martes, 16 de agosto de 2011

Cien botellas


Llovió todo el día. Aunque los campos lo necesitaban, la gente de tierra seca anda levemente malhumorada cuando llueve todo un día. Y nosotros andábamos levemente malhumorados e incómodos con los avíos para la lluvia que el día nos obligaba a usar. Pero también la lluvia que empaña, limpia. Me senté en el sillón preferido de la sala a saber que llueve afuera, en terreno ajeno, tras las ventanas, sobre los árboles sin hojas. Un saber adormecido, reptílico. ¿Qué otra cosa hacer?
A las once de la noche empezó la nieve. Inconstante y suave, tan femenina. Me asomé a la galería y me alegré por los copos que caen en los campos y en las calles. Al inicio de la nieve, siempre, se enciende el asombro, como si millones de ánimas cayeran desde el pasado. Durante dos días había almacenado leña. Me eché a ver televisión junto al fuego, con la conciencia en blanco, como un lagarto en su puesto privilegiado ante el paso del tiempo, como un lagarto que ignora la muerte. Me dormí, luego.
Cuando me desperté a las tres de la mañana, antes de mi marcha a tientas hacia el baño, miré por la ventana. Lo que llamo el jardín, los álamos italianos, el descampado, los alambres de púas, las fincas vecinas, y más allá todavía, la noche se descubría en blanco, en silencio, en un ritual.
A la mañana se había congelado el agua de las cañerías y no había luz. La casa estaba fría. Avivé el fuego de la chimenea y desayunamos mirando por las ventanas. El viento blanco tapaba los árboles y el camino. Me abrigué y salí a la intemperie. Sólo se escuchaban mis pasos y los del perro en la espesura del silencio. Los pájaros, los motores, las voces, habían desparecido. Estuve media hora caminando en la absoluta soledad de la mañana. Las ramas de los eucaliptos de la casa de adelante habían cedido al peso de la nieve y habían arrancado los cables del tendido eléctrico. Al rato, apareció Carlos. Entre los dos sacamos las ramas y despejamos el paso a la corriente. En vano: el corte de luz era general en todo Cuadro Benegas. Carlos vive con su familia en la casa de adelante. Es un hombre en problemas, pero lo disimula dignamente. Tiene tres hijos: a la mayor le hicieron un transplante de riñón hace una semana, la segunda tiene seis años y todavía no camina, el menor tiene dos años y es la esperanza del padre. Su mujer es hosca. Carlos trabaja en un complejo para ricos en las cercanías. Quién puede, allí, juega golf, tenis, come cordero patagónico y bebe el delicioso bonarda de la casa (aunque sospecho que los porteños, que están muy expuestos a la publicidad, escogen el malbec). En el complejo, Carlos cuida las canchas de tenis. Con lo que gana tiene que elegir: o da de comer a la familia, o compra leña. La chimenea de su casa no expira humo, pero él no se queja. A él le enseñaron a aguantar, no a quejarse. Es algo que debo aprender, me digo, mientras vuelvo a mi casa caliente. Tanto joder, me digo, no tener por unas horas agua, ni luz, no es la muerte, después de todo.
Pero, hacia el mediodía sigue nevando mucho. La batería del celular está en las últimas y el camino ya está intransitable. Estamos quedando aislados del mundo global.
Comemos animadamente. Comida con calorías, como les gusta a la Mercedes, que no engorda, y al Gerardo, al que cuesta un triunfo hacerlo comer. La siesta es una religión en esta casa, sobre todo si el sacramento lo oficia un temporal. Pero no duermo mucho. Miro por la ventana y la tormenta arrecia. Ya no me hace gracia. Me preocupo por los techos, por las ramas que continúan quebrándose y por mi paciencia, que también está en las últimas. Me siento ante el fuego a tomar café.

Por la noche, sin luz, sin televisión comemos carne asada en la chimenea, iluminados con velas. No las velas cursis de los enamorados, sino las velas de sebo que alumbran rostros de niños, de viejos, de granujas rubicundos en las obras de los pintores renacentistas españoles. Ese claro de luz íntima como una herida en la pared de tinieblas que nos separa del pasado. Afuera nieva cada vez más. El Gerardo, excitado, nos pide que le contemos, una tras otra, historias de la niñez. Inventa algunas él. Leemos, reímos, nos comunicamos, solos en el mundo los tres. A las diez de la noche nos vamos a la cama, cargados de historias, sin mañana, oculto el después bajo la cortina de viento helado.
Hay un animal dentro de mí. Soy una animal, pienso. Un animal o un hombre ante el eclipse, el anuncio de la peste, la cercanía de la guerra. Un hombre ante uno de los finales posibles. Un hombre como mis antepasados europeos o indios. Un hombre o un animal al que le corren burbujas de excitación en la sangre cuando el día se despide por anticipado. La sangre burbujea en el pecho, en el sexo, en la cabeza sobre la almohada. En la cabeza: primero el debe: nieva y no tiene pinta de parar, estamos aislados, sin luz, sin agua, sin teléfono, nevará toda la noche; segundo o entremezclado, el haber: tenemos leña, comida, velas, estamos secos, en familia. Me doy cuenta que mi medida de salvación es el vino que he guardado obsesivamente a lo largo de los años. Tengo cerca de cien botellas de vino. Las he reservado para esto: para después. Para las ocasiones en que el después se hace una marca a sí mismo. Los cumpleaños, las celebraciones, los nacimientos, las demoradas visitas de los seres queridos. Oscuramente también las debo de haber guardado, qué animal, para ocasiones como ésta, que se parecen a un final. Entonces, establezco un orden inverso en el tiempo. Los primeros días puedo tomar los más nuevos, al final los venerados que han cumplido una década. Pero, no hay tormenta que dure tanto. El vino es la medida. Tengo reservas para, por lo menos, un par de meses. Recién cumplo cincuenta años y me quedan cien botellas de autonomía. En dos meses ya será la primavera, que eso no cambia, que eso está afuera de toda discusión. Nos besamos en el final del mundo y después nos dormimos.
Pero, no hay caso, en la mañana está todo cubierto, pero ya no nieva. Es domingo y no hay seres humanos. Tímido y definitivo, comienza el deshielo. Mañana y pasado y por unos días habrá agua sucia y barro por todos lados. Andaremos malhumorados e incómodos, pues nos gusta la tierra seca. Volverá la luz, los celulares, la televisión. Volveremos a hablar con otra gente. A trabajar. Volverá la tierra a acercarse al sol, a la cintura de la elipse. Dentro de dos meses, cien botellas más o menos, ya estaremos en primavera.

1 comentario:

Douglas Quail dijo...

bunisimo Poli,
realmente quedaron aislados por un momento. Que tormenta!.
Voy a tener que pasar algun dia a probar alguna de esas cien...
Abrazo hermano.