Han de llegar los espíritus
montados a caballo. Tropeles silenciosos de gente y bestias.
Sentado el niño junto a la
ventana, los verá pasar, como si fueran de fina ceniza, juguetes del viento,
relente de la siesta. Para quién nada puede ver, ni de sueño son; pero el que
al menos una noche ha sido despertado por el sobresalto, ha debido abrir los ojos y, entre jadeos,
dejarlos salir a la luz.
Ejército en despliegue que pasa y
se queda sitiando el alma.
Cada tanto, para darse el gusto,
el niño sopla muy fuerte: sabe que ese mundo baila al ritmo de su aire. Al niño
le gusta ver como caracolean los caballos y se esfuma la tarde.
A sus espaldas, una mujer
revuelve damascos volviéndose dulce. Sumerge la fijeza de su mirada en el
remolino lento.
Casi nada sé de mis antepasados. Solo puedo conjeturar que sus manos y
sus cuerpos trabajaban con barro, con bosta, con sangre de animales
sacrificados, con cueros y madera; los sabañones, las arrugas y las grietas
eran su río cotidiano. Deben haberse acostumbrado a vivir la mitad de su vida
en penumbras, calarse hasta los huesos con las lluvias, permanecer en silencio
ante el fuego y el humo, y reírse en los descansos.
De mis bisabuelos sajones sólo tengo algunas fotos, una carta a su hija
y dos tristes tumbas derruidas a 3 o 4 leguas de donde escribo. Se vinieron del
espanto y el bosque, a este desierto donde el sol del verano arrasaba sus
pieles, donde los árboles se hacían a mano y el progreso era una promesa aterradora
que venía por la huella. De su tierra trajeron la obsesión por el control del
tiempo, el secreto, la higiene y el fuego. Le enviaban cartas a su hija Luisa
que viajaban sesenta kilómetros desde Cañada Seca a General Alvear. En esas
cartas, llenas de caricias y de palabras de amor, le contaban fruslerías en un
perfecto español de ojos celestes. Por costumbre o por inconfesadas ambiciones,
la casaron, niña, con un bárbaro de ojos de halcón.
A mi abuelo paterno, que lleva muerto una eternidad, lo sé mestizo, rengo,
taciturno, de tez oscura. Lo imagino rencoroso y con un humor corrosivo. Con
los sentimientos guardados bajo siete sellos. Orgulloso y perspicaz, se bisbiseaba en el rancherío que
había hecho un pacto con el diablo, nada menos. Entiendo que para semejante
contrato se debe ser demasiado estúpido o demasiado capacitado. Prefiero creer
que este último fue el caso de mi abuelo Luis. De acuerdo a los términos,
decían, mi abuelo se habría beneficiado con una regular fortuna en desmedro de
un imperfecto caminar: Con un pie asentaba por completo y con el otro, de
manera sucesiva, hacía hincapié en la tierra, del modo en que pisan los animales
de pezuña y los ángeles caídos. Casi en la cuarentena, rico para la época y el
lugar, viudo y con cinco hijos, eligió para casarse una chica de 14 años con la
que tuvo más de una docena de hijos antes de morir en el intento, arrastrado
por el cáncer. Luego de declinar una vida de estudiante deseada por un padre versado
en anaqueles jurisconsultos, se había hecho de capital como cuatrero,
recorriendo los pasadizos cordilleranos cursados con su madre india. Administró
con desconocido resultado propiedades en Real del Padre y, de manera para mí
también desconocida, montó un matadero para abastecer unas 2000 almas
arraigadas junto a las aguas del Atuel. No sé como conoció a mi abuela, ni de
qué estaba hecha su atracción. Tal vez sólo se sirvieran para algo, tal vez
hayan llegado a desearse o a reírse juntos.
Mi abuela materna, casada niña y viuda joven, parece que se pasó la vida
tratando de cuadrar lo sinuoso. A poco de formar su propia familia, fue el
centro excluyente, el ojo crítico en el panóptico, la sacerdotisa y deidad de
un culto para pocos: sus hijos. En las fotos se la ve regordeta, no
especialmente agraciada, con un toque acerbo en los labios, dominante. Sospecho
que, en su isla particular, la vida se sometía a los arbitrios pausados del
reloj, al escurrir de la lejía y el jabón, al pensar en lo que no fue y en lo
que no será durante la cocción de comidas para un cuartel: un adagio donde las
notas no se saltaban. A poco de morir su marido, obvió el luto, se disfrazó con
sus hijos y se apareció en el corso, joven y joven otra vez. Dicen que se rió
como nunca. Tal vez por venganza, o por deseo refrenado, o porque entendía que
para ella no corrían las reglas no escritas de esa sociedad, al año y pico de
muerto mi abuelo, parió e hizo inscribir con nombre de Kaiser, al último Sáez. Murió,
muchos años después, dentro de su círculo sagrado, en donde la Ciudad de
Mendoza se confunde con la de Godoy Cruz. Nunca la vi. Pero sé que andaba en mi
padre cuando le daba cuerda al reloj, cuando se lavaba las manos, cuando hacía
silencio.
