martes, 6 de marzo de 2012

El aguaite




En 1.970 nació mi hermano menor. A los pocos días mi padre fue al registro civil a ponerle por nombre Goico Catriel, nosotros pensábamos que por cuestiones de extravagancia. Por las mismas razones que a mi hermano mayor llamó Ñacuñan Lautaro Fernando o a mí Carlos Atahualpa, al no permitírsele Caupolican. Pero no era así. Volvió a casa contrariado. Tuvo que inscribir a mi hermano con otros nombres. Bajo los gobiernos militares, especialmente, los nombres indígenas, como los mismos indígenas, debían desaparecer de los registros oficiales. Goico se llamó el cacique puelche bisabuelo de mi padre. A mediados del siglo XIX fue el amo bárbaro de estas tierras y de estos cielos. Nunca fue bautizado, ni inscripto en registro civil.

Carlos Décimo Sáez, mi padre, compró la finca de Cuadro Benegas a fines de la década del ’70. Tal vez sabía lo que yo sé ahora y nunca lo pudo decir. Tal vez sólo lo intuía. Tal vez son imaginaciones mías.

Había estado evaluando otras opciones inmobiliarias por esos días. Fuimos a ver una propiedad de una hectárea con dos casas entre pinos en la calle Los Sauces, a tres kilómetros del centro del pueblo. Las casas y el lugar eran hermosos, pero mi madre lo terminó convenciendo que allí iba a terminar siendo presa fácil de la soldadesca que asolaba las calles del país. Nosotros, argumentó, lo que necesitabamos, era vivir tranquilos. Tenía razón, la vieja, pero por otras razones: ahora a la zona se la disputan los inversores que quieren timar a los turistas y los terrenos se subdividen en porciones cada vez más pequeñas donde se instalan cabañas, piletas y canchas de futbol para cuatro jugadores.
Un día mi viejo llegó, pues, con la noticia de que había comprado una finca en Cuadro Benegas. Traía una media sonrisa que, en su caso, siempre era una expresión plena de felicidad.
La primera razón que dio para haber elegido el lugar, la única, por otro lado expresada como una unidad de sentido, aunque después con las horas y los días la fue completando con sus frases inconclusas y sus miradas aprobatorias, fue: “Me convenció cuando me dijo que él dormía arrullado por ocho músicos”. Los ocho músicos no son otros que unos álamos italianos que se alinean en una acequia a unos pasos de la ventana del dormitorio principal y se esmeran con los vientos del desierto al caer la tarde.
La finca de Cuadro Benegas, tal como nos la entregó el señor Pagano, un amable embustero al que le parían las cerdas dentro de los zapallos y pasaba días sin hallarlas y que criaba culebras en el interior de la casa, eran alrededor de nueve hectáreas de trazado y superficie irregulares, con cultivos de nogales, viñedos y alfalfares mechados por puro monte espinoso de la zona.
Ese fue el encanto segundo para mi padre. Ver que entre los olivos crecían los chañares; que donde medraban los alpatacos, pedían agua los membrillos y que a unos metros de los damascos, podíamos cortar jarilla para el asado. El terreno, todavía, tiene altos y bajos; ripios en los altos y gredas en los bajos. No es una finca, es un lugar donde uno se viene a vivir o a morir. Pero eso no lo sabíamos entonces. Entonces sólo sabíamos que por acá había pasado el río Diamante hace unos pocos siglos, que a una hora de a caballo se llega a la Cuesta de Los Terneros y que en dos, río arriba, está la Villa 25 de Mayo. Que en los días claros, que son casi todos los días en este lugar de aire transparente, desde aquí se puede ignorar o dominar una visión del mundo.

