martes, 24 de mayo de 2022

Qué hacer en New York (con poco dinero)

 

“...porque el gran inconveniente que tenemos

quienes sabemos ver

todos los aspectos de todas las cosas

es que sabemos ver

todos los aspectos de todas las cosas..” 

Sergi Puertas.

La cita es soberbia y un ejercicio de soberbia. No aspiro a tanto, sólo trato de que el ver sea algo más que el mirar. Hace días que escribo sobre New York y, ante la desmesura de la empresa, todo esfuerzo es conveniente. Por ello, hace días, como decía, escribo sobre el viaje, pero en la cabeza. Hoy, por fin, me digo: sentate (hay días en que mi voluntad también parece desmesurada). Y me siento ante la máquina y empiezo a buscar etnias centroamericanas, de ahí paso a recorrer un catálogo de libros que me mandan por internet (hay autores y libros que, además, deben ser investigados según críticas confiables. Otro rato en eso), pienso en que debo cocinar y en que afuera está destemplado. Y aquí vamos, viendo como se me pasa el tiempo y las palabras vuelan y las voy atrapando como puedo. 

Fuimos un par de semanas a New York. Invitados, con viaje y hospedaje incluído. Una familia tipo. Un  jubilado en ejercicio, una docente, un adolescente y una niña. Tipo comando, con demasiado equipaje que se declaró poco asertivo ante lo inestable del tiempo y las situaciones, una riñonera de precario inglés y un puñadito de dólares, en una misión de reconocimiento de la capital del mundo así como está, con mirada de niños y mirada de viejos. Porque desde NY, con ojos atentos, foráneos y hambrientos, se pueden ver las líneas que dimanan hacia el resto del planeta y viceversa. Claro que toda mirada es parcial, y la mía es miope para lo que todos ven y de águila para los detalles nimios que completan el rompecabezas. Como la de todos, supongo, está entrenada para ver sólo lo que puedo procesar. Ver la abundancia y el despilfarro, por ejemplo, para mí, es una manera de entender lo que nos falta al resto. Una mirada obsesiva, de conjunto, con destellos de realidad que me siguen resonando a 9 mil km de distancia, ya de regreso. Decido, entonces, no contar una parte del viaje, la que tiene que ver con las ceremonias y festejos para los que fuimos invitados, los encuentros y desencuentros con mis otros familiares, las cosas que todavía estoy procesando. Ante lo inabarcable de la realidad neoyorquina, sólo cuento mi realidad acotada, como dije, miope, sesgada, obsesiva. 

Paramos algunos días en un hotel políticamente correcto, en 87th Street, a metros de Broadway Av., Manhattan. La primavera no terminaba de quitarse de encima al invierno del norte, por lo que se alternaron días cálidos con otros en que el viento helado del Hudson nos calaba los huesos. Fuimos, como el tiempo, volubles en nuestras sensaciones: pasamos de la felicidad al desaliento y viceversa en cuestión de horas, a veces de minutos. 

Somos argentinos, lo sabemos, porque en esta familia, aún viviendo separados del resto de nuestros compatriotas, casi aislados en una finca en el medio del desierto mendocino, portamos el cielo celeste y blanco que mezcla la tristeza con el gozo. Una mochila con Gilda confesando no me arrepiento de este amor para que nos bailen los pies y lejana patria mía dando el tono inigualado por el otro morocho de labios pintados (Gardel y Gilda, tan muertos trágicos los dos, tan jóvenes y tan viejos, mucho más que cualquier rolling stone).  Somos argentinos, venimos de un país de gente enojada, de bocas abiertas y dientes apretados. Un país en guerra de baja intensidad consigo mismo. La baja intensidad se manifiesta en un resentimiento al que trato de bloquear para que no me coma las entrañas, un ruido de fondo, una mala música en la casa del vecino o una plaga incesante que pasa inadvertida. 

