lunes, 26 de julio de 2021

Historia personal del frío

 


Lo que más me gusta del frío es el calor.

Imagino a mis antepasados caminando por los bosques alpinos en busca de leña; los imagino sentados frente a la estufa, familiones de ojos brillantes y caras paspadas, durmiendo arropados con pieles, aguantando los orines, captando el calor de las bestias que pasaban las noches en la parte de abajo de la casa que oficiaba de establo. Imagino a los otros, a los de acá, recubiertos con pieles de guanaco y con el cuerpo embadurnado con grasa de yeguas gordas, vigías permanentes del fuego. A estas alturas de la vida, dudo que esas idealizaciones sean veraces. Sólo conozco el frío como una experiencia personal; el frío como todo lo demás que conozco, por otro lado. 

El frío: me gusta el frío pero como un concepto que acontece detrás de la cápsula. Un frío que me llega en imágenes, no a través del aire.

Nací en julio, cuando el invierno ya está crecido. En mi infancia el frío era algo que sucedía sin alterar la vida de las personas. En toda mi casa sólo había una estufa de leña y una estufa de kerosén con velas de yeso. Dormíamos con una media docena de frazadas, nos levantábamos de apuro y nos tomábamos la leche cerca de la estufa de leña. Eran comunes los sabañones, pero yo nunca tuve. Ir caminando a la escuela era romper la escarcha con los zapatos acordonados de grimoldi, pie tutoris creo que se llamaban, que mi madre se empeñaba en comprar para que yo saliera derecho. Un suplicio que ni los curas más culposos se atreverían a usar en estos días. La oscuridad era más fría que la nieve. 

Mis abrigos eran someros y pesados. Pantalones grises de franela, medias de nylon, pulóveres caseros punto arroz. A los doce mi papá me compró una campera tipo militar, con un forro de tela escocesa onda frazada. También un infame Montgomery de tela de jean con una capucha de piel blanca de oso polar sintético. La capucha era lo único que ofrecía algo de abrigo. Yo lo usaba porque me daba un inefable aire Jackaroe, una especie de pistolero del oeste que usaba un piloto marino en el desierto. Con esos abrigos afronté las míticas nevadas de principios de los ’70, mientras leía a Jack London, Colmillo Blanco. Heredé de mi hermano una camperita plástica que tenía un símil corderito liviano como una de esas nubes que suelen verse días como hoy, en que el viento haraganea. Con esa camperita acompañé a mi padre en un viaje iniciático a la laguna Llancanelo, en las estribaciones del Payén. En ese viaje, en que era el único niño entre una turba de hombres liberados de mujeres y de obligaciones, casi siempre borrachos, disparé por primera y única vez a un choique. Un tiro en simultáneo con el que hizo mi padre con un máuser. Yo le pegué en una pata, él en el corazón. Lo supimos cuando lo pelamos. Por las noches, dormíamos en la caja de un camión repleto de damajuanas de vino y licores para pasar el frío, como la grapa Pámpanos de Plata, de más de 70 grados que hacía don Rodríguez de la calle Rivadavia. Por ahí, anda una foto de esa pequeña epopeya, en la que se me ve con el pelo pegado a la cabeza por la mugre, con las mejillas paspadas y la camperita de marras. 

Mi vieja y mi abuela nos tejían pulóveres con lanas semigruesas y semisintéticas. Nunca lo hacían de manera demasiado científica, por lo que algunos me apretaban en el cogote, otros, con las mangas demasiado largas, tapándome hasta la mitad de los dedos, como los mudos. Nada de eso importaba, porque mi cuerpo, al crecer, se iba metamorfoseando con las prendas. Muchas veces me he preguntado de qué color exactamente era mi piel en invierno. 

Una vez, mi padre, que era un hombre del frío como yo, me regaló unos borceguíes también tipo militar que compró en casa Cervantes. Duros y helados, con un forro de cuerina, los usé, también, en varias nevadas. No me importaba tanto la protección, me hacían más adulto.

Siempre volvía al fuego. El fuego me salvó la vida.

En la adolescencia estaban de moda los gamulanes y los sacos gordos, pero yo nunca pude acceder a la moda. Me creía muy elegante con los sobretodos de tela en espigas de mi viejo y de mi abuelo, pero una chirusa me dijo que me vestía como un viejo. En ese momento me shockeó, pero mirándolo a la distancia, lo considero un halago. Es que las lanas y los algodones que me cubrían tienen miles de años de historia, y yo los llevaba encima, como un príncipe de otro mundo; como un mendigo de otro mundo.

En el sur, mediados los 80, había mejorado algo mi protección contra el frío. El mejor de todos los abrigos, lo heredé del Ñacu muerto: tapado de casimir azul que tiene la suavidad de su alma y te da un toque de marinero de fragata. Una prenda para beber ron con otros lobos de mar, mecidos por las olas y las historias de puertos perdidos. Una pieza hermosa que guardo plegada en una valija para usarla en cualquier momento, o en el más allá. Mi suegra de entonces, la Irma querida, me regaló unas botas que compró en Eugenio. Un par precioso que tiré el año pasado, después de 30 años de servicio leal.