Muertas a tablazos las serpientes, construida la chimenea, la familia empezó a pasar cada vez más tiempo en la vieja casa de adobe, haciendo huertas, cocinando pan en el horno, carneando chanchos, tumbándonos a leer bajo los árboles centenarios, llenando las habitaciones de nueces y de jamones, bebiendo vino en la galería con los amigos y los parientes.
Recordando esos días, hago un alto. A veces venía en el colectivo de los sábados a la mañana, el tío Tago. Para nosotros era como si nos visitara Diógenes, Dionisios y Groucho Marx, todo en uno. Una fiesta particular para el alma. Traía por todo equipaje unas alpargatas envueltas en diario y un cartón de Fontanares. Mi padre, esos fines de semana, ponía en el baúl del auto una damajuana extra de vino. Mi tío, después de haberse mudado el calzado, se sentaba circunspecto, olímpico y cálido, a la punta de la larga mesa, se cruzaba de piernas, se llenaba el vaso y comenzaba a fumar y a beber con la zurda. No era cuestión de andarle encima. La relación consistía en breves acercamientos. De su cuerpo de pequeña esfinge, por entre el humo y la espesa niebla del vino, he escuchado el humor más serio, la sabiduría más triste, el amor más desesperado.
Mi tío, probablemente también supiera lo que yo sé ahora, por eso siempre daba la espalda al poniente, guardaba silencio y sus ojos fingían mirar la nada. Tal vez, con mi padre, tuvieran pactado el silencio.

El caso es que los años se vinieron como un aluvión de los tantos que cambian las geografías familiares. Nos casamos, nos nacimos, nos fuimos, nos morimos, nos separamos, nos volvimos a juntar, nos volvimos a morir, nos volvimos a nacer. Me fui, hasta de mí, y finalmente, volví. Mientras, la finca, fue mutando. Primero arrancamos los viñedos; más tarde se secaron los potreros; después murieron los nogales. Se abrieron socavones hacia el sustrato calizo que se bebieron las pocas sierpes de agua que llegaban. De las nueve hectáreas originales conservamos hoy “civilizadas”, algunas líneas de olivos y damascos, las dos centenas de árboles centenarios que circundan las casas y el espacio donde persiste el sueño. Por el resto, sostenemos un pulso desigual con el desierto.
Me pregunto que me ata a este lugar. La pregunta no es de ahora. Las respuestas van variando. Es tan larga la enunciación, tan arbitrario el recorte que, por fuerza, tengo que adoptar un estilo casi poético: Aquí fui y soy feliz; concebí a mis dos hijos (me doy cuenta que en el mismo lugar, frente a la misma ventana, la que da al oeste); descubrí a Borges, a Faulkner, a Chandler, a Bolaño; comí asado con Saccomanno (hablando de Arlt y del poder reivindicatorio de las mujeres locas), y con mis mejores amigos fui epicúreo y estoico; escuché a Charlie Parker junto al Héctor Cuestas mientras hablábamos de la vida de las abejas; pasé las últimas horas con mi madre; estuve desolado y muriéndome de risa; me vi loco y me vi cuerdo; vi trabajar a mi padre junto a los abejorros con una damajuana de vino a la sombra de su huerta; vi a mi hermano arrostrar una tormenta de a caballo; he encendido los mejores fuegos y visto las más lucidas estrellas; los eché a todos y a todos les di la bienvenida; me enamoré por última y por primera vez de mi mujer. Aquí nace la mañana y la luna como si alguien nos las regalara; aquí las estaciones son el mismo camino. Aquí me sigo criando. Pero, ¿por qué continuo aquí? La pregunta persiste, la pregunta me constituye. Lo que sigue no es un sueño, ni es una visión, es puro intento literario, por lo tanto tampoco es historia, es una estocada en lo oscuro. Es una respuesta provisional que acomoda y desajusta por un momento mis cosas.

