viernes, 12 de marzo de 2010

El asilo


Hay un cartel y dos largas hileras de eucaliptos.
El edificio es amarillo, viejo, descuidado. No se veía a nadie en la verja de entrada. Los pastos están demasiado altos y sólo las escasas lluvias riegan el laurel y la adelfa del jardín delantero.
Al entrar al zaguán, el olor a alcanfor y a encierro me dio de lleno. Me llevé un pañuelo a la nariz. Busqué un timbre o una campanilla. En vano. Golpeé con mis nudillos en la puerta de roble y esperé. Decidí empujarla. Cedió crujiendo. Adentro sólo se escuchaba la ubicua gota de una canilla cayendo sobre una jofaina o algo así. Las paredes rezumaban humedad. No tenía claro lo que buscaba, ni había carteles indicadores, así es que elegí una dirección al azar. Mis zapatos de goma chirriaron sobre las baldosas en damero. Entré al pabellón que se abría a la izquierda del pasillo central. Diez o doce camas se alineaban a ambos lados. Por las ventanas entraba una luz difusa que desmentía la siesta de afuera. Algunos internos dormían, otros estaban sentados en el borde de la cama. Los fui reconociendo como quien recorre por segunda vez un sueño, tan íntimos y lejanos.
Con un mechón de pelo sobre la cara, fofo y pálido, el niño que perdió un ojo por no sacar la cuchara de la taza de té con leche, me miraba. En su mesita de luz estaban los utensilios de su pérdida. Sólo mis pasos se oían en todo el universo. Y la gota cayendo.
En la cama de al lado, ojeroso y con la vista perdida, estaba el adolescente que se quedó sin semen de tanto pajearse. Alguien le había atado unos cascabeles en las muñecas. Tal vez su madre.
Enfrente, en una silla de ruedas, había otro adolescente. Pude distinguir que era el niño que, por jugar, no guardaba reposo cuando tenía anginas, y la fiebre reumática, producto del pus que bajaba de su garganta, había corroído sus huesos. En un ángulo oscuro, mas allá, se trataba de comunicar el penoso muchachito que se llevo la bolsa de plástico a la cabeza y se asfixió. No se le entendía nada.
Debajo de un lecho había unos recipientes. Era la del niño que se meaba en la cama por jugar con fuego. Miraba el techo con ojos en los que todavía brillaban las llamas y, cada tanto, soltaba un chorrito, que se filtraba tímidamente a través del colchón. Clink.
Una niña de largos bucles rubios ojeaba en silencio un libro de cuentos. Al pasar frente a su cama, intentó mirarme. Pude ver que se le habían juntado los ojos para siempre por jugar a la bizca. Giraba la cabeza como un búho, pero era tan hermosa…
Rodeado de libros relucientes, intactos, vi al chico que perdió la vista por leer en penumbras. Todavía se le notaba el hambre de historias.
Me llamó la atención un niño que movía los labios. Esbozó una sonrisa. No tenía dientes. Los había perdido de tanto comer caramelos. Ahora parecía que sólo los chupaba. Tenía una bolsa llena junto a su almohada. En la pechera de su camiseta se amontonaban manchas de colores de miles de dulces, como sicodélicas estalactitas.
Mi presencia no parecía haber alterado las cosas. Todo el mundo continuó con lo que estaba haciendo. Probablemente sabían que estaban condenados a ese encierro por el resto de sus vidas y los extraños, fantasmas de un día. Me sentí un poco culpable por haber llegado a grande sin tantas desgracias.
Estuve por ir al otro pabellón. Desde la puerta, se escuchaban débiles vocecitas llamando a los padres. Me disuadió de la idea la posibilidad de que estuviera atestada por los infantes secuestrados por los varios viejos de la bolsa, el cuco, el malhadado lobizón, los gitanos u otros seres que se ocupan de esas faenas a la hora de la siesta o aprovechando las penumbras en que se desarrolla el juego de la escondida. Soy de carácter frágil para esas cosas.
Me encaminé por el sendero de eucaliptos que llevaba a la salida. Pensando. Era muy extraño que no hubiera cuidadores, que esos niños estuvieran tan solos. Después me dije que la respuesta era natural. Que otra cosa peor les podía pasar?
Llegué a mi auto. La ruta estaba desierta. Volví a mirar el cartel de entrada. Un arco de hierro con un letrero. “Asilo personal de terrores infantiles”.
Puse en marcha el motor y tomé el camino hacia casa. El ingreso a la vejez, el capitalismo que todo contamina, el futuro incierto, dibujaban una fea arruga de preocupación en mi frente. Necesitaba unos mates.

2 comentarios:

Unknown dijo...

parece que: habemus niño en casa...r

Douglas Quail dijo...

genial poli,
nostalgioso y tenebroso.
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