A propósito: una primera catarsis vindicatoria que empieza acá y termina allá. Tal vez pueda explicarla así, con una disgresión o antecedente local: como una plaga, en otoño, en la casa de la finca, aparecen las chinches hediondas, verdes o pedorras. Se dice que cuando empiezan los fríos buscan refugio en el calor de las viviendas. Siempre que destendemos la ropa lavada, debemos fijarnos que no haya algunas entre los pliegues. De igual modo, se las arreglan para entrar. Por la noche, antes de dormir, se suele escuchar el zumbido pesado de alguna que consiguió colarse y choca, torpe, con los muebles o la lámpara. Uno tiene que salir de la cama caliente para buscar a la intrusa y expulsarla.

A 9 mil kilómetros de distancia de nuestra casa, una noche, entre sueños y vigilias, me pareció escuchar el zumbido. Nueva York es una ciudad intestinal que, como dice la canción, nunca duerme: hay taladros, frenadas, ascensores, convenciones secretas de ratas, en el idioma balbuceante de la noche, en la panza de la bestia.  Uno se termina acostumbrando a dormir en morse. Al día siguiente, después de una larga caminata matutina, nos echamos a descansar las piernas  en la cama. Una cama que ocupa casi toda la habitación y nos obliga a guardar las valijas a sus pies. En un ángulo entre las paredes blancas y el techo, vi un movimiento. Me incorporé sobre el colchón para ver mejor: una chinche pedorra había viajado con nosotros como polizona entre nuestras ropas. Un legado del desierto mendocino. La tomé con la mayor de las delicadezas, con cuidado diplomático, y la arrojé al pasillo interno del hotel. Me sentí satisfecho. Tal vez el bicho pudiera iniciar una colonización de la urbe con millones de descendientes zumbando entre los intersticios más secretos de los rascacielos, allí donde se esconden las vergüenzas del imperio. 

Vergüenzas como nosotros, que llevamos el ínfimo orgullo de ser embajadores de los confines del globo, asentando las patas sobre los fastos del templo más rutilante; bárbaros de babas heladas de asombro; criaturas amenazadas por el tráfico en las intersecciones de las calles; contadores de monedas en el despilfarro del mercado. Vergüenzas como tantos otros indios disfrazados que asoman la ñata y dejan los mocos en los cristales desde donde se ve la fiesta. 

El impacto que genera ver a los descendientes de las etnias expulsadas del edén centroamericano por la pobreza y las guerras es enorme. Desde la última vez que estuvimos la comunidad ha crecido, o se ha hecho más visible, o más necesaria para mantener el flujo del mercado de bienes y servicios. Los cuerpos de obra baratos del sistema. Cuerpos económicos, bajos, robustos pero no en exceso, con pelos lacios y renegridos, con costumbres austeras y silenciosas. “Para servirle, Don Carlos”, como me dijo Osmar, el dios del mantenimiento de la caprichosa máquina automática de bebidas calientes del hotel, un joven salvadoreño de 1,60 de estatura, palabra fácil y un tocado estrambótico rematado por una cascada de pelo en la mollera, elevándose sobre su cachola rapada. Aprovechándome de su locuacidad y simpatía, le pregunté si vivía bien allí. “Trabajo duro y se gana bastante, pero la renta es muy alta, 3.000 usd por un apartamento, así que compartimos. Nos vamos arreglando”. Cuánto sería ganar bastante, me pregunto, cómo será el apartamento, me pregunto, con quién compartirá su vida este muchacho tan lejos de su tierra, me pregunto, qué espera de la vida este joven recién salido de la niñez lleno de don de gentes, me pregunto. Pero las palabras quedan rondando en mis pensamientos, inexpresadas. Me quedo mirando su nuca mientras pasa un paño sobre la máquina con ademanes de eficiencia. Las preguntas que no tienen respuesta es mejor no formularlas nunca, me digo, es mejor guardarlas. “Ya está, me dice sonriendo, pruebe si ahora anda”. Y sí, el café ahora sale y llena mi vaso. Le agradezco, mientras él sigue trajinando con los enchastres que han dejado los otros huéspedes en la cafetería. 

