Imaginé volver a París en tren, esta vez con mi familia. Pero, dos días antes de viajar me enteré que los trenes nos eran inaccesibles por costo y por falta de plazas. Tener un buen plan es poder cambiarlo. Mercedes aportó su búsqueda y el 8 de julio, pasadas las 10,30 de la noche,
tomamos un colectivo desde Lausana a París. Un plan, esta vez, más acorde a nuestra economía de lauchas rústicas patagónicas.
La terminal de Lausana no es una
terminal. Es una enorme playa de estacionamiento mal iluminada y rodeada de
setos de siempreverdes que los varones regamos con alevosía contenida. Mear una
ciudad no deja marcas.
El ómnibus venía de Berna y llegó con retraso. Los pocos
pasajeros que esperábamos en la intemperie fuimos subiendo luego de pasar por
la supervisión de un negro adormilado que desconocía las bondades plurilinguales.
Al fondo. Todo lo que se tocaba y olía allí arriba, estaba rancio. El baño
estaba roto. Así que, luego de completar el pasaje en Ginebra, donde Borges
despunta sus tesoros ocultos, la muerte y el sueño, intentamos dormir. Hicimos
dos paradas en las 7 horas del viaje: para cargar combustible, descargar aguas
y gases y ensayar un café. Llegamos, con los cogotes duros y los pelos parados,
a la Gare Routiere Bercy- Seine, que no es otra cosa que un galpón hediondo con
costumbres de terminal de ómnibus. Corría una brisa fresca y estaba saliendo el
sol. Seguimos a un grupo de gente hasta el metro. Buscábamos la Tour Eiffel
como quien va a un destino. Llegamos temprano y allí estaba, pues otra cosa no
le sale. Un ejército de operarios limpiaba los alrededores de los estragos
causados por los turistas del día anterior. Papeles, baños colapsados y restos
de sonrisas para la foto, son cuidadosamente extraídos para generar la ilusión
de un nuevo día. En la Concorde los buches compraron llaveros a un senegales y
enfilamos, confundidos por el celular hacia el Arco del Triunfo y les Champs
Elysees. Todos los cuatro éramos niños recién llegados al mundo. Incluido yo, a
la sazón viajero frecuente y choyano. Ver los rostros felices de los seres
amados con el fondo monumental de Paris es una de las experiencias más cursis y
hermosas que me ha dado la vida.
Pero claro, París no es una fiesta: es, entre
otras muchas cosas, un enorme mercado de esclavos. Esclavos sonrientes y
sudorosos que trajinan entre la historia monumental como insectos desprovistos
de curiosidad y hambrientos de emociones de utilería. Una babel repetida
infinitas veces en la Nube. Sólo un dios trabajoso podría armar un collage con
los millones de fotos obtenidas de Sacré Coeur, la Eiffel, Notre Dame, Las
Tullerías, el Louvre y todas las edificaciones que el hombre ha montado
durante siglos para mayor gloria de lo pasajero.
El hombre como producto se ofrece, con su mejor
semblante, a la nada instantánea.
Pienso que, (lo siento tanto), la Gloria es una
extática evanescente que sólo algunos pueden alcanzar, antes de desaparecer en
el ruido. Tanto mármol, tanto lujo y sudor, para honrar los hombres y los
hechos del Imperio, de la República y de la Iglesia, para que todo quede en el
ámbito donde se estuvo, que no sé qué carajo es, pero enmarca muy bien la foto
que les mandé a los que no vinieron y que ojalá nunca vengan, que se queden en
el culo del mundo. A los parisinos mucho el tema de esa ignorancia, no les interesa, ocupados
como están en aquilatar sus rentas, mientras sospechan de la derecha, de la
izquierda, del terrorismo, de los inmigrantes y de los turistas.
París enmarca
y da el fondo al estado del mundo. Una disneylandia para adultos, un
jardín del edén de la existencia vacía, una pose bella, fatal y definitiva.
Pero París es, también, entre muchas otras
cosas, un lugar de aventura y maravilla.
Descubrir es un acto de inocencia y de
sabiduría. Es ser la moneda girando gozosa en el aire esperando caer de canto.
Albur de la busca, perdición, escalera horizontal, grafiti, callejón sin
salida.
París es un jardín que se puede recorrer
deslizándose entre las raíces, por las galerías subterráneas, a velocidades que
aterran, encapsulados, tunduques con otros diversos especímenes, en vagones de
metal. De ese modo, salimos, cada tanto, a la superficie en un mundo de
mampostería, cemento, mármol, bronce, hierro, piedra y luz. Un mundo a medida
de los colosos que juegan a la fijeza en place de la Nation, en las alturas
doradas del Pont Alexandre III o sobre la columna, en La Bastille. Pero eso es
sólo el comienzo. Guardando la brújula o el google maps, es preciso dejarse
llevar por bulevares, calles tortuosas que desembocan en antiguas perfumerías o
en cuchitriles donde se asa cordero o casonas respetables donde se vende a la
madre. Sumados a la bandada multicolor de gentes, tan exóticos y tan
colonizados como el que más, caminamos, livianos de dinero, de ropa y de
planes, por Cosmopolis. Durante tres días, comiendo de parados o de acostados,
con las manos y con los ojos; aspirando los olores acres; con las piernas
cansadas y el corazón en proa, muertos de risa, arañamos París. La ciudad
piojosa y proteica que soñé leyendo a Henry Miller, la Bubu de Montparnasse, a
Hemingway, es una cocotte tímida y facilonga que se asoma entre los visillos de
la globalización y se entrega, generosa y lúbrica, a los turistas como
nosotros, pobretones de dinero y ricachones de deseos.
Volvimos una noche a Bercy, a tomar el
colectivo de vuelta hacia Lausana. La terminal, agobiada por el calor, era esta vez
una amenaza repugnante. Humo de escapes, gentío y ratas caminando por todos
lados. Nos acogió de nuevo el mismo guarda, al mismo colectivo, un poco más
grasiento y con el baño sin reparar. Salimos de Paris sin comida, ni agua, con
la tropa exhausta, a las 11,30, rumbo a la noche. En el camino
paramos, de nuevo, por horas, en estaciones de servicios para para cargar
combustible, descargar aguas y gases y ensayar un tentempié. Salimos de París,
pero nunca se sale del todo. Hace miles de años, hace un mes, ayer, hoy, en un
viaje sin retorno.
Ya no soy aquel adolescente echado en la cama de
mi casa de provincias que se adentraba, maravillado y secreto, en la lectura.
Casi medio siglo ha pasado desde entonces. Mi rostro se ha ajado, mi vista se
ha deteriorado, mi casa y mis padres sólo persisten en mi pasado, mi país ahora
es un territorio azotado por la miseria y la bronca (hay vendedores de tortas
fritas, emprendedores temblorosos en la oscuridad y el frio del amanecer en la
isla del río Diamante. Junto a ellos se queman unas tablas que no alcanzan a
calentarles el cuerpo, ni a iluminarles el alma). Vivimos en tierra arrasada y,
a pesar de todo, la mayoría de nosotros persistimos en la esperanza de doblarle
el brazo al amo que nos imagina desechables. Soy un hombre mayor, consciente
de que, para mi familia, seré parte de su mito constitutivo, un padre y un
compañero que evocarán caminando a su lado, vital, voraz, crítico,
inconformista y enamorado.
París, para ellos, será otro pasado a recobrar.
Tal vez lo recorran en el futuro, y yo, ausente para siempre, iré con ellos
nuevamente.
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