viernes, 8 de junio de 2018

Yo, mono



Éramos como una banda de monos. Babuinos o mandriles, pero sin cola. Nos movíamos a la sombra de los adultos como una turbulenta comunidad de primates de ojos brillantes, dientes desparejos y talones mugrientos. De a pares, de a tríos, cuatro o cinco, graves y poderosos. La siesta era nuestra, como si todo se suspendiera ante las fuerzas del mundo en esas veredas de barrio, junto al agua de las acequias.
-          Dónde está el Chiquito?
-          En las moreras.
El Chiquito era huérfano, o algo así, y lo criaban gentes de bien. El padrastro usaba siempre ropa de grafa y trataba con las cañerías tapadas del pueblo. Iba a sus trabajos en bicicleta, con un balde con herramientas en la parrilla: piqueta, tenazas, alambre, cepillos. Presumía de conquistar muchas mujeres que tapaban los baños con sus pilosidades y requerían atenciones discretas. La madrastra, era gemela de la madre de mis otros amigos. Juntas iban a la despensa y a la verdulería; caminaban como dos perdices erectas y veloces: seres dobles de almas simples. El Chiquito, por huérfano, era el mono más solitario y necesitado de todos nosotros.
Con la honda al cuello y movimientos erráticos como el de la luz que atravesaba las hojas de los árboles, nos íbamos a las moreras de la Moreno, entre Rivadavia y San Luis. Trepábamos con la facilidad de una sonrisa, de pantalones cortos y huevos al aire.
Pasábamos, entonces, los ratos tomando, con ademanes de monos frenéticos, las moras de las ramas cargadas. Moras moradas y moras lilas y moras blancas. Las llevábamos después a las bocas. Allí se transformaban en manjares espumosos, en ramilletes burbujeantes de jugo y saliva. Así hasta que el jugo nos llegaba a la garganta y nos descubríamos ahítos.
Después, entre las hojas, a hacer puntería con las escupidas, espiando a las gentes que iban a sus trabajos de la tarde; bajar y volver a casa con la remera manchada.
Una vez, hice tinta con el jugo de las moras. Mi tinta. No me acuerdo que llevaba la receta. Tal vez alcohol, tal vez agua jabonosa o jugo de limón. No era una tinta cualquiera. Sólo podía ser usada en misiones delicadas. En principio, mi tinta necesitaba un papel especial. Las hojas de una biblia hubieran estado perfectas, pero en mi casa la biblia tenía la sacralidad negada o eclipsada por varios otros libros: una historia más entre miles de historias. Necesitaba un papel delgado, casi con el espesor de un ala de mariposa, ese recipiente que lleva los mejores mensajes a los amores fantasmas.
Encontré un libro de oraciones en alemán escrito en gótica. Seguramente perteneció a mis abuelos. Me pareció imperdonable que esa joya no tuviera un dueño o dueña declarado en la primera página. Escribí entonces, con mi mejor mala letra, algo así como “Este libro pertenece a don Santiago Forster” y le estampé una firma al pie con unas volutas que pretendían ser, vanamente, antiguas y refinadas. Debo decir que el hecho me dio algo de culpa, por lo que me abstuve de usar la tinta por mucho tiempo. Creo que nunca más.
Es una pena. Porque yo tenía algo que decirme a este que soy ahora. Algo importante: un arcano. Una frase como:”Ey, me siento sólo” o “Me gustaría transformarme en otra cosa”, un superhéroe o algo por el estilo. Yo llevaba ese mensaje conmigo, pero no sabía a quién dárselo. Probablemente me faltaba papel.
Lo irónico es  que yo, ahora, necesitaría leer ese mensaje que nunca escribí.
La tinta, para mi sorpresa, pasó a la posteridad con un elegante tono grisáceo que vaya a saber de dónde sacaron las moras.
Con los años, por fin, encontré el papel indicado. Pero ya el tiempo había pasado.
Mientras escribo esto, me aguarda afuera, en el alfeizar de la ventana, mi cigarrillo armado. Tiene un tabaco belga medio acañonado, con sabor a vainilla. Escribo un párrafo o una línea que me gusta, y salgo a dar una pitada para sumarle un pulso a la helada oscuridad de esta noche de junio. Junto a mí, está el paquete de tabaco y el librito de papel de armar. Si yo tuviera aquella tinta, escribiría en ellos mensajes destinados a la posteridad, en frágiles papeles de arroz a los que el viento del tiempo pudiera llevar a algún destinatario. Alguien que, en su niñez haya aspirado a transformarse en otra cosa, en un superhéroe o algo así. Alguien que quisiera revertir la realidad. Alguien que siempre estuvo buscando un sueño montado entre las ramas de una morera llena de fruta.
Ese mono impune que anda por acá.

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