martes, 11 de abril de 2017

Emplazados

Hay una foto que encontré este fin de semana. No recuerdo en que circunstancia fue tomada. Son tantos los que están como los que faltan. Es en blanco y negro, pero el tiempo la ha llenado de sangre. La tomó el fotógrafo de la Plaza San Martín. Debe ser de fines del año 79 u 80.

Empezando desde la izquierda está mi abuela Gisa. Tan erguida y decidida, con su pierna de plástico y sus pechos en punta. Sus arrugas y su olor; sus movimientos de chica metida en cuerpo de vieja; su épica conducción inválida de un fiat 600, guardan su precaria eternidad en mi memoria. La Gisa tenía los ojos de un primer celeste. Un celeste tan puro como necesitado de mejoras. Le gustaba contarme que mi papá, antes de que yo naciera bautizó despectivamente a ese color como “gargajo de leche”. Después que yo pude abrir los ojos, pasado mi mes de vida, cuando me animé (o me digné, nunca se sabe) a mirar a mi alrededor, ella tuvo su venganza. “El Polito ha sacado mis ojos, Carlos”. Mi abuela construyó un imperio del tamaño de un jardín. Lo llenó de calas, amapolas, caracoles y gallinas. Cambiaba las uvas del parral de la casa por unas pocas damajuanas de vino rosado, que mi abuelo, ese bastardo, tomaba en vasos de tonalidades azules. Una casa con dentaduras postizas sobre las mesas de luz y pelelas bajo la cama. Una casa llena de fantasmas que andaban por el cielorraso dedicados a gastar sus días en asustar gente. Una vez, haciendo mi primer viaje a Buenos Aires, en un colectivo sin baño, con mi hermano Ñacuñan, lo escuché decir: “La casa de mi abuela tiene fantasmas en el techo”. Me quedé helado. Yo también los había presentido y nunca lo había comentado con nadie. Ahora que mi propio hermano es un ánima tal vez sepa algo más de todo ese mundo que no tengo permitido conocer, ni por creencia, ni por formación.

Ñacuñan es el siguiente en la foto. Empezaré por un lugar común, tan luego para hablar sobre él. Lo paradójico es que para la absoluta voracidad con que vivió su vida, las palabras sobren, falten, se desajusten, caracoleen sobre cada una de las descripciones que intento. Por ejemplo, su risa. Sólo se puede entender hablando con quienes lo conocieron y se contagiaron con sus carcajadas. No hay palabras para su risa, ni para sus caricias, ni para sus ojos, mirándote. En la foto se lo ve bronceado. Es decir, obsesivamente bronceado, casi hindú. Seguro que la foto fue sacada en verano. Pasaba horas enteras, tirado al sol. En un catre endeble, con motivos verdes y azules. Ahí, mientras se freía lenta, voluptuosamente, leía veloz, voluptuosamente. Y un poco así era su vida con un cuerpo siempre expuesto, apasionado, a los elementos de la vida, las comidas, los otros cuerpos, las músicas, los viajes, las palabras; con una mente explorando frenéticamente lugares desconocidos, en búsquedas temerarias, en asociaciones imprevistas. Todo en una vorágine que consumió en su escaso tiempo de vida. Una vida que sigue siendo todas las vidas sin parecerse a ninguna. En el momento de la foto es probable que todavía no hubiera cruzado el mar y estuviera impaciente por llegar a algún puerto seguro.

La tercera es la Lola. Mi vieja. Andaba por el mundo tan insegura como certera. Era bajita y miraba las cosas con un verde que ya quisieran las aceitunas para ellas. Vivió pasando pruebas que la excedían, apelando a su ternura. Nos crio como pudo, viendo como cada uno de nosotros se afanaba en vivir en paralelo a lo establecido, pensándose a sí misma como una persona común y corriente rodeada de partículas humanas alocadas. En la época de la foto ya mi padre había estado desaparecido, detenido y aparecido por el terror que no supimos conseguir. La aplanadora militar había pasado por nuestra casa y nos había dejado con la vida al aire. Durante largos 8 meses, ella y mi abuela nos mantuvieron, perplejos y rabiosos, con escaso dinero y mucho miedo. La Lola es un ejemplo de que la valentía es un trabajo sobre las limitaciones autoimpuestas. Caigo en la cuenta de que nunca vivió en el mundo que quiso y por el que abogó cada uno de sus días: un espacio común, solidario y de buenos modales. Muchos años después se murió en mis brazos, pensando que el egoísmo era algo así como una mala educación que se podía reencauzar. Ahora, que sería incapaz de negarme a su amor, sus manos no pueden acariciarme. En la foto, como fue en vida, estoy cerca, pero casi sin tocarla.