En las aceras, en las calles, en los comercios, hay un incesante hormigueo, el parloteo evade las reglas de los idiomas tradicionales para convertirse en simple transacción; un esperanto mercantil. Es como si un viento apocalíptico los hubiera arrinconado en este rincón del planeta. Ya no más dioses grabados en las piedras, ya no más plumas multicolores definiendo las jerarquías ancestrales, ya no la selva, ya no las voces que hablaban con la luna y la lluvia, ya no Tikal, ni Tazumal: New York: la última fase de la colonización. 

Con la pandemia, los miles de restaurantes de Ámsterdam Av., debieron reformular sus espacios y ganaron la calle. Montaron chiringuitos de lujo, calefaccionados y ventilados, para que sus clientes no se sintieran amenazados por el contagio. Allí se pueden sentar con sus perros humanoides a degustar sus pitanzas mex, thai, italian, chinese, sushi, kosher, en presentaciones adaptadas al paladar global. Con las manos o civilizadamente; elegantes o informales; sólos o en pequeñas manadas, los neoyorquinos comen la síncresis de la cocina mundial, en la calle. Entre esos kioscos y la acera se ha preservado un corredor por donde transitan los cadetes ciclistas y las luisas de carga con mercadería. Se puede afirmar que en ese corredor de metro y medio de ancho  se dirime la vida y muerte. Cientos, tal vez miles, o aún más: un enjambre de vertiginosas bicicletas eléctricas, con un zumbido que se parece al silencio, inesperadamente, cortan el aire y, supongo que algún cuerpo cada tanto. Sobre ellas, a muchas millas por hora, hacen equilibrio con dos piernas o una (la moda, parece, es ir parado sólo sobre un pedal, supongo que para bajar más rápido y volver a partir) los hombrecitos venidos de los tristes trópicos. Todos portan correajes, luces, mochilas, cajas; todos se desplazan inmutables, poseídos, hacia sus destinos de cabotaje; ninguno frena o se desvía de su objetivo. Con ojos forasteros se los ve como grandes aves lanzándose en picada horizontal entre los desfiladeros de la posmodernidad. Esas aves que fueron sus dioses. Esos dioses olvidados que ahora renacen como tragedia o como farsa. En la zona, la vida del peatón está regida por las señales de tránsito y la conducción políticamente correcta. Sin embargo, en esos corredores acecha Caronte, que nunca supo de moral, ni de buenas costumbres; más bien, sólo de llevar a algún puerto su mercadería.



