jueves, 2 de septiembre de 2021

Segunda y tercera tesis

 


Segunda tesis: Entre la leña y las cenizas, estamos nosotros, el fuego.

Tal vez lo primero que recuerdo, además del ladrón que entró a mi casa y fue ahuyentado a tiros por mi padre cuando yo estaba en la cuna, es el fulgor del fuego. El fuego es un ambiente más de la casa familiar que portamos con nosotros. Es la cueva y la comida.

Puedo afirmar sin temor a equivocarme que todas las cenas de mi niñez fueron asado a las brasas con papas fritas. Me refiero a todas las cenas con la familia completa, especialmente si mi viejo estaba en casa y no había tenido que salir a alguna reunión del Partido.

La leña usada era la de la gente de cualquier ciudad mendocina de aquellos tiempos: tablas de álamo. Las nuestras eran compradas a don Guevara u otro carretelero de los que pasaban diariamente por la Moreno. La madera de álamo es una especie humilde y gauchita de combustible: prende rápido y se consume rápido. Sus calorías deben ser alimentadas cada veinte minutos por un usuario dedicado. Teníamos una parrilla pequeña que cabía justo en la estufa, en compañía de un manojo de tablas prendidas. En mi familia atea, el ritual más antiguo del hombre era esa comunión. Por lo general, las carnes eran duras y sabrosas, preparadas con una técnica casi genética, en la que un fingido desinterés esconde la economía de movimientos y el uso eficiente del tiempo, propio de los expertos. En el futbol, sólo los hábiles pueden mirar a su novia apostada a la sombra de un árbol junto a la cancha, mientras esquivan patadas, relojean a sus compañeros desmarcados y deciden la estrategia para llegar al arco de enfrente. Del mismo modo, mi viejo leía las consabidas y complejas obras escogidas de Lenin, enrojecido su rostro, mientras cubría el decímetro cuadrado que iba perdiendo  calor bajo la parrilla. Mi técnica, como sabés, es igual, pero completamente distinta. Yo hago los asados en el horno de leña y mi saber se basa en el conocimiento de la ecuación entre la carga del mismo, el tipo de leña y el tiempo estimado. Igual es mi manera de retirarme del lugar de donde se cocinan cosas importantes para ocuparme de mis otros afanes: lectura, charlas familiares o con amigos, mirar partidos por tv.

Cuando todavía se encendía el fuego en la casa de la niñez, hace una punta de años, trajimos una camionada de troncos de chañar de Real del Padre, donde han andado nuestros anteriores. Unos palos del color en que se tiñen los objetos con el consumo de cactus visionarios: ala de loro, sangre de dragón, ojo de gato salvaje. Aunque algo retorcidos, eran lo suficientemente gruesos y de corteza pulida como para que ensayásemos una empalizada que supo cubrir las partes púdicas del frente de la casa, esa misma parte que, años después, fue garaje y galpón de trastos. Lo que sobró de la empalizada formó una pirámide a la que empezamos a recurrir para alimentar el hogar en los inviernos y hacer brasas de mejor calidad.  De todos modos, nunca abandonamos la provista de tablas de álamo que servían tanto para un roto como para un descosido: mantener alejados a los canes de los asados, improvisar rifles de precisión imaginaria, domar la rebeldía del inicio de las fogatas.

Al entrar a la adolescencia participé, a regañadientes y malhumorado, de periódicas recorridas por aserraderos, zonas de poda y batidas campestres en busca de leña. Pocas cosas me dejaban más desalentado que esas excursiones que me llenaban las medias de aserrín y las manos aspeadas. Para colmo, siempre tenían ocurrencia en momentos en que tenía mejores ideas sobre qué hacer. Por ejemplo, dejarme llevar por las calles del pueblo en busca de un amor imposible. Podía faltarme cariño, pero leña no. Así eran las cosas.

Con la compra de las fincas y chatas, la cosa cambió para peor. La fiebre de la madera terminó por poseer a mi padre. Cual himenópteros dedicados, cargamos toneladas de palos y ramas hacia nuestro humilde altar. Su destreza para encender se afinó hasta hacerse infalible.

