Los años que no como cerezas, los pienso años
perdidos.
No entiendo el porqué. En la temporada, con
ademanes de simio, engullo la fruta, una tras otra, siempre la misma. No busco saciarme. Nunca me
llené con cerezas. Creo que las cerezas, como la poesía (según designio del
Evangelio según Pasolini), no se consumen. Mientras las como, pierden sustancia y van hacia un estado sutil.
Hay un tiempo de cerezas en un lugar imposible.
Un lugar que se repliega y amplía, languideciendo en el futuro perfecto. Lo sé,
porque lo preví, aunque ya casi no recuerde nada. Un territorio sin límites donde,
entre otras cosas, preservo:
El aire que pasó por la tubería gangosa de
Rivero, grabando Sur con Troilo en un instante feliz de sumisión.
Algunos subrayados de consulta en los copos de
belleza encontrados en libros leídos en momentos celosamente conservados. Otros
libros y autores que me esperan, vírgenes de mí, en el fondo de un anaquel al
que casi no visito. Los libros que he de publicar. La voluntad para escribirlos
sin esperanza de resistir las críticas .
La visión del agua de una bomba de pistón
acompasando con leves escupidas de luz las horas de la siesta.
La sala silenciosa que vivo proyectando,
oscura, perfumada a madera de muebles nobles, la silla mullida; el vellón de
oveja a los pies del invierno; la lámpara iluminando mis venturosos afanes
intelectuales; el ventanal y la estufa.
Los discos en cajas, las películas que debería
volver a probar.
Las recetas de cocina que debería preparar para
agasajar a los amigos que en algún momento volveré a encontrar.
Ese cuerpo que seré, lleno de mataduras y
achaques, pero esencialmente sano, como un pulido bastón de avellano.
Esos árboles a los que reservo el múltiple
espacio y la voluntad en mi jardín de las delicias.
Esas palabras debidas, a la gente que en algún
momento me dio fiado algún tesoro o me negó con su rechazo.
Esos vinos que añejo para celebrar
acontecimientos que siempre están más allá.
Esos preparados esenciales de flores de arabia
y membrillo para poder disponer, sin término, de mis aromas favoritos.
Esos lugares que me he prometido conocer, de mí
y del mundo ajeno.
El mar.
Las miles de tareas que me resta realizar para
terminar una visión siempre inconclusa. Las que alguna vez empecé y las que
ansío empezar.
Todo está en el cielo de los intangibles. Esa
utopía que planifiqué en muchos momentos de la vida. Esa paz y ese ocio míticos
que, ay, sé que nunca tendré del todo.
Ya estoy bastante viejo como para confirmar la
sospecha de que el cielo no existe mucho más allá de este momento, este ahora
mismo, rodeado de calor y ruido, en que, en condiciones adversas,
desesperadamente escojo frutas en el enorme bosque de las palabras. Un bosque
plagado de senderos posibles e imposibles ante los que me encomiendo.
Sin embargo, mi vida, esto sobre lo que
escribo, también es imaginaria, y tiene
un futuro perfecto que me arrastra de la punta de los dedos con una promesa
encantadora: hay tiempo, todavía se
retrasa la muerte.
1 comentario:
Increíble relato!!!
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