jueves, 12 de diciembre de 2019

Terceras notas del viaje (en curso)


Italia es un arcón personal.




Por Italia caminé como quién volviera a un sueño recurrente, a la infancia que sólo se vivió dentro de mí, al plano real del que sólo conocía una copia.

Todo nuestro yo es una suma mayor que las partes: Uno: mismo y otro. Yo soy, de una manera inexplicable y maravillosa, mi pueblo que pulsea al desierto; esos álamos, esas acequias, esos viñedos, esa cordillera en avistaje, ese montón de gente de manos partidas, de fe obtusa y mentes sagaces; ese trabajo, ese ocio mal visto; ese absurdo destino de espejo fallido. Eso que vinimos a hacer y terminamos siendo.

Lo inconcluso, en mi tierra, acá en Mendoza, es de dimensiones titánicas y, desde el inicio, imposible. Fue inaugurado como la esperanza de los desesperados y hoy es un sueño del que nos despertamos sin recordar casi nada: sólo algún color, un aire. Esta Italia con zondas y cardos rusos se ha pasmado antes de madurar: el verde, acá, es una decisión humana tomada en un despacho lejano, ejecutada por costumbre, contra toda adversidad del destino.

En Italia, La Italia, entonces, caminé como un niño o como un viejo que nunca más volvió a su tierra.

La familia. La sangre conjunta. Esa manada que se desplaza por el amor. Por un instante dejaré de lado los posesivos. Todo eso es mío y a la vez es suyo y a la vez quien sabe. Entonces diré: El abuelo, los tres hijos, la mujer, la nuera y el nieto, sumamos siete magníficos viajeros. Salimos en auto desde el perfecto jardín Suizo por San Bernardo, territorio del viento y de las cabras. Un sendero ampliado en la roca a fuerza de pisadas milenarias. Subimos casi hasta tocar el cielo, a ese lugar donde el hombre es excepcional. Ya del otro lado, todavía con hielo en los ojos, llegamos al verano donde sucedió el Renacimiento del hombre. Un acto de resistencia excepcional teniendo en cuenta los cientos de torres eclesiales que se diseminan en el paisaje. En Italia se dirime desde hace miles de años la lucha entre la belleza y la codicia; entre el exceso y el hambre. Han elegido un árbitro que se arroga diálogo con la divinidad, y en su nombre, dispone las posiciones y los ganadores. El antiguo esplendor de las fortalezas amuralladas y de las iglesias se funde con el entorno de los campos y los pueblecitos, como un enigma silencioso donde languidece el poder.

El encanto de esa tierra es la languidez. Todo es estupor en el hombre moderno que vive en ese suelo. Como si arrancados de algún sueño medieval, la gente se hubiera puesto sus mejores galas para asistir a la modernidad, en plan bufo, en una opereta donde los actores ríen llorando, y lloran mintiendo una verdad. Máscaras milenarias con cien muecas. La máscara es la persona, después de todo.

Recorrimos los pueblos por la madeja vial que se inició, terca y caprichosa, bajo un Imperio, bajo un cielo hacia donde, alguna vez y para siempre, marchó la decuria. Uno tiene la sensación de que aquí la tierra se hizo a mano, abonada por millones de voces que han viajado por los siglos en ríos de sangre, sudor y lágrimas. Italia es el gran gesto del cuerpo: su ciclo: su milagro.

Embarcados en el bálsamo romántico que circunda a los turistas ocasionales, almorzamos en Osteria dei Sognatori (adónde sino iban a ir estos cuerpos ocupados más que nada en soñar), en Alba, cerca de Asti, cerca de Barolo. Una foto del Diego, otra del Che y algunas de partisanos, presidieron nuestra pitanza. El vino de la casa nos puso en nuestro lugar. A media cuadra nos zampamos unos mezquinos y deliciosos helados de avellanas y trufas contra el calor y el mal hálito. 
Llegamos a Grinzane Cavour pasado el mediodía. La casona elegida para pasar un par de noches era amplia, con muebles antiguos y estaba rodeada de un paisaje abrumadoramente bello. Con la belleza que otorga la vid al mundo, con la nobleza que el vino crea. Las colinas, en una perspectiva que iba degradando el geométrico verde de los viñedos hacia la definitiva coronación del azul en el horizonte, suelen estar rematadas por palazzos y castillos que se han ido construyendo, declinando y vuelto a levantar al ritmo de las guerras, las revoluciones y el avatar de la sangre.

En Italia, cómo no, fuimos lúbricos y voraces. Peleando y riendo, nos comimos las horas, con ajo y oliva.