En esa época había en casa otro objeto de adoración: el almanaque que tenía un taco de hojas extraíbles: cada hoja, con la fecha en grande, el mes arriba y el día de la semana abajo, con una  tipografía algo más reducida, y en letra pequeña, el santoral. Cada hoja rectangular era de un papel basto y medía unos diez por doce cm., aproximadamente. Mi padre, por las mañanas, arrancaba la hoja, pasando al nuevo día, conjugaba unas astillas a la bartola debajo de la pira (que no era más que un arbitrario rejunte de leña y aire con disposiciones harto subjetivas, nada parecido a una pirámide de boyscout), prendía un cigarrillo, exhalaba el primer humo, acercaba el fósforo a la hoja arrugada con la mano izquierda, la encendía y la llevaba, sospecho que con una especie de temor reverencial, hacia las astillas. El fuego y el día comenzaban. Otra pitada, mientras se cercioraba que todo marchara según su plan, y retirarse a preparar el mate. Recuerdo que, a veces, la primera cebada, con toda su carga de polvo, era cuidadosamente escupida a un costado del fuego ya prendido; recuerdo el chismorreo de las burbujas sobre el piso caliente de la estufa.

La fiebre de la madera también se expandió a las casas de las fincas: en muebles, como te conté, y en leña.

Recuerdo una camionada de troncos de duraznero que el mismo don Guevara trozó a etílicos golpes de hacha en una tarde de Cuadro Nacional. Mi padre tenía por costumbre ofrecer de su vino a todo dios que anduviera cerca, especialmente si era un trabajador. Una señal de respeto profundo. Estirando la mano esa vez, con un vaso lleno de tinto: ¿A usted le gusta el vino, don Guevara? El buen leñador, recibiendo el vaso como si de un sacramento se tratara: ¡Y mucho, don Carlos! Con esa reserva de leña pasamos el invierno durante el primer año de los milicos en el gobierno, refugiados en la isba de adobe de calle Las Malvinas. En el segundo año, la leña la recibió tu abuelo, desaparecido por la caterva asesina que asoló la Patria. Por suerte, volvió, pero vivió para no contarlo.

Su primera motosierra, agravó la obsesión y vino a dar por tierra con todo lo seco que había en nuestro entorno. La llevaba encima como quién lleva las llaves o los documentos. Bajo el influjo irresistible de su cadena acopió leña hasta que la enfermedad y la muerte lo detuvieron. La leña se acumulaba con calibres distintos, según un método racional no escrito en libros: junto al horno del pan, ramas de nogal o de olivo; sarmientos y álamos delgados, anejos al fogón donde la paila de cobre cocía el dulce de membrillo en plan alquímico o la olla de acero hervía las conservas de tomates, damascos, duraznos; una pila de troncos frutales hendidos por el taladrillo, para los hogares y salamandras.

He vivido en varios lugares, incluso en ciudades, pero el saber infuso ya se había extendido por mis células. A veces miro mis brazos y me da la sensación que vengo ramificándome: las torsiones de los músculos y los huesos, la textura de mi piel avejentada, van camino a ser de parra.

Con los años, he ido especializándome en la taxonomía de la leña, disciplina casi inexistente y prácticamente desaparecida por la urbanización del planeta y el avance de la hegemonía de los combustibles fósiles y sintéticos. Entiendo que es un conocimiento ágrafo que merece ser consignado, antes de convertirme, yo también, en ceniza que engulle la tierra.

En otras palabras, me encuentro abocado a la escritura de un Tratado sobre el uso clasificado de la leña circunscripto al oasis sur de la Provincia de Mendoza. Me veo forzado a aclarar que no es un trabajo ambicioso. Basado en métodos avalados por diseños de experimentación personal, temo que sus conclusiones son epistemológicamente débiles, provisionales y de inútil aplicación salvo para los neojipis (qué loco el fuego, loco) u otros asociales que deciden vivir en las afueras de las ciudades y, en sus primeros años de ostracismo, no saben nada del campo con excepción de los libros referidos a como ser autosuficientes con media hectárea u otros similares, llenos de hermosas ilustraciones y ambientados en Estados Unidos.

