Primera tesis: Entre la madera y
la carcoma, estamos nosotros, el tiempo.
Cincuenta y tantos años después
de que empezara esta historia, una tarde, el Kely Santarrosa, un artesano de
muebles que murió hace poco y con el que nunca tuve demasiada empatía, me dijo:
la madera es eterna.
Yo había hecho tablear un enorme
gajo de ciprés que había desprendido una tormenta en la otra finca y le llevé
algunos tablones para que nos hiciera una mesa. La mesa que tiene el Gerardo y
que, aunque un poco endeble, tiene un hermoso diseño cúbico. En esos lances,
con los ojitos achinados y la voz tarda, soltó aquella sentencia hermosa. De
todo lo que le escuché en los pocos encuentros que mantuvimos, es lo único que
me quedó. El Kely era una especie de ermitaño que vivía en un secadero
abandonado convertido en carpintería. No era de bañarse y dormía con los
perros. Sé que tenía muchos amigos, pero a mí medio que me alejaba su olor.
Cursando su maestría con la sierra y la lija, olvidó los modales de los hombres
y, más aún, las mujeres. En fin, el Kely está muerto y la madera es eterna. Yo
también lo creo.
Casi consecutivamente con mis primeros fonemas: mamá, papá, checalo(hipocorístico de Carlos), cuichi (pájaro o pollito, casi sinónimos), cueichi (flor), incorporé palabras que olían más que sonaban, aprendí a hablar cercado por sus aromas: eucaliptus, arabia, cedro, pino. El olor de los bosques, de los muebles de la casa.
Mi primer escondite
fue un ropero desmontable de gruesas tablas de eucaliptus, el mismo que está
ahora en mi habitación y, cada tanto, se queja por los ausentes. Entre la ropa
y la naftalina, me encerraba en su oscuridad a dejarme invadir por el olor de
la madera y las ganas de ser descubierto, deleitándome con los gritos de busca
de mi madre cada vez más cercanos: Caupo, Caupitooo! La mesa del comedor
(espacio distinto, como deberás saber, al comedor de diario, pues en mi casa comunista no
se usaba el despreciable inglés de living), también era y es de gruesas tablas rojas
de eucaliptus y amarillas veteadas de arabia. De arabia (árbol también
conocido, según aprendí después, con otro nombre hermoso: olivo de Bohemia), también
las extrañas bibliotecas que ideó mi viejo con puertas enrejadas de madera (una
voló con la bomba del ’74, otra, la triangular, ordena los libros junto a mi
cama). De cedro el bargueño, la biblioteca de cortinas verdes, el escritorio de
segunda mano que me regalaron cuando entré en la secundaria, los ataúdes de
adorno que oficiaban de lapiceros y el primer lápiz que me llevé a la boca; de
pino el aparador y la mesa pintados de blanco.
De aquellos muebles, el rey de la
creación era, sin dudas, el escritorio de roble con persiana. En sus cajones
inferiores no había nada para mí: diarios viejos, los fascículos de las
Novedades de la Unión Soviética y Nuestra Palabra que traía la prensa del
partido, documentos, escrituras, ovillos de lana y la caja de lustrar zapatos.
En los superiores, al descorrer la persiana con un sonido de caricias de madera,
uno se encontraba envuelto por el perfume romántico del roble y del mundo:
billetes, estampillas y monedas viejas; frascos romboidales de tinta china
azul, roja y negra, lápices de grafitos delicados(entre ellos, mocho y
taciturno, el que mi padre había extraído del bolsillito del traje de su
padre, mi abuelo Luis, ya pura osamenta, cuando abrieron el ataúd para un
burocrático traslado de sus restos cuarenta años después de finado), las
maravillosas Tintenkuly, Parker y Sheaffer ordenadas y relucientes, balas de
fusil y de pistola, papeles carbónicos y de manteca, talonarios de cheques y
recibos, blocks de hojas con membretes afiligranados con racimos de uvas y
globos terráqueos, lanzaminas y cajitas diminutas con minas rojas y negras,
papeles escritos con caligrafía presurosa, una linterna meada por un chiñe que
agregaba fijeza a la paleta aromática. He pasado horas en ese puesto de
comandos de la imaginación atareado en ser.
Más adelante, ya huevoncito,
trajeron un aparador de fórmica para la cocina que cubría toda una pared.
Aunque funcional, siempre fue un intruso, como esos albañiles que llegaban cada
tanto a hacer unas obras de ampliación chastrinas. Un aparador que, a lo sumo,
huele a café o a pan, pues su alma es un conglomerado.