Nosotros, mientras, caminamos. El humano se ha hecho de a pie, me consuelo. Los lugares deben caminarse, me digo. Sólo así las miradas, las escuchas y las manos modulan con las ciudades y su gente, razono. Aún fatigados, voy escribiendo, durante un paseo pedestre podemos captar la esencia de los rostros, los gestos, las construcciones, la humedad proveniente de los ríos, el calor condensado en las estaciones de trenes, el viento. El adolescente de nuestro grupo porta un podómetro de muñeca. Ignoro si también mide la temperatura ambiente, la hora o el azúcar en sangre. No soy de confiar en los artilugios de la tecnología: prefiero sentir a presentir. Según sus informes vespertinos, cada día en Nueva York promediamos los 20 mil pasos contantes y sonantes. Considerando que estuvimos 10 días y, además de caminar, bailamos, anduvimos en subterráneos, ferris, taxis, autos, bicicletas, escaleras mecánicas, escaleras fijas y ascensores, (nos abstuvimos de nadar esta vez), restando las pocas horas de sueño, desayuno, almuerzo y cena (que a veces hicimos durante las marchas), restando también nuestra estancia bajo refugio de los elementos de la naturaleza en Massachusetts (lluvia, nieve, sol, frío, el camino de ida y de vuelta), podemos concluir que caminamos un promedio de 15 km. diarios. Dos veces y media lo recomendado por los dietistas. Un total neto de 150 kilómetros a pie. Y en toda esa distancia laberíntica, ay de nosotros, no vi gente enamorada. Me corrijo, no vi gente demostrando amor hacia su pareja. La libido, supongo, está en otro lado. O también supongo que debe ser una actividad que guardan para momentos íntimos, o que han desplazado el amor hacia una despensa donde se atesoran las cuestiones que van camino a la obsolescencia: el placer de la lectura, el asombro ante las artes y los pájaros, los sabores de la comida casera, los celulares viejos, el silencio, el sexo compartido. Por fuera del omnipresente tráfico económico, acecha la soledad, ya no acompañada; radical. La soledad es el precio más oneroso, el producto más difundido y la adquisición de mayores ventas. Los tipos que se han hecho obscenamente ricos en esta época así lo han descubierto y así lo explotan. Se ocupan, más que nada, de mediar las relaciones entre solitarios: están en sus comunicaciones, en sus compras, en su entretenimiento; han sabido cambiar los gestos por palabras, las emociones por emoticones, las experiencias por imágenes. Todo se decodifica a distancia, por lo que se hace vano estar con alguien, olerlo, soportarlo, convencerlo, resolverlo. Hace unos días hablaba (a distancia), con alguien que conoció a mi hermano Ñacuñan. Me decía sobre cuán importante había sido para su vida el conocerlo, cuánto le había ayudado a re conocerse a ella misma. Le dije que a mucha gente, incluyéndome a mí, mi hermano había desvelado (en ambos sentidos), y de cuánto seguía haciéndolo desde su ausencia. Nadie volvió a ser el mismo después de conversar algunas horas con él. Entonces pensé en todas aquellas relaciones proteicas, analógicas, que hemos ido perdiendo, mediando, por comodidad, falta de paciencia o de tiempo (todas formas del miedo). Es, sin duda, una forma de empobrecimiento, un encierro en una cárcel de muros imposibles de escalar: el yo minus, el yo contaminado por el virus de la influencia difusa y omnipresente del mercado, ese otro sin otredad. Allí, en la autoproclamada capital del mundo, hasta la estatua de la Libertad está sóla.  Se yergue, ciega, enarbolando una llamada. Llama, y uno la ve, desde el ferry o desde el borde de Manhattan o incluso desde Brooklyn, pero siempre a una distancia inabarcable, aislada hasta de sí misma. Hasta sus manos están alejadas del sexo, pobre libertad. Como compensación, se reproduce, estéril como un ángel profano, en miles de souvenirs e imágenes. Un destino Mickey Mouse. Una lucrativa replicación de lo estrafalario, eso que se describe, justamente, por su rareza.  

Hablando de eso, con respecto a nuestro anterior viaje, vimos menos gente estrafalaria (ser estrafalario en NY es todo un trabajo, hay mucha competencia y el stock de costumbres bizarras  se va agotando debido a su inmediata propagación y copia). Ser estrafalario allí, incluso cuando su propósito sea la compañía o el reconocimiento, es una forma extrema de la soledad. Esa especie de príncipe bantú  destronado, por ejemplo, caminando por los túneles del metro con cadencia minimalista de blue (con excepción de nosotros, que íbamos en su misma dirección, todo el mundo se afanaba por llegar a la línea de subte que acabábamos de dejar). En su representación de la imponencia no faltaban el bastón, los guantes amarillos de gacela plegados en una mano, el kufi al tono con su capa roja de seda con motivos de ventiladores en blanco y negro, el traje suntuoso, el paso del meditante en un universo en caída libre. Pienso que nosotros, tan choyanos, fuimos, entre los miles con que se cruzó ese día, los únicos admirados. Me sigo preguntando cómo es su intimidad, sus actividades diarias, en su departamento de hombre solo, en su palacio personal. 