En los primeros apuntes, escribo:

“La tala, y el corte de árboles caídos, no deben nunca iniciarse sin realizar una evaluación de costes/beneficios. A saber: Estado general, edad y propiedad del ejemplar; difusión, tamaño y propagación de otros ejemplares de la misma especie  en el área; población y hábitos alimenticios de palomas, zorzales, jilgueros, horneros, roedores, insectos; posibles daños irreparables a plantas, cultivos, vehículos, operario/s, perros, cableado, casas, visitas, etc. durante el derribo; cálculo de tonelaje aprovechable;  destino del ramaje sobrante; estado de conciencia del operario; estado anímico del operario; estado físico del operario; conocimiento de las consecuencias ambientales, religiosas, históricas, económicas y sociales que la muerte del ejemplar puede aparejar; solvencia en el manejo de la herramienta de corte; estado general de la misma: provisión de combustible, lubricante, carburador, filo de la cadena, filtros, bobina; primeros auxilios. En algunos casos, es preciso establecer un coeficiente a partir de unas cuentas sencillas: Esperanza de vida del ejemplar sin intervención humana/esperanza de vida restante del operario (que surge de la substracción de la esperanza de vida en el país menos la edad del agente al momento de cometer el acto). El resultado siempre debe ser menor a 1, con la excepción de que, al momento de la tala, se tenga a mano un mínimo de cinco ejemplares jóvenes para fungir como reemplazantes. Esta última consideración se debe a lo desértico de la región y a la necesidad de frenar el mayor tiempo posible la inminente venganza de la madre naturaleza sobre las fechorías humanas.” (pag.14)

Luego leo:

“Maderas duras: Provienen de árboles venerables, que tienen una vida morosa, casi por fuera de nuestra concepción del tiempo. Deben ser utilizadas casi con exclusividad para pasar la noche, momento en el cual uno duerme con los angelitos y/o con los demonios. Estando secas, su combustión es lenta y de buena caloría. De acuerdo a los datos recabados hasta la fecha (y mis posibilidades), puedo consignar una somera jerarquía de mis preferencias:

Olivo: El olivo al momento de la veneración, es como la vaca india, pero más sufrido y menos versátil. Su producto principal, el aceite, debe ser tratado como el oro de los vegetales; las aceitunas preparadas son un manjar sencillo que suele ofrecerse en las casas de bien. Ante cada ejemplar uno tiene la sensación de estar en presencia de un paisaje recorrido por el viento de la eternidad. Por ello, con este árbol, se deben extremar los conocimientos previos en caso de decidirse a la tala. Es una planta con demasiados pergaminos y antecedentes: ha sido adorada por distintas civilizaciones a lo largo de los siglos; cobijó al Nazareno en su última noche entre los otros cosos; anotició a la gente y a las bestias que el diluvio tenía fin; untó las cabelleras en Troya y los panes con ajo en millones de hogares pobres y ricos; curó sabañones y expulsó con cataplasmas abscesos porfiados. Lubrica y sazona la historia de la humanidad y es nuestro alimento diario desde que naciste. Muchas veces te he reconvenido sobre la importancia de no matar el tiempo. Por eso, en un todo de acuerdo con aquel mandato, te recomiendo con toda mi potestad paterna que nunca, bajo ninguna circunstancia, tales un olivo.

Para disfrutar del calor de su leña es preciso utilizar el producto de la poda que se realiza para obtener aceitunas de mayor tamaño, mantener la planta ventilada, dejar que la luna le tiña el envés de las hojas y orientar hacia algo útil el instinto destructor del operario. Ése es el momento que debe aprovechar una persona bien nacida: recoger los troncos y ramas gruesas y llevarlas a refugio por uno o dos años. Se pueden tapar con una chapa de zinc oxidada. El color del corazón de su leña es una mixtura de manchas de whisky, café y mate sobre las hojas de una biblia que nadie lee.  El fuego del olivo es, con mucho, el de mayor duración y calor. Al despertar por la mañana, encontrarás encendido el rescoldo de la noche. Incluso ese que te trajo el amor.

