viernes, 2 de agosto de 2019

Primeras notas de viaje

Fuimos a Jerusalem como peregrinos ateos en busca de dios en los hombres. 
El tiempo de la Ciudad se apiña como un mítico animal de piedra blanca iluminado por un cielo tan claro que acostumbra pasearse por las calles. Como uno más.
Entre esas piedras, nacen y mueren los dioses en la cotidianidad de cada hombre. Se elevan, ellos, los dioses falibles, como oraciones hechas materia, oraciones en los miles de sonidos que el hombre puede entender y en las millones de formas que es imposible repetir o recordar.
Luego, en cualquier momento del día o de sus vidas, caen y se rompen, como si despertaran de un sueño. Sus restos, ojerosos y densos, deambulan con las vísceras colgando, muertas de sed y hambrientas de espíritu o de dinero, lo mismo da.
Por Mamilla Street hemos visto rostros de dioses estragados por el fornicio y la bebida. En los mercados, tapados por las miles de voces que ofrecen recuerdos cursis para turistas siempre desprevenidos, aún resuena el sonido de la venerable Ira.
Vestidos de verano, temerarios y despreocupados, atravesamos el laberinto de la Ciudad que perdieron y conquistaron todos los imperios.
Todo pasa y todo queda.
Las emociones, eso sí, las reservamos a cuestiones de sangre. Ante nuestra gente hemos soltado las lágrimas, las risas y, lo más importante, las palabras. Nuestros hilos se anudaron amorosamente en el tapiz de nuestra historia familiar. Esa madeja es infinita y nos define.
Lo sagrado discurre ahora mismo, cuando me parece tan lejos. Armados hasta los dientes y mansos como el cordero, los hombres y las mujeres, deben seguir paseándose por esas calles todavía. Inocentes y fatales. Tan mundanos, tan soberbios.
Lo sagrado es el tiempo hecho carne, no piedra. Esa es la verdad.
Pero la verdad juega el tiempo con nosotros

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