viernes, 9 de octubre de 2009

Siete veces oro


Uno, escéptico a medias, iluminado por partes, deriva por el azar. Uno, por eso, le escapa a los juegos, pero espera todo de ellos. Todavía hoy trato de armar jardines y huertas para tener un mundo a escala donde jugar mi baza. Pierdo todos los días la partida contra el caos; y todos los días renazco, enjaezado para la tarea. Ni siquiera sé por cual orden mi costumbre aboga y mi persona añora. O tal vez, sí: una mesa donde las hormigas, los prójimos predadores, las malezas, las mujeres falaces, las heladas tardías y las muertes tempranas no jueguen sus cartas arteras. Una suerte de geometría creada con lo que mis manos encuentran en el gran reparto. Padre de la estrella y de la chambonada, demiurgo de la serie humana. Uno más.
Rara vez juego a los naipes porque se puede perder sin esplendor. Los he dejado en un lugar que ya no tengo. En alguna tarde con lluvia en los mimbres, junto a amigos que ya no veo.
Hace unos días, caminando por una calle que nadie frecuenta, entre hojas secas y plásticos abandonados, me encontré un siete de oros, mi carta. Despojado del lustre y el valor que adquiere en la escoba, el siete de velo, en el truco juega como yo. Puede ser derrotado por algunas prepotentes espadas o por el basto. Con la cantidad mágica de rodelas de oro, se juega dudando, atento a la postura de los otros; la segunda baza se gana con lo justo, pero con garbo.
Ante la varia fortuna de los días esgrimo con osadía mi precaria gala. He perdido muchas manos, pero ya he descubierto que no se trata de ganar, que nadie gana. Sólo nos queda el arte de jugar con nuestras propias cartas. Esa forma, ese aire, esa apuesta.

2 comentarios:

Liliana Sáez dijo...

Qué difícil comentar algo inteligente después de leer esto tan hermoso.
Besote.

Unknown dijo...

peyotero