Morera: Se trata, especialmente, de la morera de fruto oscuro o morus nigra, ya que se dejará la blanca o morus alba, al arbitrio de los gusanos de seda. En caso de no haber gusanos de seda en explotación en la zona, se puede proceder de la misma manera que con la nigra. Es una planta de crecimiento lento por lo que, al momento de cortarle, se deberá tener en cuenta el hecho que lleva viva entre quince y veinte años: el tiempo mínimo que pasarás en la educación formal tratando de forjarte la vida. La morera de pie debe ser cortada por lo menos con un año de antelación, trozada y ordenada. Al momento del corte, sus vetas son de color león bayo, pero con el tiempo irán virando al de leona alazana. Para su cobertura se puede repetir el sencillo expediente de usar la misma u otra vieja chapa de zinc para que le proteja de las lluvias o le multiplique el calor del sol. Con esos cuidados, un tronco de treinta centímetros de diámetro por cuarenta de largo puede mantenerse encendido por un tiempo estimado de 6 horas reloj, incluso sin acompañante leñoso. Concluido ese período una simple agitación con cualquier tabla de álamo, reiniciará la ignición. Es preciso tener en cuenta que esta especie es indispensable para la manutención del equilibrio ecológico: sus frutos son codiciados por palomas, loros, zorzales, calandrias y otras aves. De manera absolutamente natural, sus cagadas portan la simiente de la vida que se esparce por los campos, ciudades y parabrisas.

Eucaliptus: La apelación elegida tiene más raigambre y menos corrección que eucalipto, pero la prefiero por su barniz latinado. No se debe confundir con el ucalito, que es una modalidad tosca de aquél. Es una especie que hasta hace doscientos años se quedaba en el molde, creciendo en bosques encantados en tierras ignotas dominadas por los demonios de Tasmania y los nativos, allá por el Pacífico Sur. Dicen que fue Sarmiento el que consideró al eucalyptus globulus algo así como su ilusión y su contento, y decidió traerlo a estos campos bárbaros. Los paisajes más lindos de la pampa húmeda están mechados por montes de este forestal fragante, de madera roja y pesada. En la tesis anterior traté sobre sus virtudes como promotor de la infancia creativa en formato de muebles. Este ejemplar, además, es tan fecundo como quebradizo, lo que permite que se reproduzca sin mucha discreción y se use con bastante frecuencia como leña. El proceso de secado y puesta a punto de sus troncos tiene un período de por lo menos dos años. Si uno se deja ganar por la ansiedad y transgrede la observancia del plazo, sólo obtendrá resultados reñidos con el éxito. Debidamente esperada, su madera es de excelente caloría y duración. El color adecuado de su punto es el de la arcilla a las tres de la tarde de un día de llovizna. Se debe tener en cuenta que, un tronco de un diámetro mayor a los 40 cm., pesa un huevo y, al momento de maniobrarlo se debe descartar el uso de pantuflas o chancletas.

Acer negundo: Muy buena leña, pero de escasa difusión. La extendida costumbre entre los novios adolescentes de quitarle las semillas para hacer helicópteros instantáneos, ha hecho estragos con su reproducción por libre. En la calle El Vencedor, de Cuadro Benegas, hace unos años, hubo una importante implantación de esta especie, sin embargo, al carecer esta vía de banquinas adecuadas, muchos conductores intrépidos han optado por colisionar directamente sobre sus troncos con la consiguiente mengua de ejemplares.

Paraíso: Por convicción, considero que el paraíso debe crecer en tierra. Para ello, basta que sus cuidados sean tan justos y empáticos como los que les debemos brindar al prójimo. Su leña es de muy buena calidad. Muchos operarios ansiosos entienden que el momento de su extracción es cuando la planta tiene las bolas por el piso, pero es una falacia de apurones: lo adecuado para no romper algún arcano balance, es cuando la planta está seca y como rogando de pie. De este árbol, lo mejor son las siestas y las noches en primavera.

Quebracho: Esta agrupación, muy en boga hace unos años, se encuentra al borde la extinción, así como la aristocracia británica, su acérrimo rival. Su brasa mítica es cosa del pasado, ya que, por suerte, en la actualidad la sociedad considera que el que hace fuego con el quebracho caído es una persona éticamente despreciable, merecedora de las penas de repudio en las redes sociales, lapidación y exilio. Nos encontramos en un punto del tren de la historia en que el caminar por los escasos durmientes que quedan, en las escasas vías que quedan, es el mejor pasatiempo para un romántico.

Roble: Dada nuestra incapacidad de pensar políticas de Estado de largo aliento, la implantación sistemática de robles es tan utópica como una educación gratuita y de calidad. Por ello, estos ejemplares, son escasos en la zona y tienen el alto cometido de embellecer con un toque linajudo la tierra que pisan. He tenido la ocasión de mantener un fuego considerable con su madera, pero emulsionada en vino. Sus brasas languidecen por días en el interior de la persona que se toma las cosas a pecho. En cuanto a su rendimiento en la hoguera, y a pesar de los abundantes informes que nos llegan del Viejo Continente ensalzando las virtudes calóricas de esta leña, es mejor permanecer en ascuas.

