domingo, 15 de agosto de 2021

Primera tesis



Toda comunicación, hija, es imposible. 
Esta escritura, por ejemplo, debería ser un artefacto de múltiples dimensiones para acercarse a la vida de un hombre. Como esas figuras de Dalí llenas de cajones que arden en el desierto de la perspectiva, mi historia no termina de contarse en estas páginas planas: están también el crónico río de nuestra jornada corriendo hacia el mar de la nada, los agujeros de gusano por donde voy extrayendo estas palabras que remedan las imágenes que, a su vez, muñecas rusas, remedan a las verdaderas imágenes en el hipervínculo de la memoria, tu lectura infinitamente distinta según el momento en que te pares a buscarme, los fantasmas indóciles. En estos cajones, en esta cabeza que arde según quiere Dalí, viajan otros mundos que las palabras no pueden someter. Pasado, presente y futuro; realidad, percepción, evocación. Puesta sobre aviso, voy tirando del hilo.

Primera tesis: Entre la madera y la carcoma, estamos nosotros, el tiempo.

Cincuenta y tantos años después de que empezara esta historia, una tarde, el Kely Santarrosa, un artesano de muebles que murió hace poco y con el que nunca tuve demasiada empatía, me dijo: la madera es eterna.

Yo había hecho tablear un enorme gajo de ciprés que había desprendido una tormenta en la otra finca y le llevé algunos tablones para que nos hiciera una mesa. La mesa que tiene el Gerardo y que, aunque un poco endeble, tiene un hermoso diseño cúbico. En esos lances, con los ojitos achinados y la voz tarda, soltó aquella sentencia hermosa. De todo lo que le escuché en los pocos encuentros que mantuvimos, es lo único que me quedó. El Kely era una especie de ermitaño que vivía en un secadero abandonado convertido en carpintería. No era de bañarse y dormía con los perros. Sé que tenía muchos amigos, pero a mí medio que me alejaba su olor. Cursando su maestría con la sierra y la lija, olvidó los modales de los hombres y, más aún, las mujeres. En fin, el Kely está muerto y la madera es eterna. Yo también lo creo.

Casi consecutivamente con mis primeros fonemas: mamá, papá, checalo(hipocorístico de Carlos), cuichi (pájaro o pollito, casi sinónimos), cueichi (flor), incorporé palabras que olían más que sonaban, aprendí a hablar cercado por sus aromas: eucaliptus, arabia, cedro, pino. El olor de los bosques, de los muebles de la casa. 

Mi primer escondite fue un ropero desmontable de gruesas tablas de eucaliptus, el mismo que está ahora en mi habitación y, cada tanto, se queja por los ausentes. Entre la ropa y la naftalina, me encerraba en su oscuridad a dejarme invadir por el olor de la madera y las ganas de ser descubierto, deleitándome con los gritos de busca de mi madre cada vez más cercanos: Caupo, Caupitooo! La mesa del comedor (espacio distinto, como deberás saber, al comedor de diario, pues en mi casa comunista no se usaba el despreciable inglés de living), también era y es de gruesas tablas rojas de eucaliptus y amarillas veteadas de arabia. De arabia (árbol también conocido, según aprendí después, con otro nombre hermoso: olivo de Bohemia), también las extrañas bibliotecas que ideó mi viejo con puertas enrejadas de madera (una voló con la bomba del ’74, otra, la triangular, ordena los libros junto a mi cama). De cedro el bargueño, la biblioteca de cortinas verdes, el escritorio de segunda mano que me regalaron cuando entré en la secundaria, los ataúdes de adorno que oficiaban de lapiceros y el primer lápiz que me llevé a la boca; de pino el aparador y la mesa pintados de blanco.

De aquellos muebles, el rey de la creación era, sin dudas, el escritorio de roble con persiana. En sus cajones inferiores no había nada para mí: diarios viejos, los fascículos de las Novedades de la Unión Soviética y Nuestra Palabra que traía la prensa del partido, documentos, escrituras, ovillos de lana y la caja de lustrar zapatos. En los superiores, al descorrer la persiana con un sonido de caricias de madera, uno se encontraba envuelto por el perfume romántico del roble y del mundo: billetes, estampillas y monedas viejas; frascos romboidales de tinta china azul, roja y negra, lápices de grafitos delicados(entre ellos, mocho y taciturno, el que mi padre había extraído del bolsillito del traje de su padre, mi abuelo Luis, ya pura osamenta, cuando abrieron el ataúd para un burocrático traslado de sus restos cuarenta años después de finado), las maravillosas Tintenkuly, Parker y Sheaffer ordenadas y relucientes, balas de fusil y de pistola, papeles carbónicos y de manteca, talonarios de cheques y recibos, blocks de hojas con membretes afiligranados con racimos de uvas y globos terráqueos, lanzaminas y cajitas diminutas con minas rojas y negras, papeles escritos con caligrafía presurosa, una linterna meada por un chiñe que agregaba fijeza a la paleta aromática. He pasado horas en ese puesto de comandos de la imaginación atareado en ser.

Más adelante, ya huevoncito, trajeron un aparador de fórmica para la cocina que cubría toda una pared. Aunque funcional, siempre fue un intruso, como esos albañiles que llegaban cada tanto a hacer unas obras de ampliación chastrinas. Un aparador que, a lo sumo, huele a café o a pan, pues su alma es un conglomerado.