A mis abuelos maternos los conocí, pero sólo como nieto. Él era un
gallego de El Ferrol, picapedrero, amoral, huérfano y bastardo por elección. En
una vuelta de la vida, perdió a su familia. Tal vez era necesario que así
fuera: creo que nunca lo oí hablar de su padre, ni de su madre, ni de sus
hermanos. Debajo de su gorra hervían los secretos inconfesables. Quizás estaba,
también, maldito. Comía y bebía al mismo tiempo, compartía las opiniones de la izquierda, pero como si le
llegaran en telegramas arruinados por la lluvia. Se dormía escuchando de manera
alternada, Radio Moscú y las descargas del éter. Llegado, pasada la treintena,
a la Argentina, recorrió, ignorante y decidido, algunas ciudades y caminos y
fue a dar a las Sierras de Córdoba. Y allí, no sé cómo, se fijó en mi abuela. Al
final, pasados los 80 años se murió casi sin barullo. No hubo nadie en el mundo
que lamentara su pérdida. Ni uno.
La vida de mi abuela tuvo algo más de brillo. Vino con sus padres de la
Italia por la que el Imperio sólo estuvo de paso, en los recovecos alpinos. Sus
abuelos y padres compartían allí la suerte y el cobijo con las bestias.
Ella contaba que mi tatarabuelo usaba un aro, hacía quesos del tamaño de
tambores, y así de sonoros en la madurez de la pasta. Lo llamaban de las
comarcas vecinas, contaba ella, como a un sabio que curaba los males curables
del cuerpo y de la sangre. Mi bisabuelo materno fue a una guerra y se pasó el
resto de la vida matándola con alcohol. A pesar de esas brumas era capaz,
dicen, de competir con avezados ingenieros a la hora de construir casas
perdurables. Mi bisabuela, la Nona, nunca salió para mí de la silla en el
portal de la casa de Cosquín, donde mi mente la recuerda, bajita, viejita y de
idioma cerril.
A la edad donde termina el sueño de la niñez, con dieciséis años, mi
abuela se casó con mi abuelo, que la doblaba en edad. Dos hijos y años después,
mi abuela pasó bípeda y grácil ante su padre que limpiaba una escopeta, al
instante, ante un disparo escapado, dejó de ser, para siempre, la misma: perdió
la pierna derecha, la gracia y los
sentimientos. Con obstinada codicia y tiempo, fue amarrocando el esquivo
capital del avaro. Incapaz de cocinar de manera decente un bife, abrió
restoranes para mineros y desprevenidos; prestó con usura dinero a diablos más
pobres que ella y lo recobró mirándolos a los ojos sin un atisbo de compasión; siendo
vieja y con pierna postiza aprendió los rudimentos del manejo de automóviles
(nunca pasó de los sesenta kilómetros por hora, ni de la segunda marcha). En
una nave reducida y en compañía del viejo, tuvo el coraje o la temeridad de viajar
hasta Córdoba. Supo tener un jardín, paraíso de caracoles, plagado de flores,
uvas y mariposas. Su corazón cojo volcaba allí su dedicación: sólo alguien que
no puede amar tiene tanto éxito con el reino vegetal. Con voz pausada y algo
ronca me contó todos los cuentos en uno. El argumento del ratón que amaba a la
hormiguita y se quemó en una olla hirviente era inflexible, aterrador. Un
cuento sobre el destino de las pasiones excesivas.
El niño no sabe que piensa en ellos cuando imagina la libertad.
En esas personas atadas a sus carros mi yo maduro reconoce este cabrestear
permanente, estas y otras palabras al aire, esta incorregible mirada que desmonta
lo que parece determinado, este sueño de rebeldía.
El niño no sabe desde que confines remotos viene cayendo su propia
ficha de dominó. Mira y divaga, mientras su madre, mi madre, prepara mermelada
de damascos, antes de entrar, ella también, para siempre en el pasado.
Hacer esta prehistoria es un intento de iniciar otro juego. Nada demasiado
trascendente, pienso.
Después de todo, todo juego es mortal.
Después de todo, todo juego es mortal.
1 comentario:
Maravilloso. En ese niño hay también algo de mi infancia que reconoce a esos personajes tan amorosamente narrados en muchos de mis tics. Te quiero, primo poeta, porque en la gesta que te mirás, también me miro.
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