Plátano: Nunca me he visto en la obligación de cortar o quemar un plátano. Entiendo que eso será un punto a mi favor ante la última rendición de cuentas ante el escribano máximo. Sostienen algunos eruditos piadosos que el castigo para los que andan dañando estos hermosos ejemplares, consiste en llevar ad aeternum una de sus pelusas en el lagrimal. Dado lo arbitrario de este designio, ignoro si merece considerarse como una verdad revelada o un rollo más de estos tipos.

Algarrobo, caldén, retamo: Se encuentran fuera de tratado por ser leñas exógenas, de uso preferencial por individuos asentados en pequeños o grandes aglomerados urbanos, que hacen asados una vez cada tanto, sin importarles la prosapia del elemento combustible (algunos sacrílegos utilizan carbón y llaman a la churrasquera, barbacoa).

 

Maderas semiduras: Son los mejores combustibles para la conversación y la amistad. De acuerdo a su provisión y el frío reinante, esta leña puede ser utilizada desde la madrugada hasta la medianoche. Su valor calórico es alto, pero su duración requiere de una atención frecuente. Por lo general, proviene de especies frutales que desprenden un olor agradable, sin embargo, de acuerdo a lo dispuesto por rigurosos calendarios de fumigación y cura contra las plagas, es mejor evitar su inhalación para prevenir, por lo menos, la tontera o el abombamiento.

Plantas de carozo: En orden de importancia, acá hago referencia al duraznero, la ciruela, el nogal, el almendro y al damasco. Con un año de secado todas ellas serán aptas para la quema; excedidos los tres años, su valor como leña decrece dado que la frecuencia de atención al fuego será mayor y nos restará tiempo para otras actividades de mayor calado que el ser unos vigilantes. Debido a la crisis productiva que arrastra nuestra zona desde aquella vez que gobernaron los milicos, este material combustible se encuentra con bastante abundancia: los ejemplares languidecen en las fincas, esperando su ración de agua y de cuidados. Una vez secos, es inútil sentarse a esperar flores o frutos de ellos. Sé de gente que se hizo vieja en esa expectativa estéril, en compañía de sus perros y de su mate. Algunos, por ese ímpetu pasivo, terminaron pareciéndose a un tronco podrido.

El damasco casi que se cae de la lista de combustibles. Es probable que haya agotado sus fuerzas en la exquisita caducidad programada de su fruto, sin trasladarlas a la calidad de su leña.

El mirabolan y el prunus, de verlos nomás, se conoce que son ciruelos degenerados. Se pueden quemar sin ningún problema, teniendo en cuenta las mismas recomendaciones a seguir con los demás ciruelos productivos y serios.

Plantas de pepita: Hago referencia al manzano, la pera, la vid y el membrillo. De propiedades similares a las de carozo, gustan de ser acompañadas en su ardor por un operario que frecuente los goces de la carne, de las verduras, de las pastas y de la sopa de puchero. Su tibieza promueve una digestión liviana, buena leche y agradable somnolencia post coito. Tanto la cepa como el membrillo, generan un fuego de inmejorable maridaje con una copa de vino tinto, aunque una fogata excesiva puede acarrear demasiada sed y consecuencias desagradables a posteriori. Caben aquí las consideraciones precedentes sobre los milicos y las curas. Cuidado.

Maderas de flor:

Arabia: Es una fraternidad muy difundida en cercos y fondos de fincas. Esta planta cuenta con uno de los mejores aromas florales de la galaxia. A su sombra, sobre los yuyos, junto a las acequias y envueltas en el influjo de su perfume, se han ayuntado un sinnúmero de parejas, unidas, más tarde, por la posterior progenie. Su leña es de buena llama, aunque casquivana, por lo que recomiendo una atención muy frecuente. El color de su sazón preígnea es una agradable mezcla de vetas: tabaco negro y té de manzanilla con miel. Aunque es planta que no requiere curas, es mejor evitar la inhalación de los gases emanados debido a su penetrante hediondez: Muy fragante de pie, decae en horizontal.

