Fui culillo en la década del 60. Nacido y
criado donde se terminaba el asfalto de la Moreno, del lado de la tierra.
Por esas épocas las calles, casi libres de
autos y motos, eran nuestras: es decir, de la barra, que jugaba a la pelota, de
día, y a las escondidas, por las noches, cruzando y descruzando la avenida. De
nosotros y de los chocos.
Perros había muchos, eran tirando a marca perro, dormían afuera, se
amaban a lo perro en las veredas y comían sobras. No era raro verlos atacando
la basura, que entonces se ponía en cajones de fruta en desuso. Fieros,
amenazantes para los foráneos, los que eran de la Rivadavia para acá o de la
Urquiza para allá, los chocos eran amos y nunca mascotas. Todos ellos, sin
excepción, le temían a la Perrera.
La Perrera venía precedida por los ladridos y el halo del terror. Un
rastrojero sapito o algún vehículo semejante, con una jaula atrás y dos o tres
criollos diestros con el lazo en el paragolpes trasero, eran la Perrera Municipal.
En el personal había un tal Videla que era del barrio y uno creo que Taboada,
de sombrero de paja y bigotes de línea, el más temido, el del brazo certero.
Ya cuando cruzaban la Rivadavia, estirando el cogote, uno podía ver a
las viejas y a los niños guardando a sus “picarones”, “perlitas”, “tobys”,
“colitas”, “sultanes” y “capitanes”. Recuerdo el griterío, las corridas, los
llantos en el terragal, el barrio súbitamente alterado por la mala nueva.
El procedimiento parecía sencillo. Los tipos saltaban del paragolpes,
revoleaban el lazo, pillaban un perro, lo izaban hasta la jaula y allí lo
ponían junto a los demás. Parecía sencillo, pero haciendo un cálculo aproximado,
chapaban uno de cada diez: perras paridas, cachorros, chocos viejos, rengos o
enfermos. Los otros, saltaban acequias, cruzaban como bala las rejas, los
tapiales, los portones, y se perdían hasta que vinieran tiempos mejores. A
veces, por esas cosas, también atrapaban perros jóvenes, fuertes, que se
defendían tirando mordiscones y espumarajos a las manos de los municipales.
Las mujeres y los niños rogaban, pedían por sus perros, pero no había
modo. Los rostros de los captores se mantenían impertérritos. A lo sumo, los
tipos informaban que uno debía acercarse a las dependencias municipales, pagar
una multa y otras cuestiones formales que casi nadie entendía.
Pasada la cacería, el barrio se quedaba en calma de nuevo. En calma,
pero un poco más triste. Nosotros, la barra de los Morán, el Negro Robles, el Topo, el
Chiquito, el Derli, los Redondo, nos sentábamos a los costados de la acequia y
hablábamos mientras tirábamos palitos al agua: “Dicen que los matan”, empezaba
uno y todos mirábamos la corriente. “Dicen que los ponen en una cámara de gas,
y los matan”, continuaba. Y el resto escupía en el agua y tiraba otro palito.
Aprovechando el secreto que les daba la caída de la tarde, algunas lágrimas
rodaban por nuestros rostros de niños e iban a caer, también, sobre esa agua
que, dicen, se parece al paso del tiempo.
Años después la cacería se extendió a los seres humanos, pero esa es
otra historia. Una historia de terror y tristeza que nos la deben a todos y que
no habrá agua que pueda lavar.
1 comentario:
si y la perrera estaba cerca de la plaza Independencia? se llamaba?. Que bellos recuerdos Poli, me transporte al barrio en la punta de tu plumaa, gracias mil, hermosamente escrito.
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