viernes, 9 de septiembre de 2011

De como fue


...Vinimos a lo de doña Ebilia a traer la prensa. Doña Ebilia es viuda y muy vieja. Desde su ropa negra aflora un rostro surcado por mil arrugas que se deforman cuando me besa y desde las mil arrugas de su cara nace un rodete impecable, blanco, que remata su empaque. Vive sola en una casa alta y fresca, llena de recuerdos en las paredes y en los armarios. A mi me da miedo el olor de la vieja y de la casa, pero mi mamá me explica que es a naftalina, algo para las polillas. Ellas hablan de varias cosas: el partido, los hijos dirigentes del futbol local, del marido de doña Ebilia, fundador del Sportivo Pedal Club. Yo, me quedo sentadito en una silla, admirando una vitrina llena de copas de cristal. En el cristal, la luz se rompe en montones de colores y, si muevo la cabeza, los colores bailan y cambian. Me puedo pasar horas así. La vieja, de repente se me acerca. Pienso que es para darme caramelos o galletas que guarda en unas latas viejas.
- Tengo algo para vos, Caupito, vení. ¿Cuántos años tenés?
Vacilo, siempre vacilo y me pongo colorado cuando me hablan, después mi mamá se adelanta y contesta por mí.
- Decíle que estás por cumplir seis en julio.
- Seis-digo yo, que todavía no sé lo que son los años, ni los meses.
- Vení, te voy a regalar algo para tu cumpleaños, seguíme.
Me lleva para su habitación. Desde un cuadro oval, la foto de don Julio, me mira. Una foto de cuando el mundo era marrón. Ella rebusca en el ropero y me ofrece unas remeras.
- ¿Cuál te gusta?
- Doña Ebilia, ¡qué futbolera!-dice mi mamá, sonriendo.
Las remeras son camisetas de futbol. Yo, no sé casi nada de futbol. Sólo he pateado una pelota de goma que me trajo una vez mi papá. Hay una verde y blanca a rayas verticales y, la otra, azul y rojo, también a rayas verticales.
- Esa-señalo la más colorida.
- ¿Seguro que no querés la de Banfield?
Niego con la cabeza. Quiero la otra.
- Esa es de San Lorenzo. Elegiste bien.
Me saco la remera que ando trayendo y me pongo la camiseta. No sé si me queda justa o es que, del orgullo, me he hinchado un poco. Estoy colorado de la emoción y de la vergüenza.
- Te queda justa. ¿Te gusta?
Asiento con la cabeza. Como si fuera poco, me regala unos caramelos de chocolate. Casi lloro, pero logro contenerme a tiempo.

Hace una semana, desde que me la dieron, que no me saco la camiseta. Hace una semana que no quiero bañarme. Los días de diciembre se arrastran como sueños leves, como un animal que muta hacia la luz. Papá se levanta de la siesta. Toma unos mates amargos y me invita a pasear. Al rato, durante el gran movimiento, los insectos son como piedritas en la cara. Pero si cierro los ojos, no veo nada, me pierdo el espectáculo. Entonces, sólo tengo como fotos de la tarde. Dos perros junto a una planta de espárragos, una señora en bicicleta por una calle de tierra, el campo, desértico, infinito de arena y arbustos. Tampoco puedo ver a mi papá, aunque lo siento; percibo su calor, su cuerpo, los brazos que me rodean. Si me volteo para mirarlo el viento me empuja la cabeza y me entra por los oídos. Hoy es verano. Y en el verano todo parece otra cosa, sobre todo en la siesta, el mundo lánguido de la siesta que atraviesa el asfalto. El sonido es atronador y la moto tabletea como una masa furiosa, es el gran movimiento, la máquina negra que iguala el tiempo. No sé cuanto hace que compró la Norton, pero no hay muchas en San Rafael. Papá usa unas antiparras con una viserita verde sobre el cristal y un elástico que se ajusta a la cabeza. Los dos vamos con el pelo al viento. Yo, sobre el tanque de nafta, delante de él. Vamos hacia Capitán Montoya, y luego más allá, hasta el Cristo. No conozco los números pero la aguja del velocímetro se clava muy hacia la derecha.
- ¿Qué auto es ese, papá?
- Un Torino.
- ¿Anda muy ligero?
- Es el más rápido que hay.
El auto nos pasa, soberbio, compacto. Papá acelera. Se pega a su paragolpes trasero. Me gustaría decirle que fuera más despacio. Pero me callo. Porque también me gustaría, si fuera un poco más valiente, que fuéramos más rápido. Perder de vista definitivamente a la tarde y sentir que el peligro se desvanece porque papá me protege. El conductor del Torino acelera. Se aleja.
- Agacháte- me dice mi viejo.
Y acelera más. La camiseta de San Lorenzo y mi pelo ondean, a punto casi de fundirse con el aire. Cierro los ojos y siento que me vibra todo el cuerpo. Con el rabillo del ojo veo, a un costado, las líneas sobrias del diseño de Pininfarina, escucho el rugir del motor Tornado, el rostro flemático del conductor se endurece bajo los anteojos. Las manos, recubiertas por guantes de competición, con dedos recortados, se crispa sobre el volante de madera. Una mujer rubia le toca el cuello, calmándolo. Segundos después, lo dejamos atrás, muy atrás. Miro a papá, sus ojos sonríen, toda su piel se estira y contrae al arbitrio del viento.
- Abrí los ojos, Caupo.
- No puedo.
- Si podés. Abrílos. Mirá.
Entonces los abro. Muy despacito y veo. Tengo seis años. Mi papá me enseña a mirar y a ver. Es un entrenamiento diario.

4 comentarios:

ALEJANDRA D,G dijo...

MI PAPA ME ENSEÑA A MIRAR Y A VER... NO CONOCI A TU VIEJO, PERO NO ME QUEDAN DUDAS, CUANDO LO NOMBRAS, DE QUE DEBE HABER SIDO UN GRAN HOMBRE, Y DEJO EN VOS SU HUELLA, PROFUNDA Y MAGNIFICA...

indiatuel dijo...

hace tiempo que no te visito y que lindura este pedacito de todo, los veo hoy aqui, en este país distante y me encanto. un besote, muy bien escrito, por si querias oirlo.

Anónimo dijo...

La vida nos va llevando y nosotros decidimos hacia donde, lo fundamental es que tu papi dejo todo y quizás más de lo que él un día soñó. Espero tu pueda hacer lo mismo con tus hijos. Dejar en ellos una huella profunda es el mayor de los regalos.

Sergio Innocenti dijo...

Yo conocí al viejo del Poli. Fué profesor míó en la secundaria y un tipazo.

Es increíble pero, al leer estas líneas, lo veo a él escribiendo sus fórmulas en el pizarrón.

GRANDE POLI¡¡¡¡¡¡¡¡¡