Lo que no había era lugares para
echarse, con excepción de los camastros. En mi casa se descansaba como en un
monasterio merovingio. Camas indóciles, sillas sin almohadones. Los cuerpos era
un territorio para la práctica del estoicismo. Por ejemplo, en un punto de mi
niñez, llegaron los bancos de cedro para acompañar la mesa del comedor. El
diseño, franciscano, frugal, fue imaginado por mi padre con la parte
seminarista de su cabeza. Para su construcción, eligió a un tal Sola que tenía
carpintería cerca de la Castelli. Un hombre calvo y de bigotes encimeros, que
portaba con garbo un lápiz de dos colores, rojo y azul, en la oreja. Dos bancos
como para dos culos cada uno, de tablas de dos pulgadas, en las cabeceras y dos
bancos como para tres espaldas cada uno, con respaldo para dos vértebras
torácicas, cubriendo los lados largos del rectángulo de la mesa. Las
conversaciones y las reuniones que se hacían ahí, nunca decaían.
Poco después, de la misma cabeza,
y de las mismas, distintas, manos, se perpetró una biblioteca monumental. Mi
padre me llevaba a seguir los avances de la obra. La carpintería, donde se
desarrolla uno de los oficios más antiguos del ser humano, no era ni grande, ni
chica, pero era como entrar al santuario del aroma, con esa medialuz habitada
por los corpúsculos de la madera serrada. Después de varios meses de medir,
cortar y encolar, el mueble fue traído por partes y montado con gran
expectativa. Aún ocupa todo el ancho y alto de una pared, es de cedro y
presenta la casa. Tiene seis compartimentos: tres arriba con puertas dobles de
vidrio verde, con tres anaqueles por división; tres abajo, también con puertas
dobles. Antes de llenarlo con los treinta y pico tomos de las obras escogidas
de Lenin y el enciclopédico saber impreso de mi familia, mi papá pasó tardes y
noches enteras encerando y encerando sus tablas. Logró, finalmente, darle el
tono y el toque que buscaba: brillo en la oscuridad, opacidad en la luz. Ideal
para guardar el saber. Con los años se ha ido quedando sólo en esa casa, con
libros, papeles y documentos que ya nadie lee y alimentan a colonias de ácaros. Sólo en la casa deshabitada en
que ya nadie enciende el fuego.
Más tarde, producto de una sucesión familiar, llegaron a la finca más joyas: un aparador de guindo con puertas corredizas en la parte inferior y espejos con el azogue impregnado por los fantasmas y la biblioteca de mi abuelo Luis, de roble estropeado por siglos de abandono y vidrios con sus iniciales biseladas. Hoy, después de una reconstrucción herética que le hice, cobija a mis libros favoritos, fotos, una cabeza jibarizada y un par de máscaras. Suele estar vivo y sorprenderme con un reflejo. A la casa de la Moreno también trajeron de esa requisa un mesón y un banco de pino. La mesa puede albergar trece comensales cómodos, y un par de entenados en caso de empanadas. En un extremo, el de los hombres viejos de la casa, el travesaño inferior está desigualmente desgastado por la pata renga de mi abuelo. Sobre ella se posaron las comidas que alimentaron al ejército de Sáez Forster en las primeras décadas del siglo XX, en los años en que el diablo perdió el poncho aguas abajo del Atuel. Cuando todos los hijos nos hubimos ido, mis viejos solían comer en una punta de la mesa con una damajuana de vino a los pies, como una mascota. El resto de la mesa se reservaba para las reuniones del partido o para apoyar las cosas que nos sobraban en las manos. El banco, es el mismo que sentó a aquella banda para una foto que anda por ahí.
De tan conforme con el espacio
que otorgaba semejante mesón, mi viejo compró en un tutticuanti la mesa de
sastre de cuatro por uno, piernas torneadas, posapies y tablero de roble, que
tengo acá cerca de donde escribo, junto al mencionado banco, ahora rojo, de la
foto que te decía que anda por ahí. La confección de encuentros son la gala inamovible de esa mesa desde
hace cuatro décadas: años nuevos y viejos, carneos, días rojos en el almanaque
del amor filial, días negros de comer sólo en la punta, risas, vinos y asados,
están pespunteados en sus vetas silenciosas. Como no tenemos lugar en la casa, banco
y mesa pernoctan en la galería. Hace un par de años lijé y laqueé la mesa con
primor y le di unas manos de pintura al banco, para que resistan juntos los
embates de las estaciones y de la luna. Casi todos los días venís a jugar sobre
ellos ignorando que repetís un gesto que tiene más de cien años.
En los años 80, mi tío Tago trajo, ignoro cómo, una mesa y unas sillas con posaderas de cuero (sobre una de ellas, la penúltima, escribo hoy). Esa mesa sobre la que comemos y hacés los deberes, consiste en unos tablones atornillados de timbó y un armazón metálico. El tablón pesa más de treinta kilos y es duro como el acero. Estará todavía cuando tengas, como yo, sesenta años.
Otras de las cosas enumeradas están en nuestra casa y las reconocerás y deberás legarlas a tus hijos porque la madera, como la memoria de la sangre, es eterna.
A la madera sólo la puede terminar el
olvido o el fuego. Y no sé.
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