Fragmentos de novela casi terminada:
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(...Terminó su desayuno y se fue a dar las diez vueltas de costumbre a la plaza San Martín. Cuatro quilómetros contra las agujas del reloj para reflexionar y aligerar la ingesta. Entonces se reiniciaba el rito consabido: Por Pellegrini hacia el norte, cada vez que llegaba a Belgrano, esquina de la catedral, miraba el santo edificio alzado con el dinero de los pudientes del pueblo que habían comprado el cielo, y el trabajo de los pobres que se medían el traje de camello para pasar por el ojo de la aguja de la iglesia. Puteaba entre dientes. Según el humor, hacía un corte de mangas invisible. Un San Rafael devoto, confeso, ignorante, pecador, se persignaba. Ni las vírgenes, ni las retiradas, por ese gesto, lograban ahuyentar la mariposa del mal del centro de su pecho. Temían antes, temían después. Caminando una cuadra por Belgrano, llegaba a la esquina de la Municipalidad. En un intento de reforma de la plaza se habían secado varios árboles centenarios. Los cedros y los cipreses muertos se alzaban en muda y majestuosa acusación a la torpeza, a la demora, a la desidia de un grupo de timadores que usaban los fondos públicos con liberalidad. Volvía a putear entre dientes, pero la fauna de fugaces ganadores, eternos pedigüeños y funcionales funcionarios, lo ignoraba: continuaba frotándose las antenas y los cuernos. Le daba vergüenza que alguien lo reconociera, por eso prefería mirar hacia la plaza, a las colegialas de polleras demasiado largas y entendederas cortas que, librando de clases, hacían campaña contra el aborto para conseguir novio, a los novios que no perdían el tiempo en la escuela y a los turistas que se sacaban la foto que moriría en un futuro cercano, dentro de cualquier álbum olvidable. En Comandante Salas tomaba aire, pasaba frente a la Policía Federal y llegaba a la bella arquitectura de un pasado favorito: El Club Español devenido en restorán fifí y pretencioso y, enfrente, lo que fue el Banco Hipotecario, ahora convertido en una torta kitsch con banderas argentinas por el mal gusto de la dueña del dueño del cable televisivo, tergiverso hombre más poderoso de la ciudad y sus alrededores, dinero mediante y sonante. Puteaba mirando los fastos que ocultan la lenta sangría de las buenas y malas gentes que miran televisión mientras el mundo se reinventa. Avanzaba otra cuadra y llegaba a una confitería, filial lejana y abandonada de un monstruo de chocolate. Puteaba despacio. Pedir un simple café ahí era sencillamente el infierno. En hora baja de parroquianos era una tarea que a los mozos les llevaba como mínimo veinticinco minutos. Ante cualquier mirada amistosa del cliente dejaban ver que ese trabajo les quedaba chico y que el gel en el pelo puede corregir una centena de defectos estéticos. Quizás les pagaran poco, seguro que les pagaban poco, pero, ¿por qué no se iban a la mierda? Así continuaba, y las cuadras se gastaban como el agua de la fuente.
Distraído y gordo. Enojado y con imposibles buenas intenciones, porque habían matado a su amigo.
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Pueblo Diamante es el barrio con más atracción turística de San Rafael. Por suerte y por desgracia, muy pocas personas lo saben. Ya se conoce lo que pueden hacer los emprendedores con estas cosas: convertir el color y el alma de un lugar, en una mierda fatua y llena de carteles de alquiler. Un cuarto de siglo atrás un par de fábricas de conservas y algunos secaderos de frutas vivían en su pulmón. En las inmediaciones de los establecimientos, se esparcía un rancherío de adobe, con calles arboladas y parrales que terminaban en huertas. Sus pobladores, obreros de las fábricas o cuentapropistas de escasos haberes, habían pasado del campo al pueblo sin demasiados cambios culturales. Por sus modestas calles se andaba en bicicleta, en las acequias del verano se bañaban los chicos, en sus bares se emborrachaba con caña, vermú o moscato y en los patios de sus casas, la tonada de don Hilario Cuadros le ganaba la pulseada al tango. Un barrio criollo y peronista, en permanente transición hacia el envejecimiento. Allí nacieron y murieron algunos bandidos y boxeadores famosos a los que casi nadie recuerda, untando con un aura de balas y respeto las ruedas, a la sombra, del mate con tortitas; allí la decadencia es una costumbre cotidiana, una estética de vida.
Con los años las fábricas se cerraron, los viejos que recordaban el desierto se murieron y la mente de sus habitantes emigró hacia el centro en motocicletas baratas pagadas a plazos. Las calles, ahora, son un desastre, suena por todos lados una afrenta nacional a la cumbia, las casas de adobe se cubrieron de un maquillaje que roen las hormigas y los bandidos de cabotaje infestan el vecindario.
Sin embargo, el nuevo siglo no ha logrado desprenderse del aire típico de un barrio proletario del sur de Mendoza. Entre la nube de pequeños comercios y frentes de granito, persisten los parrales, la siesta y los perros echados.
Los viajeros avisados pueden ver como las vecinas barren los despojos del viejo caserío, unos días antes que los degluta el mundo global.
Para sus habitantes la policía es parte del paisaje. Con una suerte de atenta despreocupación espían sus evoluciones detrás de las ventanas. A los policías, eso, mucho no les importa. Esa mañana, continúan sentados a sus anchas en el auto, tomando gaseosas económicas, con los oídos inmunes al radio patrulla que escupe variables voces eléctricas con informes menores. Hacen chistes gruesos y digitan interminablemente el celular. Todo se ve tranquilo. Los ladrones y los dilers de droga duermen los excesos de la noche. La gente juiciosa trabaja. (...)
1 comentario:
Muy bueno esto, ojalá verlo terminado. Interesante su blog, compañero, le mando un saludo!
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