En el medio, abajo, abrazada, cual loza delicada, por el Ñacu, está la Tania. La Tania es otro ejemplo de como la ternura puede ser un arma letal para la adversidad. En esa foto no creo que ella soñara que iba a formar una familia y que ella iba a ser el alma de esa familia. Cuando tenemos un hijo, solemos tener un plan. Nunca supe cuál fue el plan para con ella. Tampoco me corresponde saberlo, por supuesto. Tal vez el nombre, Tania Alcira, la predestinaba para ser una revolucionaria, una flor de acero, pero ella siempre prefirió quedarse al amparo de los mimos, tan pichoncita, tan hermosa. Acompañada, con paciencia y esfuerzo, hizo su huerto familiar donde luce como una flor. A veces de acero. A ese espacio confluimos todos los que quedamos. En ese espacio esta manada dispersa vuelve como al agua.

Por fin, estoy yo. Ese que estaba lleno de miedo y rabia. Ese que no sabía quién soy 35 años después. Ese que he ido reforzando y diluyendo a fuerza de golpes y amores. Allí, hacía poco que había terminado la secundaria, estaba descreyendo de todo lo que me había llevado hasta ese momento. Ya estaba conociendo a la runfla, dormía mucho para no soñar tanto y era un convencido de que el universo me debía algo por el simple hecho de estar. Escribía pobres poemas a mis amores no correspondidos, entre paja y paja. Sabía que iba a ser escritor pero no tenía ningún proyecto literario. Leía mucho, a un costado de la vida. Novelas y poesía. Los rusos que había en mi casa y algunos libros que me había empezado a agenciar. Era hermoso, pero casi virgen. Yo no lo sabía, pero había dejado atrás el terror de las noches eternas en que mis padres me dejaban sólo, para protegerse del proceso militar. Esas noches en las que el patio y el techo de mi casa eran una jungla de sonidos amenazantes. Lo que sí sabía es que estaba en una bisagra: terminada mi infancia, mi secundaria y, pronto, mi vida en casa de mis padres, tenía que decidir quién iba a ser yo. La multitud de caminos me paralizaba. Desechando los comunes y aspirando a la perfección, sólo veía el desierto por delante. En esa época empecé a hacer dedo. No había plan de viaje. Los destinos eran difusos y se modificaban en cuestión de horas, por designios de conductores que nunca eran, del todo, yo mismo. He sido, más que nada, un hombre que ha ido haciendo malabares en medio del fuego cruzado; por cada herida recibida he construido una nueva piel. Sobreviví. El mapa es incorrecto, pero conozco los puntos cardinales. Mi aguja imantada está fija en mis amores.


Aquellos ojos que me miran desde la foto ya no están ciegos, puedo rastrearlos a través del tiempo. Aunque el viento trabaje sobre su arena ineluctable.

4 comentarios:

Susana dijo...

Maravillosa y cruda descripción!! Imágenes que se huelen y se observan pero sobre todo llegan al alma.

gustavoalejandrorada dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
gustavoalejandrorada dijo...

Siempre le digo a la Mónica que tus descripciones son maravillosas, las de lugares, personas, sentimientos, pensamientos. Uno no puede evitar entreverarse con toda esa cosa tan tuya. Sí que estabas en lo cierto cuando pensabas que ibas a ser escritor. Superlativo esto que acabo de releer.

Unknown dijo...

Cada vez que te leo retrocedo en el tiempo y mí ubicación era de observadora del trio formado x Nené,Luisa y Ñacu