucidar el arcano, en las frías noches de la estepa patagónica, hemos estaqueado a los varones hasta su congelamiento; en presencia de maridos, hemos hecho violentar a sus mujeres e hijas; hemos profanado sus rústicos monumentos y allanado sus rucas. La respuesta siempre ha sido la misma: un pertinaz silencio sólo interrumpido por el viento curvando los coirones. En fin, la vida ha sido generosa conmigo, cuando miro la majada reunida parece que la tierra fuera un mar de lana, soy el rey de la Patagonia y tengo dos países agarrados de las criadillas; mi ambición, como mis tierras, no tiene límites, pero sospecho que he de morir para siempre, como todos los demás. He de morir, sí, sin haber conocido lo que más anhelaba: la fórmula de mi alimento favorito. Malditos onas, que el diablo los lleve”.  Al fallecer el peninsular Menéndez Menéndez, la etnia de los selk’nam había corrido la suerte de los dinosaurios y su recuerdo ya sólo era un fantasma en las páginas de la historia oficial. Los descendientes, entenados y asociados del hacendado, no pudieron resolver el secreto, nunca más pudieron deleitarse con el postre que extasiaba al viejo patrón. Heredaron, eso sí, vastísimas tierras liberadas de sus habitantes originarios y poderes fácticos sobre la Argentina y Chile durante el siglo posterior al deceso. Pero, para un observador avezado, hay en sus miradas una especie de incurable nostalgia y sus bocas rumian en falso ante la ausencia del fluido perdido del ona.

Amalaya: De consumo muy extendido entre las comunidades contraculturales que florecieron en diferentes partes del mundo occidental en la era de Acuario del calendario zoroástrico, este producto tuvo su origen y apogeo en la década de 1960 después de Cristo. Su creador permanece en el anonimato, pero según la leyenda urbana que corría por los campus universitarios del salvaje oeste norteamericano, se trataría de un adolescente californiano (al que apodaremos John Doe) que, luego de una serie de investigaciones previas sobre sus posibilidades psiconaúticas y de autopenetración, dio con la fórmula definitiva casi por accidente: En la mesa de herramientas del garaje de su casa (de un sector residencial de Pomona(Ca)), en ausencia de sus padres, habían quedado una serie de elementos con los que el joven había estado experimentando en los días previos al del hallazgo. La tarde de verano languidecía y sus padres se encontraban fuera de la ciudad por haber viajado a Jefferson City (Mo) a una convención de vendedores de una línea de recipientes plásticos para alimentos (que luego se haría muy famosa por la deformación de su nombre original: Taper). El joven, aún entre las nieblas de las pruebas, supo que estaban por regresar de un momento a otro. En un intento por dejar cierto orden y limpieza en el lugar, mezcló en la licuadora (en proporciones azarosas que aún la ciencia trata de determinar), algunos cartones de lsd con la gráfica de un sol naciente, un par de botones de un cactus visionario mexicano, el peyote, unas ramas secas de salvia divinorum, polvo de semillas de ipomea o morning glory, un puñado de hongos secos del tipo amanita muscaria, los filamentos secados a la sombra de un centenar de bananas y otros ingredientes de exótica procedencia. La pasta obtenida se veía poco apetitosa, así es que se apresuró a agregar leche líquida y miel de abejas italianas que encontró en la heladera. En eso estaba cuando le pareció escuchar el claxon de la rural Pontiac de sus padres. En un intento desesperado por ocultar la mezcla, la colocó en uno de los potes, de la misma marca que había llevado al hogar a una mediana prosperidad, y lo ocultó en el refrigerador. Aquí los relatos divergen y por momentos se contradicen. Algunas fuentes sostienen que, al fin de semana siguiente a la fabricación secreta, en plena canícula, el joven John Doe, asistió a un pequeño recital de los Grateful Death, con el propósito de recaudar algunos fondos para su inminente cursado universitario. Para ello, provisto de una conservadora de telgopor, una gorra y algunos utensilios, se apostó junto a la taquilla. Al parecer, su poco talento para el comercio se demostró ni bien llegó al lugar: lo primero que hizo fue zamparse una cucharada del preparado con el objeto de probar su consistencia. Al poco rato lo pudo la euforia: repartió, de manera gratuita, entre los entusiastas miembros del auditorio cucharadas de helado que iba sacando del taper. Otro relato pretende que el inventor, al momento de la repartija, llevaba tres días caminando a medio metro del piso y que llegó al recital persiguiendo el rastro de una manada de dragones y que fueron estos míticas criaturas las que esparcieron con su hálito, esta vez helado, la pócima mágica entre la heteróclita feligresía y los músicos.  Los resultados de la ingesta también ingresan en el terreno de la leyenda: Jerry García y la banda afinaron esa noche un río celestial al que pudieron acceder los ángeles rockeros, un puñado de fieles, desnudo y extático, que se bañó por primera y única vez en las procelosas aguas de la trascendencia. Por desgracia, a pesar de las indagaciones de este cronista, no hay nadie que pueda dar un testimonio preciso de ese acontecimiento destinado a cambiar las reglas de juego del universo. El propio John Doe, entrevistado a la semana del hecho, sólo podía extraer de su memoria fotos inconexas y privadas. Sin embargo, sí se puede aseverar que en ese evento dio comienzo el viaje iniciático más curioso y extenso que se conoce hasta la fecha. En efecto, según unos archivos confidenciales a los que pude acceder,  la joven Sue O’Hara declaró (cuando estuvo en condiciones, muchos años después), haber salido del recital en compañía de los hermanos Larry y Preston Jones, quienes también se encontraban entre el público afectado, en una combi marca Volskwagen de color yema de huevo, propiedad de los hermanos, y exornada con el símbolo del amor y la paz realizado con su propio lápiz labial. La dicente aseguró que, en un primer momento, la idea era consumir algún tipo de comida rápida, de paso hacia sus respectivos hogares. Parece que Preston, a la sazón el conductor designado, no pudo discernir, entre los millones de caminos que se le abrían ante los ojos, el adecuado para arribar al local previsto. De ese modo, después de conducir toda la noche, parando sólo para observar la miríada de estrellas que poblaban un cielo cada vez más amplio, al amanecer el trío se encontraba a unas 600 millas de sus hogares. Luego de un corto debate realizado con monosílabos o con extensas disquisiciones, decidieron echar a suerte la dirección a seguir. Para ello, con un mapa caminero sustraído, inventaron una especie de juego de la oca que consistía en cerrar los ojos, un turno por vez, señalar con un dedo un punto en la telaraña de caminos y viajar hasta allí. Procedimiento que seguirían, según idearon, hasta que los recursos monetarios aguantaran. Se desconoce la fuente de donde obtuvieron sustento, pero lo cierto es que durante las últimas 5 décadas, en más de un millar de lugares del planeta hay gente que ha avistado la combi de los hermanos  Jones, recorriendo como una nave insomne la cáscara del planeta. La tal Sue, se despidió del trío recién en 1973, enredada en un tumulto de groupies de Dylan, y rehízo su vida. Según se dice, en la actualidad los hermanos son un par de amables ancianos que leen la suerte en las encrucijadas. Sus ropas se han convertido en harapos y sus ojos brillan en la noche. Quienes se han cruzado con estos dos extraños seres, sostienen que cuentan con el don de vivir simultáneamente en los varios estados del tiempo, en el antes, en el durante, en el futuro y en el nunca. 

(continuará???)

1 comentario:

Unknown dijo...

Los emperadores romanos, los disfrutaban, hechos con nieve. Más acá los maestros fueron los tanos.