Acacia: Hago referencia a la variedad más extendida en el oasis: la del racimo de flores blancas de gran predicamento entre las abejas melíferas de la internacional obrera y campesina. Su leña es medio calentona y tampoco huele muy bien que digamos, pero permite un fuego de cierta valía. El color adecuado es el ambarino de hojas de guía telefónica de los años ’70, cerca de la corteza y de rebelde mancha de chocolate, hacia el centro. Su boscaje es tupido, por lo que se puede ralear al voleo sin temor a que la conciencia te haga regüeldos. Es conveniente tomar cuidado con sus insidiosas espinas troncales. La madera es apreciada entre los jornaleros para la confección de mangos de herramientas y chíngulas[1] de ajuste. Se dice que un cabo de este material puede resistir la mano más curtida sin ampollarse. Luego de un tiempo de uso, por efecto del sudor y el frote, la madera se pule y lanza destellos aún a la hora de la siesta cuando descansa en el galpón, como pidiendo actividad.

Acacia visco: Es un árbol extendido de forma abundante en toda la zona ya que es gaucho y resiste muy bien la escasez de agua. Su leña también es nauseabunda, pero esforzada a la hora de templar los ambientes. El color es muy similar al de la especie anterior, pero su amarillo es más de chipica amanecida con helada y su castaño, almibarado. Debo confesar que es una variedad que me vino persiguiendo hasta hace unos años. Todavía existen ejemplares de más de 70 años en la vereda de mi casa de la Moreno y en el parque chastrín de la finca de Cuadro Benegas. En los mentideros donde se acumulan todos los rumores de las amas de casa y de los jubilados pulcros, se le califica como un enemigo público declarado de las escobas y los lampazos. En efecto, con excepción de un corto período invernal en que el árbol se aparece desnudo y otro corto período primaveral en que comienza a formar su emperifollo de globos amarillos, en el proceso vegetativo anual es capaz de liberarse de hojas, pelusa rubia, chauchas y palitos casi sin solución de continuidad. Se arguye que, en un mundo abandonado por el ser humano, sus cochinadas terminarían cubriendo las ciudades y las landas.

Olmo: Este árbol, de leña mediocre pero voluntariosa, fue uno de los mejores refugios de los tordos chupones hasta hace unos años. A la caída de la tarde, cientos de estas aves se aventuraban en la fronda a intercambiar píos y datos privilegiados sobre nidos donde parasitar la huevada. En la década del ’70 arribó, en calidad de polizón, la plaga del cascarudo. Fue el principio del fin. En las estaciones más cálidas del año, el olmo realiza hasta cuatro intentos, como una anclada ave fénix, de brotar, florecer y fructificar, sin éxito. Es decir que en un plazo vital corriente para el resto de los árboles, el olmo vive cuatro veces, sin prosperar, sin fecundar, sin reproducirse, sin asombrar. A la fecha de este registro, el olmo es un árbol en vías de extinción en nuestra Provincia. Vaya nuestro sentido responso por su triste jornada de pujos estériles. Hay abundante material leñoso seco en nuestras calles rurales esperando, al menos, el cielo del fuego amigo y piadoso.

Pinos: Se califica aquí, en una generalización antojadiza, como pino a todo árbol que tire piñas. Su leña seca es aromática, explosiva y chisporroteante, por lo que puede ser acompañada, a una distancia prudencial de sus pequeños proyectiles de brasas, con champán y mollejas bien cocidas. Aunque de duración y calor más o menos, empatiza con las relaciones cariñosas y el mirar a los ojos, ventanas del cuerpo,  donde flamean esas llamas que ya se sabe. El color de estas leñas, según la variedad, va desde el pálido de la espiga de la cebada, hasta el infrecuente del flan con caramelo.

Jarilla: Se nota que es un arbusto tímido, ya que su reproducción en cautiverio es de gran dificultad, pero la fragancia de su resina la pierde y la expone. En libertad, en cambio, se muestra de manera bastante desenfadada en nuestros campos semidesérticos. Su producción de leña es exigua debido a lo trabajoso que resulta juntar una tonelada. Hasta hace unos años, era común ver por las calles de la ciudad una carretela ofreciendo jarilla para abastecer los hornos de los sanrafaelinos. Una adecuada toma de conciencia y sus consecuentes regulaciones y edictos, redujo la caza indiscriminada de sus ejemplares, que demoran medio siglo en crecer como corresponde. Ahora, la planta no necesita moverse para ser hostigada por un montón de boludos. Es que, sin hacer apología del crimen, debo decir que la carne asada y el pan casero, cocinados bajo el influjo de su resina, es un adelanto del sentido profundo de la razón del ser digestivo. Las precauciones que se deben tomar para su poda son infinitas, por lo que es mejor dejarlas en paz. Para hacer un asado, basta recolectar las ramas secas que se acumulan a la sombra de las vivas y no joder tanto. Sus propiedades desinflamatorias son recomendadas para un sinnúmero de garrotazos que la vida puede ofrecer.

