Hay una foto que encontré este fin de semana. No recuerdo en que
circunstancia fue tomada. Son tantos los que están como los que faltan. Es en
blanco y negro, pero el tiempo la ha llenado de sangre. La tomó el fotógrafo de
la Plaza San Martín. Debe ser de fines del año 79 u 80.
Empezando desde la izquierda está mi abuela Gisa. Tan erguida y decidida,
con su pierna de plástico y sus pechos en punta. Sus arrugas y su olor; sus
movimientos de chica metida en cuerpo de vieja; su épica conducción inválida de
un fiat 600, guardan su precaria eternidad en mi memoria. La Gisa tenía los
ojos de un primer celeste. Un celeste tan puro como necesitado de mejoras. Le
gustaba contarme que mi papá, antes de que yo naciera bautizó despectivamente a
ese color como “gargajo de leche”. Después que yo pude abrir los ojos, pasado
mi mes de vida, cuando me animé (o me digné, nunca se sabe) a mirar a mi
alrededor, ella tuvo su venganza. “El Polito ha sacado mis ojos, Carlos”. Mi
abuela construyó un imperio del tamaño de un jardín. Lo llenó de calas,
amapolas, caracoles y gallinas. Cambiaba las uvas del parral de la casa por
unas pocas damajuanas de vino rosado, que mi abuelo, ese bastardo, tomaba en
vasos de tonalidades azules. Una casa con dentaduras postizas sobre las mesas
de luz y pelelas bajo la cama. Una casa llena de fantasmas que andaban por el
cielorraso dedicados a gastar sus días en asustar gente. Una vez, haciendo mi
primer viaje a Buenos Aires, en un colectivo sin baño, con mi hermano Ñacuñan,
lo escuché decir: “La casa de mi abuela tiene fantasmas en el techo”. Me quedé
helado. Yo también los había presentido y nunca lo había comentado con nadie.
Ahora que mi propio hermano es un ánima tal vez sepa algo más de todo ese mundo
que no tengo permitido conocer, ni por creencia, ni por formación.
Ñacuñan es el siguiente en la foto. Empezaré por un lugar común, tan
luego para hablar sobre él. Lo paradójico es que para la absoluta voracidad con
que vivió su vida, las palabras sobren, falten, se desajusten, caracoleen sobre
cada una de las descripciones que intento. Por ejemplo, su risa. Sólo se puede
entender hablando con quienes lo conocieron y se contagiaron con sus
carcajadas. No hay palabras para su risa, ni para sus caricias, ni para sus
ojos, mirándote. En la foto se lo ve bronceado. Es decir, obsesivamente
bronceado, casi hindú. Seguro que la foto fue sacada en verano. Pasaba horas
enteras, tirado al sol. En un catre endeble, con motivos verdes y azules. Ahí,
mientras se freía lenta, voluptuosamente, leía veloz, voluptuosamente. Y un
poco así era su vida con un cuerpo siempre expuesto, apasionado, a los elementos
de la vida, las comidas, los otros cuerpos, las músicas, los viajes, las
palabras; con una mente explorando frenéticamente lugares desconocidos, en
búsquedas temerarias, en asociaciones imprevistas. Todo en una vorágine que
consumió en su escaso tiempo de vida. Una vida que sigue siendo todas las vidas
sin parecerse a ninguna. En el momento de la foto es probable que todavía no
hubiera cruzado el mar y estuviera impaciente por llegar a algún puerto seguro.
La tercera es la Lola. Mi vieja. Andaba por el mundo tan insegura como
certera. Era bajita y miraba las cosas con un verde que ya quisieran las
aceitunas para ellas. Vivió pasando pruebas que la excedían, apelando a su
ternura. Nos crio como pudo, viendo como cada uno de nosotros se afanaba en
vivir en paralelo a lo establecido, pensándose a sí misma como una persona
común y corriente rodeada de partículas humanas alocadas. En la época de la
foto ya mi padre había estado desaparecido, detenido y aparecido por el terror
que no supimos conseguir. La aplanadora militar había pasado por nuestra casa y
nos había dejado con la vida al aire. Durante largos 8 meses, ella y mi abuela
nos mantuvieron, perplejos y rabiosos, con escaso dinero y mucho miedo. La Lola
es un ejemplo de que la valentía es un trabajo sobre las limitaciones
autoimpuestas. Caigo en la cuenta de que nunca vivió en el mundo que quiso y
por el que abogó cada uno de sus días: un espacio común, solidario y de buenos
modales. Muchos años después se murió en mis brazos, pensando que el egoísmo era
algo así como una mala educación que se podía reencauzar. Ahora, que sería
incapaz de negarme a su amor, sus manos no pueden acariciarme. En la foto, como
fue en vida, estoy cerca, pero casi sin tocarla.