Dicen que en esta ciudad se inician los movimientos destinados a cambiar las reglas del mundo, pero es una más de tantas exageraciones:

 Por ejemplo, el consumo de marihuana es una costumbre ya arraigada en casi todo el orbe, una actividad recreativa que se ejerce de manera más o menos pública, más o menos legal. Hasta hace unos años, de acuerdo a algunos de sus promotores era una de las maneras más lúcidas de parar el mecanismo y observar de qué iba la cosa, reírse en este valle de lágrimas y de perder un tiempo que ya de inicio está perdido. Sus consumidores se sienten parte de una marea verde, ecológica, mansa, sociable, mientras le agregan una ese intermedia a la palabra cómica. Los políticos y la policía parecen estar entendiendo que ya es hora de frenar la persecución de ese colectivo. Sin embargo, en NY la cosa va más allá. El consumo de la marihuana no sólo es permitido (cosa que se aprecia en la vaharada que cubre las veredas), sino que es, literalmente, promocionado. Tirado en la cama del hotel, solía poner la tele. Haciendo zapping, vi anuncios sobre cómo consumirla y, entre otras recomendaciones, qué cosas evitar (por ejemplo, el hecho de estar en público y que alguien se sintiera ofendido por el olor). Después, seguía el resto de la programación con noticias del tipo “Ucrania nos necesita” (ya no más stop war, ni peace & love), y otras manijas publicitarias. Con la sorpresa todavía en mis ojos, me armé un cigarrillo de tabaco y me fui a fumarlo a la esquina (en NY no se puede fumar en casi ningún lado, incluyendo el Central Park. Las multas son astronómicas). Mientras fumaba, sentí la mirada reprobatoria y el gesto evitativo de muchos de los que pasaban: cómo si fuera un caso perdido, un junkie. No fumo tanto, tal vez 6 cigarrillos por día. Me siento sano, aunque, tal vez, un poco culposo por ese vicio que en algo debe ayudarme y en algo, de acuerdo a una profusa estadística, debe de perjudicarme. Volví al hotel con la pregunta que aún me ronda: marihuana sí, tabaco no?


Otro ejemplo, para seguir con lo que venía. El mundo va transformándose de manera constante en una frecuencia que cada vez nos cuesta más descifrar. La red de causas y efectos es, literalmente, ilegible. Sólo nos es dado aventurar hipótesis siguiendo algunas líneas de tendencia. Entre todas las que se me han ocurrido, hay una a la que le pongo fichas: una apuesta fácil, dado que de acertar con el pronóstico, ya no estaré entre los vivos. Lo escribo con la pobre ilusión de que quede registrado sin esperar, siquiera, la lectura de los futuros constatadores: Al paso  que se viene dando en la evolución del trato con las mascotas, en un plazo indeterminado de tiempo los perros llevarán de su traílla a sus humanos de compañía. En NY ya se ve de manera ostensible como los canes van perdiendo sus costumbres y características intrínsecas: ladrar, morder, comer alimentos en desuso con ricas adherencias minerales por efecto de la ingesta sobre la tierra misma, fornicar por libre en su babel de razas, olfatear los peligros y las señales emanadas por sus semejantes o desemejantes en mensajes sólidos o líquidos, ser portadores de una miríada de polizones en sus pelajes, realizar módicas excavaciones, etc. De manera inversa, se pueden ver a muchos humanos iniciándose en el idioma de los lobos, compartiendo sus espacios preferenciales y sus empaques, gastando fortunas en balanceados, lociones, insecticidas, profesionales sanitarios, joyas, juguetes, abrigos y citas.  Ver perros sentados en sillas de restaurantes junto a sus “amos” ante un plato, o verlos patinar sobre los pavimentos mojados por culpa de unos absurdos calzados de cuero, o con diademas con su nombre, dan sustento a mi hipótesis. Que esas visiones se den en simultáneo con la estolidez de los rostros de sus benefactores, o de un homeless desafiando el frío de una vereda tapado con una manta, o las montañas de basura que se acumulan el día de recolección (en prolijas bolsas, eso sí), son activos intangibles a favor de la distopía del imperio de las bestias. Porque ya que de bestias y de basura hablo, debo mencionar el ejército de ratas que se mueven cada vez con más desenfado entre los portales, los autos estacionados y las entrañas palpitantes de la ciudad. Unas ratas que han alcanzado a sus ya inútiles depredadores naturales, los gatos, en tamaño y en fiereza. Suelen verse los felinos adormilados, en las ventanas, con miradas zen de observadores privilegiados de una invasión que ya escapó de sus garras, derrotados de antemano, cómodos, olímpicos. Perros y ratas están haciendo su revolución genética, en el mismo momento en que los humanos están distraídos con sus pantallas, con un gato sagrado en sus faldas. Hace unos años leí que con lo que se gastaba en mascotas en el primer mundo alcanzaba para terminar no sé cuantas veces con el hambre humano en todo el resto del planeta. O el analfabetismo. O la falta de agua. O la falta de alma.