Alpataco: Para usuarios con espíritu aventurero. Las ramas y el tronco de nuestro algarrobo flaco es una leña de fuste, pero, ay, con espinas. De haber podido elegir una corona de flagelo, los romanos hubieran optado por este material. De muy buena caloría y duración, el impedimento que se aprecia, entonces, es la recolección. Los neófitos, adquieren en los comercios ad hoc, un producto similar, debidamente procesado proveniente de la provincia de La Pampa, pero con un grave menoscabo en la generación de adrenalina que nos ofrece, eso sí, el autóctono.

Piquillín: Este arbusto harto pinchudo es famoso por lo calentón, pero para recogerlo es menester estar muy necesitado. Su llama es caudalosa, sin embargo, la excesiva abundancia de cenizas que produce desalienta a cualquier operario que guste del aseo, especialmente en días ventosos. Su fruto es muy sabroso, pero dado lo pijotero de su pulpa, es casi imposible obtener la saciedad.

Maderas blandas: Son el suspiro del fuego y el orgullo del agua. Se reproducen casi a la vista de todos, crecen rápido junto a las acequias y canales, visten paisajes fugaces y son la comidilla de las hormigas y los abejorros. Como combustible son emprendedoras y de corto aliento. Es la provisión infaltable para las madrugadas, cuando uno se levanta medio ahuevonado por el influjo de la almohada y las manos torpes de tanto y tanto manipular los hilos de los sueños. Indispensables para contagiar a las leñas más conservadoras, su perorata pronto se convierte en cenizas. Son recomendables para mantener diálogos escuetos, un cafecito y cada uno al trabajo. Su tala no genera tantos problemas de conciencia dado que son árboles de no tapar el bosque. La corteza es jodida: si se la deja más de un año con este forro, la madera se pudre y su fuego vende sólo humo.

Álamo: Estos esbeltos árboles tienen uno de los nombres más hermosos de la lengua española. Sin embargo, sus variedades más útiles han sido denominadas por ingenieros con nombres y cifras incomprensibles para nosotros, los profanos. Para hacer la necesaria clasificación, optaremos por tres prototipos: el álamo común que tiene forma de llama verde u anaranjada, según la estación, y se alinea en trincheras que permiten pispear para dónde corre el viento y el color de la luna; el álamo blanco o italiano bartolero, que crece por cualquier lado y se reproduce de manera operística, y el álamo carolino, de cuya copa frondosa nievan flores en la época de las alergias. A los efectos prácticos, la leña de los tres tipos es igual: liviana y emprendedora. Debe ser usada preferentemente al año siguiente de su tala. Al estar libre de agrotóxicos, su ramaje es óptimo para el asado y las papas con ajo al horno de leña. Expuestos a la llama sus brotes verdes son muy fragantes, pero esta cualidad nos trae sin cuidado.

Sauce: Nos ocuparemos del sauce llorón. No con un vano propósito de consuelo, sino más bien por su difusión extraordinaria en cercanías de fuentes de agua. Una de las hipótesis más difundidas sobre su llanto se relaciona con su nula posibilidad de prosperar lejos de los suelos regados. Estamos en condiciones de afirmar que esa proposición carece en absoluto de fundamento, dado que otras especies tampoco pueden vivir lejos del agua y no se andan quejando. Su leña, de características similares a la del álamo en cuanto a duración y calorías, es peligrosa para las estufas de bocas abiertas porque gusta de la pirotecnia y puede malbaratar las prendas de los operarios novatos. Como punto a favor, cuenta con un humo balsámico bayaspirinesco que, en dosis adecuadas, quita el dolor de cabeza, el guiño de ojo y de distintas afecciones en los músculos motores.

El sauce mimbre es la materia prima de los canastos, por lo que es mejor abstenerse de andarla quemando.