En el medio, abajo, abrazada, cual loza delicada, por el Ñacu, está la
Tania. La Tania es otro ejemplo de como la ternura puede ser un arma letal para
la adversidad. En esa foto no creo que ella soñara que iba a formar una familia
y que ella iba a ser el alma de esa familia. Cuando tenemos un hijo, solemos tener
un plan. Nunca supe cuál fue el plan para con ella. Tampoco me corresponde
saberlo, por supuesto. Tal vez el nombre, Tania Alcira, la predestinaba para
ser una revolucionaria, una flor de acero, pero ella siempre prefirió quedarse
al amparo de los mimos, tan pichoncita, tan hermosa. Acompañada, con paciencia
y esfuerzo, hizo su huerto familiar donde luce como una flor. A veces de acero.
A ese espacio confluimos todos los que quedamos. En ese espacio esta manada
dispersa vuelve como al agua.
Por fin, estoy yo. Ese que estaba lleno de miedo y rabia. Ese que no
sabía quién soy 35 años después. Ese que he ido reforzando y diluyendo a fuerza
de golpes y amores. Allí, hacía poco que había terminado la secundaria, estaba
descreyendo de todo lo que me había llevado hasta ese momento. Ya estaba
conociendo a la runfla, dormía mucho para no soñar tanto y era un convencido de
que el universo me debía algo por el simple hecho de estar. Escribía pobres
poemas a mis amores no correspondidos, entre paja y paja. Sabía que iba a ser
escritor pero no tenía ningún proyecto literario. Leía mucho, a un costado de
la vida. Novelas y poesía. Los rusos que había en mi casa y algunos libros que
me había empezado a agenciar. Era hermoso, pero casi virgen. Yo no lo sabía,
pero había dejado atrás el terror de las noches eternas en que mis padres me
dejaban sólo, para protegerse del proceso militar. Esas noches en las que el
patio y el techo de mi casa eran una jungla de sonidos amenazantes. Lo que sí
sabía es que estaba en una bisagra: terminada mi infancia, mi secundaria y,
pronto, mi vida en casa de mis padres, tenía que decidir quién iba a ser yo. La
multitud de caminos me paralizaba. Desechando los comunes y aspirando a la
perfección, sólo veía el desierto por delante. En esa época empecé a hacer dedo.
No había plan de viaje. Los destinos eran difusos y se modificaban en cuestión
de horas, por designios de conductores que nunca eran, del todo, yo mismo. He
sido, más que nada, un hombre que ha ido haciendo malabares en medio del fuego
cruzado; por cada herida recibida he construido una nueva piel. Sobreviví. El
mapa es incorrecto, pero conozco los puntos cardinales. Mi aguja imantada está fija en mis amores.
Aquellos ojos que me miran desde
la foto ya no están ciegos, puedo rastrearlos a través del tiempo. Aunque el
viento trabaje sobre su arena ineluctable.
4 comentarios:
Maravillosa y cruda descripción!! Imágenes que se huelen y se observan pero sobre todo llegan al alma.
Siempre le digo a la Mónica que tus descripciones son maravillosas, las de lugares, personas, sentimientos, pensamientos. Uno no puede evitar entreverarse con toda esa cosa tan tuya. Sí que estabas en lo cierto cuando pensabas que ibas a ser escritor. Superlativo esto que acabo de releer.
Cada vez que te leo retrocedo en el tiempo y mí ubicación era de observadora del trio formado x Nené,Luisa y Ñacu
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