Por eso, de nuevo una disgresión que es un adelanto en los días y una vuelta a nuestro lugar: heme aquí con una propuesta. Es mayo, hay luna llena y ya empezaron las heladas que preanuncian el invierno. Mis perros y mis gatos han dormido  bajo la helada en algún refugio que ellos mismos han elegido y acaban de comer en sus cazuelas abolladas. Ahora se irán a echar sobre el pasto o sobre una parecita esperando que el sol les ayude con la digestión y el entresueño. Conservan su fiereza irreductible, son la reserva moral de los animales domésticos del mundo: mean y cagan por ahí, ladran al aire ante ruidos y movimientos que yo no alcanzo a descubrir, se persiguen en círculos, en cuadrados o en triángulos, obtusos y angélicos, aúllan, como si hicieran un túnel en el tiempo, a esta luna. Huelen y olfatean. No entraron aún en la variante evolutiva de las mascotas del primer mundo. Y no sólo mis perros. Todos los perros del Sur silvestre. Hace unos años, trabajé en una barriada pobre de San Rafael. Una iniciativa de urbanización para asentamientos inestables emanada desde alguna oficina del Banco Mundial en Washington DC, una aspirina para el cáncer, o algo así. Cada vez que teníamos que inspeccionar alguna obra o conversar sobre sus avances con los vecinos, jaurías desparejas nos acechaban (y a veces nos echaban de sus dominios). Algún experto mencionó que había un promedio de 5 canes por vivienda, sin contar los abandonados. La masa crítica de algún dios para paganos, una política de reproducción que se escapa de cualquier lógica política. Hasta hace unos años, las autoridades municipales realizaban un drástico control sobre su superpoblación: perro que andaba suelto era atrapado, puesto en depósito por un par de días y, si nadie reclamaba por él, asesinado con métodos que no han trascendido, pero que nosotros, en nuestra niñez, imaginábamos relacionados con el gas o con la horca. Los tiempos han cambiado en cuanto a los métodos de control: ahora no hay ninguno. Y los perros llegan hasta ese horizonte de perros que hablaba García Lorca. Las viejas amas de casa, tan pobres como sus mascotas, que comen las sobras de la civilización como sus mascotas comen las de ellas mismas, buscan en los rincones puloveres viejos y madejitas de lana en desuso y les tejen a sus favoritos ponchitos para enfrentar el invierno, o les adaptan las ropas que a sus nietos ya no les entran ni para andar de entrecasa. Los chocos preferidos, pasean con aire de incomodidad ante el público, ensayan movimientos inusuales para poder desaguar o quitarse las garrapatas, aguantan las befas de los otros perros. Lo he visto con estos ojos. Y como lo he visto, imagino que un gobierno decente podría proponer una atrevida y eficaz cancelación de la deuda externa a través de la exportación de los canes excedentes y abrigos artesanales para perros. Con tal medida, tal vez, se ahorraría también en atenciones de urgencia por mordidas en las guardias de los hospitales y en higiene pública por la reducción de detritus en las calles y veredas. Por otro lado, el programa redundaría en un aliviador  desvío de atención por parte de los gringos, preocupados, entonces, en preparar a los nuevos contingentes de mascotas hacia el cambio evolutivo mencionado, y descuidar, de una vez por todas, la vida de los sufridos habitantes de estas latitudes. Probablemente, como contrapartida, perdamos algo de paisaje, ganemos algo de melancolía y debamos realizar una ajustada selección de nuestra compañía. Pero creo que podríamos pasar el mal trago sin mayores inconvenientes.

