miércoles, 3 de marzo de 2021

Amor a primera lectura

 

Hace poco más de un año me propuse volver a leer con regularidad. Para eso, empecé a comprarme libros de autores que me debía y algunos que voy descubriendo; complementar mis tiempos obsesivos de trabajo en la finca y darle pasto a mis insaciables bestias con las palabras de otros mundos, otras experiencias. Me han ido llegando paquetes. Los he dejado lejos de mi ansiedad por un par de semanas. Los he ido abriendo con la aprensión de quién abre la puerta a un transeúnte de la noche. Los he invitado a una rociada con alcohol. Les he hecho la deferencia de la distancia justa.

Entre los visitantes, estuve leyendo algunos yanquis. Vienen vestidos sin etiqueta, se soban los pies entre las hendijas de las sandalias y, casi todos, beben o toman pastillas. No digo que me hayan decepcionado, pero su técnica y recursos saltan demasiado a la vista, se expresan en lenguajes parcos y cuentan anécdotas bastante anodinas. Muchos se han presentado con el problema adicional que acarrea la facilidad de la escritura digital: libros larguísimos. También leí algunos autores argentinos de vanguardia. Allí, la cuestión era otra: una interesantísima exploración de los recursos de la lengua, pero con un dejo escatológico; una visibilización de lo que se supone marginal y, en realidad, es el canon de la cotidianeidad desbordada, angustiosa, que vivimos. Una Argentina en cueros o en tripas, una nueva ética y estética. Me parece interesante, más que nada, por lo que traerá aparejado, por sus posibilidades de expansión, por la libertad que propone. A pesar de tanto que cuesta imaginar nuestro futuro, una parte de mi no se rinde, carajo.

Hace unos días, envuelto en verano, baqueteado por el viaje y su estancia en el fondo perdido de una caja, llegó. Lo pedí después de leer alguna crítica al azar. Ahora vivirá en casa. Pocas veces he sido tan hospitalario con un huésped. Busco el hueco en mis tareas para llevarlo a la cama (entre sus páginas se sostiene que la cama, como los anteojos, se encuentra entre los enseres del lector que se precie).

Estoy viviendo una historia de amor a primera lectura. 

Cómo todo amor, uno tiene necesidad de nombrarlo, de gritarlo, te diría. Para que todos sepan, como dice esa canción machirula. 

El escritor se llama Mircea Cartarescu (el apellido lleva un par de acentos que esta máquina se niega a reproducir), es rumano y escribió Solenoide para mí. 

Es un libro voluminoso y lo leo con delectación como se debe comer el chocolate, a veces a tarascones,  a veces a pizcas. Como la experiencia del chocolate, casi, casi que espero que no se termine nunca. Creo que nunca se terminará. Ya me sucedió con El castillo, de Kafka,   con Paradiso, de Lezama Lima, con Crimen y Castigo, con el mejor Borges, con la revolución de Erdosain. Creo que todos ellos son parientes o vecinos. Viven en mi vecindario. El que sea.

Lo tengo en la cabecera de la cama. Cuando lo abro, soy testigo de una belleza abrumadora, como las lágrimas que se nos escapan cuando somos felices. Con muy pocos libros me ha pasado tener la sensación de que soy un viejo conocedor de lo desconocido. Cada página, cada frase diría, tiene una resonancia antigua que se aventura en terrenos nuevos, familiares, íntimos. Es una colección, un camino hecho con palabras, de sugerencias hacia lo inefable. Como verás cuando al fin lo leas, sos la posibilidad de un Mircea que escribe.

Cuando hube recorrido unas cien páginas, tuve curiosidad por conocer la cara del tipo. Había imaginado un anciano, una especie de Ciorán o de Macedonio, canoso, flaco, de ojos hundidos y rasgos finos tallados por la fiebre creativa. Para mi sorpresa, es un tipo relativamente joven (unos 4 años más que yo), bastante bien parecido y se dice poeta. Debe serlo.

Hay libros que se parecen a las lágrimas de felicidad. Una Bucarest que es un aleph me espera en casa.

2 comentarios:

Unknown dijo...

...y sumergirse en uno mismo en buena compañía...

Sergio dijo...

El entusiasmo es contagioso. Lo leeré. Gracias!!!