Lo que no había era lugares para echarse, con excepción de los camastros. En mi casa se descansaba como en un monasterio merovingio. Camas indóciles, sillas sin almohadones. Los cuerpos era un territorio para la práctica del estoicismo. Por ejemplo, en un punto de mi niñez, llegaron los bancos de cedro para acompañar la mesa del comedor. El diseño, franciscano, frugal, fue imaginado por mi padre con la parte seminarista de su cabeza. Para su construcción, eligió a un tal Sola que tenía carpintería cerca de la Castelli. Un hombre calvo y de bigotes encimeros, que portaba con garbo un lápiz de dos colores, rojo y azul, en la oreja. Dos bancos como para dos culos cada uno, de tablas de dos pulgadas, en las cabeceras y dos bancos como para tres espaldas cada uno, con respaldo para dos vértebras torácicas, cubriendo los lados largos del rectángulo de la mesa. Las conversaciones y las reuniones que se hacían ahí, nunca decaían.

Poco después, de la misma cabeza, y de las mismas, distintas, manos, se perpetró una biblioteca monumental. Mi padre me llevaba a seguir los avances de la obra. La carpintería, donde se desarrolla uno de los oficios más antiguos del ser humano, no era ni grande, ni chica, pero era como entrar al santuario del aroma, con esa medialuz habitada por los corpúsculos de la madera serrada. Después de varios meses de medir, cortar y encolar, el mueble fue traído por partes y montado con gran expectativa. Aún ocupa todo el ancho y alto de una pared, es de cedro y presenta la casa. Tiene seis compartimentos: tres arriba con puertas dobles de vidrio verde, con tres anaqueles por división; tres abajo, también con puertas dobles. Antes de llenarlo con los treinta y pico tomos de las obras escogidas de Lenin y el enciclopédico saber impreso de mi familia, mi papá pasó tardes y noches enteras encerando y encerando sus tablas. Logró, finalmente, darle el tono y el toque que buscaba: brillo en la oscuridad, opacidad en la luz. Ideal para guardar el saber. Con los años se ha ido quedando sólo en esa casa, con libros, papeles y documentos que ya nadie lee y alimentan a colonias de ácaros. Sólo en la casa deshabitada en que ya nadie enciende el fuego.

Más tarde, producto de una sucesión familiar, llegaron a la finca más joyas: un aparador de guindo con puertas corredizas en la parte inferior y espejos con el azogue impregnado por los fantasmas y la biblioteca de mi abuelo Luis, de roble estropeado por siglos de abandono y vidrios con sus iniciales biseladas. Hoy, después de una reconstrucción herética que le hice, cobija a mis libros favoritos, fotos, una cabeza jibarizada y un par de máscaras. Suele estar vivo y sorprenderme con un reflejo. A la casa de la Moreno también trajeron de esa requisa un mesón y un banco de pino. La mesa puede albergar trece comensales cómodos, y un par de entenados en caso de empanadas. En un extremo, el de los hombres viejos de la casa, el travesaño inferior está desigualmente desgastado por la pata renga de mi abuelo. Sobre ella se posaron las comidas que alimentaron al ejército de Sáez Forster en las primeras décadas del siglo XX, en los años en que el diablo perdió el poncho aguas abajo del Atuel. Cuando todos los hijos nos hubimos ido, mis viejos solían comer en una punta de la mesa con una damajuana de vino a los pies, como una mascota. El resto de la mesa se reservaba para las reuniones del partido o para apoyar las cosas que nos sobraban en las manos. El banco, es el mismo que sentó a aquella banda para una foto que anda por ahí.

De tan conforme con el espacio que otorgaba semejante mesón, mi viejo compró en un tutticuanti la mesa de sastre de cuatro por uno, piernas torneadas, posapies y tablero de roble, que tengo acá cerca de donde escribo, junto al mencionado banco, ahora rojo, de la foto que te decía que anda por ahí. La confección de encuentros son la gala inamovible de esa mesa desde hace cuatro décadas: años nuevos y viejos, carneos, días rojos en el almanaque del amor filial, días negros de comer sólo en la punta, risas, vinos y asados, están pespunteados en sus vetas silenciosas. Como no tenemos lugar en la casa, banco y mesa pernoctan en la galería. Hace un par de años lijé y laqueé la mesa con primor y le di unas manos de pintura al banco, para que resistan juntos los embates de las estaciones y de la luna. Casi todos los días venís a jugar sobre ellos ignorando que repetís un gesto que tiene más de cien años.

En los años 80, mi tío Tago trajo, ignoro cómo, una mesa y unas sillas con posaderas de cuero (sobre una de ellas, la penúltima, escribo hoy). Esa mesa sobre la que comemos y hacés los deberes, consiste en unos tablones atornillados de timbó y un armazón metálico. El tablón pesa más de treinta kilos y es duro como el acero. Estará todavía cuando tengas, como yo, sesenta años. 

Otras de las cosas enumeradas están en nuestra casa y las reconocerás y deberás legarlas a tus hijos porque la madera, como la memoria de la sangre, es eterna. 

A la madera sólo la puede terminar el olvido o el fuego. Y no sé.

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