Pienso: nunca han sobrevolado los buitres esta ciudad perdida; nunca el
hedor de la sangre se ha expandido como una nube densa de moscas; no hemos
tenido que lidiar con las imágenes de los rostros desencajados de los vecinos,
ni con el grito múltiple, ni con el barro salado. Qué suerte de novatos; buena
o mala.
Pienso, también, en lo nuestro, en la densidad del dolor por cuadra, por
cada cien metros lineales de casas; en la tasa de sufrimiento familiar medida
en estómagos estrujados, en cuellos vencidos por el peso, por deudas impagables
con el pasado, o en mora ejecutable con el futuro. Cenizas de vanidades
esparcidas al viento de la muerte lenta; espléndidos proyectos adolescentes
atendiendo rapipagos, cambiando los días por dos con cincuenta, desfalleciendo
entre paredes insalvables. Sin preguntas al aire, sin respuestas de dios ante
el espejo.
Pienso, también en mí. Pienso, más que nada, en quitarme importancia. En
tratar de fluir entre luces que se hunden, veloces, en el ayer. Estos ojos
preciosos que han visto todo y que viven para contarlo, aún no han visto nada. Soy
otro iluso, ya lo sé. Tengo incluso, la ilusión de la diferencia.
El miedo está construido con las precisas medidas de nuestras
capacidades, como un enemigo perfecto. El camino, en cambio, nos excede, va más
allá. Plus ultra, pues.
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