Cuando murió mi hermano, de porte, empaque y gustos parecidos, me aprovisioné con una parte de su cuantioso guardarropa, un tesoro amado del cual he conservado muchas prendas. Él solía vivir en lugares fríos, en los que el estar abrigado no se daba de patadas con la estética. Había armado su ajuar con prendas de seda, lanas exóticas, telas antiguas sobadas a mano, cueros exquisitos. Le gustaba recorrer las tiendas de viejo donde el norte liquida sus sobras: ejércitos de salvación, ventas de garaje, rezagos de una vida personalizada. Todavía nos tapamos con su colcha rosada de plumas. La misma que aparece en las fotos de su habitación huérfana que un amigo documentó unos días después de la masacre en que cayó, inocente como ciervo abatido en la espesura.

Esa herencia la recibí poco antes de mi primera separación y mi primera experiencia de vivir sólo.

En la década del ’90, época en que me mudé a la casa verde y después amarilla de Cuadro Benegas, pasé frío. En cuerpo y alma. Trabajaba desde las 13 hasta las 22 horas y, cerca de la medianoche, volvía a esa casa en que el frío brillaba desde las baldosas rojas, cristalizaba en los muebles y se clavaba en mi cabeza, sólido y letal. En esa época se habían puesto de moda unas estufas japonesas a querosén, atraídas por las importaciones que helaron la economía. Se llamaban Fensa y tenían un sistema bastante bueno que emitía poco olor y calentaban hasta 30 metros cúbicos. Yo llegaba, llenaba con las manos ateridas el depósito de combustible y la encendía afuera. Cuando el dispositivo tomaba calor, la entraba hasta la puerta  de mi habitación. Sobre ella me quitaba la ropa de trabajo y me calzaba un calzoncillo largo y una camiseta gruesa. Luego me metía en la cama de una plaza y media, comprada en la cárcel y que supo conocer tanto de mí. Sobre las tablas puse una capa de cartones, a continuación un mediocre colchón de gomaespuma que estaba empezando a disolverse en pequeñas migas, sábanas conmigo entre, dos frazadas y acolchado. Me dormía tiritando soledades, arrullado por el sonido de la estufa, envuelto en el resplandor anaranjado del fuego amigo. 

En esa época sólo encendía la chimenea por las mañanas, por falta de dinero, leña y motosierra. Junto a ella, con los pies sobre una piel de cordero, sentado en mi escritorio frente a una lexicón, escribí mi primera novela. En ella, no sé si mencionaba el frío. Pero desde mis dedos fluía hacia las teclas mi principio de salvación, el creer que algo de lo que hacía valía la pena. En esa época de noches blancas, caminaba o pedaleaba bajo las estrellas del campo invernal que, fugaces, me comían los deseos y la vida.

En el ’98, me mudé a Dorrego, Guaymallén, Mendoza. Reparamos el techo de la casa ni bien la compramos. Sacaron la capa de barro y material que habían pandeado las cabriadas. En definitiva, sólo quedaron unas tablas y una finísima capa de material y membrana. La casa era una heladera o un horno, según la estación. Por toda calefacción había un eskabe a gas, sin salida al exterior. Estaba en el centro de la casa, pero era como que se contraía con el frío, como si se acojonara y emitiera una tibieza tímida que daba ganas de llorar. En ese momento, mi situación económica había empezado a mejorar y mis prendas también, gracias a las consabidas herencias y regalos de mis hermanos. Me aprovisioné de una campera que aguantaba mal que bien hasta una nevada, pantalones de corderoy, unas botas decentes. El cuerpo, aunque temblón por las madrugadas, zafaba. El otro frío no se me iba, yo patinaba como un cobayo en su escarcha. Trabajaba muchísimas horas, pero en mi mirada siempre se dejaba caer un domingo por la tarde. No hay nada más frío que esas horas mal zurcidas en que se siente que lo bueno termina y que lo malo no es tan malo como inevitable, rutinario.

En esa época acompañamos con el Manuel preadolescente, a mi hermano Ecu y a un par de amigos a un viaje a conocer Las Leñas. La primera noche intentamos dormir en una casa alquilada a los Franchetti en El Nihuil. Hicieron 17 grados bajo cero en agosto. La calefacción consistía en unos impotentes radiadores eléctricos que llevaban la temperatura del interior de la vivienda a unos 2 o 3 grados, con suerte.  Nunca tanto frío real. Yo dormí con el Manu, tratando infructuosamente de encontrar calor de padre e hijo. Uno de los amigos del Ecu, Herman, es colombiano, el otro, un porteño canchero y simpático. Creo que nos recordaremos toda la vida hermanados por la miseria de pasar frío en una noche que se hizo eterna.

Al separarme de nuevo, me fui a vivir o como se llame lo que me pasaba, a un departamentito que, aunque estaba al cobijo del amanzanado de un barrio de clase media, me puso a la intemperie. Allí me calentaba con una pantalla de gas que me hacía temer la muerte en la mitad de la noche, ahogado por algún escape en la manguera que traía desde la cocina hasta la habitación y viceversa. El frío era la soledad, cuando ya no me veía ni conmigo mismo, aislado en la cámara que destejía hasta el puro hueso cada noche.