En Priola, después de recorrer los laberínticos caminos comarcanos de Cúneo, entre peleas y ansiedad, guiados por un fijo Manuel, devoramos las pizzas de un tal Andrea Brunetti. Se puede sostener que, en Italia, por cada cien intentos, sale un artista. Ese artista es también el que realizó otros noventa y nueve con resultado de chastrinada. Todos, según la ocasión y el azar, son chastrines o artistas.

Pero hay excepciones: gente que se lanza como una moneda de oro y cae siempre del lado adecuado: La pizza, también es arte, nos dijo con sus obras un sujeto joven y tímido, del que, indagando en las redes, uno se entera que ostenta un título mundial. Desplegó sobre las mesas los soles de un alimento leve del que se dispararon hacia nosotros los viejos sustentos de la raza: el ganado, los árboles, las hierbas, las hortalizas, los frutos del agua. Un arte efímero que se va enfriando como el recuerdo.

No lejos del esplendor de Barolo y de Asti, esta zona está moribunda, con grandes fábricas abandonadas que van siendo invadidas por los bosques. Priola es un pueblito perdido en todo el sentido de la palabra. Es un pueblo que forma parte de una bolsa que guarda noventa y nueve intentos fallidos. Sin embargo, en un margen de la ruta y de la derrota, leuda fragante y delicioso, el intento triunfante del arte.



Uno de esos días se equivocó el verano y los valles se llenaron de niebla y agua. Caminamos, entonces, enamorados de un Torino bajo la lluvia, amparados bajo las arcadas.  Nos guarecimos en un café en Via Torquato Tasso, frente a la plazoleta Giordano Bottero donde los árboles y el bronce se aminoran ante la historia edificada. Pedimos un baño y nos mandaron a un portón de madera a media cuadra. Por el portón se adentraba a una galería y a un patio de varios edificios. En un rincón había un baño individual de bajo presupuesto y una mujer. La ocasión trajo un saludo y un intercambio de palabras. La mujer preguntó a la Eleonora cómo se llamaba. Esas cosas universales que hacemos los adultos. Ante la respuesta sonrió y dijo: yo también me llamo Eleonora! Cuanto concluí con mis pequeñas urgencias y volví al café, las dos Eleonoras estaban sentadas en una mesa junto a la vidriera. Charlaban y reían como viejas amigas. Juro que sentí un orgullo y admiración profundos por nuestra hija de 7 años. Confiada y sociable, sin miedo al mundo, a solas con una desconocida, hablando en medios idiomas y tomando sus propias medidas ante el mundo.

Sin más guía que la lluvia, con el Irmín envuelto en un rebozo, pegado al pecho de su madre, entramos al Palazzo Reale. Quizás el mejor recorrido de los museos que visitamos. El lujo y el esplendor de sus salas, hacen que sea difícil imaginar su cotidianidad, especialmente para nuestras mentes de gente provinciana. Mis niños, llenos de guerreros y princesas,  armaron y vistieron sus fantasmas cotidianos.


Cuando, giró el planeta y el verano volvió, nos sentamos a beber la tarde y las landas en la Cantina Comunale del Castiglione Falleto. Desde ese lugar, casi sin testigos, amamos la Tierra. Con unas copas de vino encima, se nos ofrendó el presente perfecto.



Ya en el camino de regreso a Suiza, otra vez por San Bernardo, asistimos a un espectáculo sobrecogedor. Lloviznaba y entre los gigantes de piedra de Los Alpes, había vuelto el invierno. A un kilómetro por encima de la ruta, hacían equilibrio una media docena de cabras Ibex, ramoneando entre las rocas. Nos detuvimos a verlas, imponentes, olímpicas. Cuando hubimos bajado los siete del auto para mirarlas, súbitamente, uno de los animales resbaló y empezó a caer, dando tumbos entre las piedras, por un espacio de unos trescientos o cuatrocientos metros. Gritamos, imploramos, negamos ante la llovizna. Treinta segundos después, la quietud y el silencio, volvieron a escena. Anne, con lágrimas en los ojos, arrebujaba al Irmín. Éste, con la mirada fija en la ladera, se había quedado sin palabras: sólo señalaba con su dedito el punto donde había quedado la cabra. Todo el camino de vuelta, en su lengua se enredaron las palabras que decían: la cabra…cayó. El resto de nosotros, seguimos hablando de otras cosas pero, ante nuestros ojos, rodaba una cabra hacia la muerte.

Volví, unos días más tarde, a mi tierra mendocina. Conservadores de algo que nunca fue, egoístas y desconfiados, algunos rezan, otros hacen como que rezan y otros descreen de tanto rezo. Ni escéptico, ni cínico, pienso que acá, por cada cien intentos, salen cien intentos.

Y nos queda la mirada larga, esperando una nueva oportunidad, esperando que pase la historia. En eso estamos.

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