Basta ya. Es probable que nunca pueda volver a NY,  uno de los experimentos más maravillosos que ha emprendido el ser humano. Siempre cuesta resignarse a la privación del asombro. Empiezo a resignarme a ello como a llevar sobre mis espaldas mis seis décadas ganadas y perdidas. La muerte, a esta edad, ya no se descarta; la conciencia del tiempo es esta clepsidra que mengua con vértigo su contenido. Resignarse, es para mí, conciencia y acto de transformación de lo cotidiano en precioso. Cada día en que me pongo de pie, acaricio, mimo, me ofrezco a la maravilla de ser con mi compañera, con el hijo que me trajo, con la hija que nos lleva. Me expongo a la vida con la esperanza de que ellos respiren y prosperen en esta burbuja luminosa que hemos creado, y sigan intentando la felicidad cuando yo falte. Soy pobre, mi herencia material será exigua: unas cuadras de tierra, un par de casas pequeñas, algunos árboles. Lo que hemos vivido juntos serán sus herramientas de valía. Cuando en el futuro vuelvan a NY (porque seguro que volverán, espero que entonces con sus propios medios), se reencontrarán con un lugar donde fuimos felices.



Es hora de aclarar que volamos, nos hospedamos y volvimos gracias a una invitación de mi hermano: él sufragó esos gastos que para nosotros son inalcanzables. Allí, en NY vive esa parte escindida de mí, esa rama de mi árbol familiar. A fuerza de distancia y años, mi hermano es tan consabido e incógnito como mi propio inconsciente. Allí, bajo otra luna, urde su nido de amor, celebra sus fiestas, sus ritos iniciáticos, sus trabajos, sus días, sus costumbres y sus obsesiones, en una modulación que nunca llegaré a comprender del todo. Tal vez porque uno se va convirtiendo en el lugar que habita, ahora es un extranjero que lleva consigo un país imposible, que se aleja hacia su pasado. Más allá de la mirada sesgada que ha presidido este escrito, le agradezco haber podido sospechar NY, una ciudad infinita que talla el aire con esplendor y  miserias; con música; con arte fuera y dentro de los museos; con una arquitectura desmesurada; con una cultura pastiche que le es propia; un tintineo de monedas de oro formando una pila que busca llegar al cielo.

Hay también un agradecimiento anónimo: una viejecita encantadora, una abuelita con el empaque de una contadora de cuentos a sus nietos, en la boca del subte mientras buscábamos en el plano cómo llegar al zoológico del Bronx, nos preguntó si necesitábamos ayuda. Estuvo un rato conteniendo su inglés para ser más clara, mirándonos a los ojos con sus ojos brillantes y amistosos. Al final resultó que no sabía qué combinación debíamos hacer y se disculpó con enorme dulzura. Al despedirla, dije algo que nunca había dicho con anterioridad; supe que si para mi eran palabras sin importancia, mi gesto, como el de ella cinco minutos antes, al detenerse a intentar ayudarnos, no ponía el centro en el yo, sino en la necesidad del otro. A ella le importaría. Le tomé la mano y de mi boca salió: god bless you. No sé si será creyente, no sé si creyó que yo lo era, pero en todo caso, es seguro que entendió que comparto con ella la esperanza en un mundo más amable para todos.

Definitivamente no tengo el inconveniente de saber ver todas las cosas. No tengo problemas con eso. Sé que mi mirada es miope, parcial y sesgada con esta ciudad que nunca llegué a conocer más que de a pie, en familia y casi sin dinero.

4 comentarios:

Jani dijo...

Tan hermoso tu relato, tan simple y profundo...que quedó guardado en mí!! Seguro que me está ayudando a ver "todos los aspectos de las cosas" . Graciasss!!!

gustavoalejandrorada dijo...

El que no tengas inconveniente de saber ver, hace que puedas describir con maestría las cosas que has visto. Me has llevado a pasear por NY. Muchas gracias Poli.

Anónimo dijo...

Muy lindo Poli, intenso y ecléctico como una esquina de NY y a la vez tan cercano y familiar. Un abrazo hermano.

Anónimo dijo...

Conmovedor relato. Un recorrido en Moebius, íntimo y éxtimo.