Cuando en el 2006 volví a San Rafael, perseguido por el dolor por la muerte de tu abuela y la quebradura del Manuel, después del absurdo accidente, empecé a reconstruir mi casa de la finca. Primero arreglé mi habitación. Elegí la más grande, aunque daba al sur, hacia la Cuesta de los Terneros. La pinté de color ladrillo, coloqué mis muebles y mis libros favoritos. Junto a la ventana, hice instalar una salamandra hecha por unos solterones de Pueblo Diamante a partir de una garrafa antigua de gas. En altorrelieve, el hierro, tenía la palabra Eulalia, que debe haber sido la marca original. Eulalia significa elocuente. Recuerdo, en la primera nevada que hubo, mirando caer los copos desde la ventana, escuchar el rumor del fuego junto a mí. Hablaba, la salamandra hablaba con todo el rumor de la leña que se quemaba dentro. Poniéndome poético, con todo el rumor del viento y de los pájaros que habían acompañado al árbol, ahora seco, en vida. Que el mundo fuera una heladera y yo, posado levemente sobre la cama, en remera, pudiera leer o amar, lo recuerdo como una de las pequeñas felicidades que me estaba ofreciendo mi nueva existencia. Puse dos salamandras más en el resto de la casa y compré una motosierra. Me supe rico.

Un par de años después de ese momento llegó a mi vida la Mercedes. Su hogar se sumó a todos los hogares que yo había ido construyendo y lo completó como una esfera de calor, como un útero donde renacer. En el 2011, hubo una nevada más prolongada y profusa que las anteriores. Nevó durante dos y días y pico. Se cayeron cables, el agua se congeló en las cañerías, quedamos bloqueados en la finca. Los días sin luz, ni agua, pero con leña, fueron cortos. Por la noche, alrededor de la estufa grande, con velas, Mamá embarazada de vos, Gerardo y yo, contábamos historias y mirábamos el fuego comerse las horas. Fue hermoso, un círculo áureo alimentándote en el vientre.

En 2016 no mudamos a la finca hendida por el zanjón. Fue un otoño lluvioso. El gringo al que se la compramos, había instalado en medio de la casa heptagonal un tacho de 200 litros convertido en estufa. Los inviernos se llenaron de tibieza entre nuestras paredes. También de olor a humo. Todos los cambios de estación, por ejemplo, cuando recuperamos nuestros respectivos ajuares de las valijas guardadas en el entretecho, las remeras, los shores, las camisas de manga corta, florecen a la luz. Esas flores huelen a humo. No me disgusta. Me parece proteico el olor a humo, lo llevo incorporado en mis sinapsis cavernícolas, en el animal que domó el fuego. Pero, como el ajo, la cebolla, los pedos, el olor a humo no es sociable. 

En nuestra casa, el frío no había sido problema hasta este año. La estufa que habíase prometido como libre de humo, que compró Mami con tanto esfuerzo, se ha mostrado mezquina a la hora de calentarnos los huesos. Por la noche vemos series o películas con campera puesta, una aberración con respecto a mis expectativas sobre la vejez.

En estos días volvimos al anterior sistema, propio de una casa perdida en las recónditas montañas de Alaska: el tacho de 200 litros que llenamos de leña y nos amedrenta con su calor. Claro que esta época, merced a múltiples compras, donaciones, regalos y trapicheos, nos encuentra mejor equipados para enfrentar los cierzos, las nevadas y los hielos que emiten las estrellas por las noches. Tenemos botas y camperas impermeables, plumas y artificios de plástico en los acolchados, y abrazos, siempre tan imprescindibles. Sigo como un obseso mirando los pronósticos. Cuando anuncian días helados, nos llenamos de aprensiones, surtimos las leñeras, adquirimos víveres y calorías como para soportar una era de hielo. Sin embargo, por más informados y provistos que estemos, el frío siempre nos desilusiona: los días pasan y se pierden en el olvido.

Quedan las cenizas y una leve columna de humo que persiste en su intento por ganar, incólume, el cielo o la aprobación social.

8 comentarios:

Graciela Rodaro dijo...

Maravilloso relato. Conocí,en Italia, la casa de mi abuela. Abajo vivían los animales. Me impactó el relato del frío de los domingos por la tarde. Maravilloso, como todo lo que escribís, Poli.

Unknown dijo...

Muy bueno Poli, me acuerdo de tus borceguíes.

inicial primaria dijo...

Qué buen relato… vi el humo, las brasas y las cenizas todas rodeadas de los abrazos de cada uno de los mencionados! 💕

Unknown dijo...

Soy muy crítico con lo que leo, y más con lo que escribo. Pero esto me gustó mucho, porqué me identifica. Mí primer campera propia, la tuve a los 17.

Unknown dijo...

Soy Pedro.

Unknown dijo...

Estoy probando si sale el nombre.

pedrosuarezsalvagiotto@gmail.com dijo...

Sigo probando.

pedrosuarezsalvagiotto@gmail.com dijo...

Ahí.