Fresno: es un árbol de tiro corto por lo que se recomienda usar aquellas ramas que hayan optado por terminar sus días de manera anticipada en la podredumbre. Como leña, es lo mismo que nada, pero un poco más tibia.

Catalpa: Sus chauchas secas y encendidas fueron el primer cigarrillo de multitud de infantes sanrafaelinos recién destetados. Su leña es afanosa, pero escasa. En caso de conseguirse una provista de este producto, no hay que cantar victoria: dura lo que un cirro.

Pimiento o aguaribay: Curtido proveedor de aromas, este árbol nos da una leña útil para cuando se está pobre de alma. En la evolución de sus fugaces llamaradas uno puede discernir, si es brujo, las distintas posibilidades que el futuro le depara y la consiguiente opinión personal, fatalmente errónea, sobre los caminos a seguir. Sus frutos rosaditos suelen usarse como complemento de carnes y estofados, pero en exceso, pueden convertir el caldo en un agua de colonia medio fulera.

Maderas esponjosas: Como leña, suelen ser más un estorbo que una fuente de satisfacciones. Su principal virtud es el humo que busca los ojos claros.

Higuera: Su leña es inútil, pero a su flor es preciso tributarle un sentido homenaje piadoso en compañía de un puñado de nueces. No se recomienda dormir la siesta bajo su sombra pues genera dolores de cabeza y juntadero de moscas. Especialmente, después de comer y chupar como chancho.

Palmera: Se cree que fue traída a la zona por los pioneros franceses y sirios que añoraban sus paisajes. He visto ejemplares que superan largamente la centuria sin brindar otro servicio que un adorno aristocrático. Aprovechando los escondrijos que ofrece lo enmarañado de su copa, familias de ratones Pérez y palomas datileras, suelen establecer sus asentamientos permanentes. Como leña es de una nulidad calórica supina. Al que le gusten sus postes, que se aguante las astillas.

Ailanto: Se trata del árbol más prolífero del mundo. En otros lugares se lo conoce como árbol del cielo, pero aquí parece que estamos muy lejos de ello y, salvo para algunos estudiosos de lo sagrado, es un perfecto desapercibido. Se puede aventurar que tal desconocimiento se debe, principalmente, a que no sirve como madera, ni como leña, ni como ornamento. Sólo forma parte de este tratado por el hecho de presentar un nombre de una belleza trascendente.

Otros: Algunos aprovechados utilizan a modo de leña los carozos que desechan las fábricas de conservas. Aunque el calor conseguido merced a la sustancia oleosa de la pepa es alto, desaconsejo este material por encontrarse en la misma categoría que las briquetas y otros artilugios, que no son otra cosa que inventos de los gringos para joder a la gente y someternos a la molicie. Para poder aproximarnos al concepto de la sumisión, basta ver a un rudo hombre de campo, hincado, soplando y soplando los cofrecitos que atesoran la fuerza germinal de los frutos. No queremos para nuestros paisanos tamaño oprobio. Un pueblo que se precie, nunca de rodillas.” (pags. 387 a 392)



Lo anterior es fruto de profundas reflexiones que he ido haciendo a lo largo de mi dilatada experiencia como foguista. Mis observaciones, primero fueron impresas a fuego en mi piel, llegando en un corto plazo a mi amígdala y al hipocampo. Luego de un tedioso proceso de asociaciones en el bosque de mis neuronas, que sería fatigoso rescatar para esta lectura, ve hoy la luz de la pantalla. Es probable que te sea difícil llegar hasta aquí. No ha sido otra mi intención que probar/me una tesis bastante peregrina: somos fuego alimentándose y consumiéndose ante nuestros propios ojos. Somos los testigos de una íntima deflagración. Lo que voy narrando, mientras me ahúman las manos, no pretende ser más que leña que arda, que caliente, que asombre tu propia vida. Leña para tu fuego.

A fin de cuentas, la tercera tesis de este escrito, no es más que el provisional corolario de las anteriores proposiciones: Entre el árbol y la nada, estamos nosotros, en la tierra.

 



[1] Término utilizado por el obrero rural Jesús Basualdo, que denomina a la cuña, contracuña o suplemento entre el azadón o hacha y la madera.

2 comentarios:

Prof. Guillermo de Majo dijo...

Muy bueno Poly, excelente.

Raule dijo...

Todo un tratado!!! Me encantó!