Por esos andurriales, la indiada viene de gala. El cacique y su cortejo van a acordar la paz definitiva y el traspaso legal de algunas tierras. Hace rato que por estos desiertos el huinca anda ofreciendo dádivas y comprando voluntades. Muchos jefes ya han depuesto los ímpetus guerreros de sus antepasados, ya han adoptado la religión y algunas costumbres de los de afuera. No queda otra, parece. El sol arrecia en las estribaciones del cerro de la Guardia. En un rato la caballada apagará la sed y los hombres llenarán los chifles de cuerno en las aguas del río que ruge en las cercanías. La yegua de Goico se manca en una tunduquera. El jefe maldice. Ordena el alto. Descansa bajo un espinillo. No está cómodo con las ropas de cristiano. Busca un lugar donde aliviar las exigencias de la próstata. Se demora en el trámite. Achina los ojos cubiertos por una nube azulina. Mira hacia la cuesta y después hacia el poniente, donde lo aguarda la guarnición del Fuerte de la Villa 25 de Mayo. Mea de a gotas, cada una un sufrimiento. Con el ardor piensa en que el destino de su sangre es mezclarse, confundirse con otras y perder la memoria. Sueña despierto con la muerte. Este mismo lugar piensa, donde ahora meo, será la tierra de otros que nada sepan de nosotros. Escupe por entre los dientes, todavía sanos. No puede entender del todo a los huincas. Para que quieren tanta tierra, si a fin de cuentas, no la teníamos antes de nacer, ni la tendremos después de morir. La tierra es para andarla, no tiene límites para el indio. Hubo unos Báez o Godoy que le han dado cosas preciosas a cambio de tierra: yeguas gordas, uniformes rojos con botones dorados, espuelas de plata. Cosas útiles que se pueden usar mientras la gente, su gente lo ve. Alguien, un ayudante le acerca las riendas de un bayo de recambio. Monta de un salto, sin ayuda y, con un gesto, ordena proseguir. Esa noche, en el Fuerte, habrá carne asada y vino de Mendoza hasta el hartazgo. El cacique Goico, a sabiendas, lleva a su pueblo hacia la perdición, para salvarlo.


Cada mañana me levanto y miro por la ventana de mi habitación. De un lado la Cuesta de los Terneros, al Cerro Bola y al de la Guardia; del otro, un ciprés quebrado por la tormenta, que tapa la visión del horizonte, hacia la villa 25 de Mayo. En medio de esos puntos, cerca de mí, a unos pasos, ocho músicos. Me gusta, a mí también, mear al aire libre. El horizonte ahora, está tapado por las arboledas del oasis. No hay mucho para ver.
A veces, le hablo a mi hijita sobre el sabor increíble de las mandarinas que pronto le haré probar. Me mira con unos ojos que asustan, azules como el mejor de los cielos. Ojala le pueda enseñar a irse de estas tierras cargadas. Tal vez algún día yo también me vaya.

5 comentarios:

Liliana dijo...

Por tu letra respira el aliento Sáez. En tus cuentos reales e imaginarios me reconozco aunque haya ido a esa finca una sola vez. Será que bajo la piel llevamos el chip indio que nos recuerda el olor de la tierra que nos vio nacer.
Me siento lejos de esa tierra. Pero tus dichos me acercan, me hacen sentirle el olor y la brisa de los músicos, esos ocho que has retratado tan bien, me llega a la distancia.
Gracias por poner en palabras esos sentimientos, esas vivencias que no pueden ser más tuyas pero que de refilón también son nuestras.

Carlos Santos Sáez dijo...

Tan de cerca y nunca fui.
Tan de mí sin necesidad de conocer.
Será de Sáez el aliento nomás, y esta conmoción que se me hace al leer tu historia.

indiatuel dijo...

Poli, pluma mágica que me hace sentir hasta el aroma de la jarilla, tanto que escuche de esa finca y nunca estuve, sino creo que a esa fuimos mis primos, mi ex y Ñacuñán, de noche, a hacer un ejercicio de control mental. Bueno, que me quedé con ganas de seguir leyendote, hermoso recuento de tantas vivencias. gracias por escribir tan lindo.

Susana dijo...

Maravillosa descripción del ayer que fluye en la sangre y del sonido que eterno gira por el mundo. Hermoso

Raule dijo...

Gracias por compartir semejante pedazo de nostalgia. Me encantó.