sábado, 21 de abril de 2012

Tres cuentos para la Eleonora. Parte III

Simplicio, el duplicado, o esacosaquesecomialasfrutillas ¡Qué revuelo se armó en mi pueblo! Y todo por una cosa tan simple, por una nada, como decía mi abuela. Y eso que este es un pueblo tan tranquilo que la gente se duerme parada, los perros dan vueltas, mas o menos, media hora hasta echarse y los sifones se quedan sin gas al ratito de empezar el almuerzo. Bueno, no piensen que mi pueblo es aburrido. Tranquilo sí, con una brisa que te trae olores a guisos de las vecinas y a flores a la tardecita, pero aburrido, no. Miren si no lo que paso el verano pasado. Todo empezó en la época de las frutillas; cuando las frutillas llenan las plantas de ese color tan masticable que uno, hasta sueña con ellas. Una mañana, Lalo Perez Pimpom se puso el sombrero de paja y se subió a la camioneta como pudo. Eso porque era muy flojo, tenía las piernas flacas y la panza enorme. Ese día empezaba la cosecha de las fresas en la quinta de la familia. Trabajar lo ponía de mal humor. Los obreros le temían porque por cualquier cosa les gritaba como un marrano, tiraba el sombrero al piso con bronca y saltaba con sus patas flacas sobre él. Eso era bastante feo de ver: se ponía rojo, sudaba y la voz le sonaba como una uña en un pizarrón. Parecía una frutilla, pero podrida y chillona. La tarde anterior había recorrido la plantación con el señor “Síseñor”, su capataz. Habían visto que las plantas estaban cargadas. Con enorme esfuerzo sus delgadas ramitas sostenían los frutos maduros, apetitosos. “Síseñor”, que era bastante goloso, y delgado como un álamo, se moría por probar las frutillas, pero sabía que el patrón era un mezquino al que le molestaba que arrancara siquiera una sola. Una al menos para probarla. -Cada uno de estos frutos es una moneda de 10 centavos-decía Lalo, y “Síseñor” no podía más que imaginar el jugo rojo resbalando entre sus dientes, agridulce, perfumado. -Sí, patrón-asentía el capataz con la boca llena de saliva. -Mañana empezaremos a cosechar, antes que los malditos pájaros nos dejen sin nada. -Sí, patrón-respondía “Síseñor”. Y los pájaros, que escuchan todo y después cantan, los miraban desde los árboles vecinos, con sus ojillos inquietos y con los picos listos para darse un atracón. Pero debieron estar muy atentos porque Lalo, con gran esfuerzo, por cierto, se agachó, recogió un terrón de tierra y se los tiró, furioso. Los pájaros volaron un poco, movieron tanto el aire con sus alas, que el viento que provocaron le devolvió un poco de tierra a la cara de Lalo. El patrón se enojó más todavía, recogió más cascotes, los tiró con más bronca, los pájaros aletearon más y los ojos del Gordo se siguieron llenando de más tierra, y así continuaron buena parte de la tarde. “Síseñor”, mientras, miraba las frutillas. -Mañana, temprano, empezamos la cosecha, me entiende don “Síseñor”? -Sí, patrón. Esa noche, Lalo Perez Pimpon soñó que los pájaros le vaciaban los bolsillos a picotazos. -Grrr-decía en sueños y daba vueltas en su enorme cama. Don “Síseñor”, en cambio, soñó con frutillas. -Hmmm-decía en sueños y le pasaba la lengua a la almohada. Pero, la mañana les tenía una sorpresa. Cuando, junto con los cosechadores, llegaron al plantío, algo había cambiado. Y para mal. -Pero…dónde están mis frutillas?-tronó Lalo En efecto, las plantas estaban ahí, lustrosas, llenas de flores y todo eso, pero no quedaba ni una frutilla en sus ramas. Los pájaros, en los árboles vecinos le cantaban a la mañana, al agua, al sol y a todo lo que les da vida. - Ay, mi dinero, ay mi dinero!-decía Perez Pimpom mientras pisaba el sombrero.-Se están burlando de mí - Pero…parecen inocentes don Lalo-se atrevió a decir “Síseñor”. - Inocentes? Nada de eso. Quiero que los atrapen a todos! El patrón, sin sombrero, se tiraba de los pelos, bufaba, pataleaba en una nube de polvo. - Que los atrapen a todos. Vamos, muévanse, inútiles! A la cárcel con esos pájaros ladrones! Imaginarán que no era una tarea nada fácil atrapar cientos de pájaros y meterlos en una jaula, pero a los trabajadores, que necesitaban el dinero de la cosecha para mantener a sus hijos, no les quedó otro remedio que obedecer. A la tardecita, bajo un sol bastante tristón, habían construido una jaula del tamaño de un galpón y la habían llenado de pajaritos. Zorzales, calandrias, tordos músicos, palomas, pitojuanes, jilgueros, chirigüas, churrinches y hasta una martineta ponedora que pasaba por ahí, fueron presos. Armaban tal batifondo de dolor por la libertad perdida, que esa noche la luna decidió vestirse de rojo. Como una frutilla. - Que les daremos de comer?-preguntó “Síseñor”- Se van a morir de hambre, Patrón. - Nada. Que se mueran de hambre por comerse mis frutillas! A los dos días, los pájaros casi no cantaban y algunos, los más débiles, empezaban a andar por el piso, sin poder revolotear. El pueblo se quedó sin pájaros. Nadie, ni el intendente, ni las maestras, ni los comerciantes se dieron cuenta. Pero los niños, que siempre andan subiéndose a los árboles, notaron que algo no andaba bien, pues un mundo sin pájaros es más triste. Los hijos de los cosechadores lo mencionaron a sus compañeros de escuela. -En la quinta de Perez Pimpom hay una jaula enorme con todos los pajaritos del pueblo y se están muriendo de hambre!-corrió la voz entre los chicos. Se armaron brigadas para juntarles alimento. Nunca las mesas de los desayunos se limpiaron más cuidadosamente de migas. Cada cabito de lechuga, cada granito de choclo que sobraba del puchero, cada naranja con algo de pulpa, fue juntada. Cuando Lalo vio los niños, primero se enfureció, pero después accedió a que entraran a su propiedad privada y les tiraran la comida entre las rejas de la jaula. A nadie le conviene que los niños lo odien. Los pájaros comieron y, aunque estaban presos, volvieron a cantar en agradecimiento. Una semana después, las florcitas se habían convertido en nuevos frutos rojos y jugosos y, nuevamente, estaban listas para cosechar. Perez Pimpom y “Síseñor” recorrieron la plantación por la tarde y decidieron que, al día siguiente, por fin, cosecharían las fresas. Cuando llego el día, Lalo Perez Pimpom se puso el sombrero de paja y se subió a la camioneta como pudo. Eso porque era muy flojo, tenía las piernas flacas y la panza enorme. Pero de nuevo tuvo una sorpresa desagradable. No había ni una frutilla en las plantas, pero ni una sola, eh? Miró para el lado de la jaula. Todos los pájaros seguían presos. Esta vez se saco el sombrero pero no para pisarlo, sino para rascarse la cabeza. Don “Síseñor” y los cosechadores se miraban extrañados. Que había pasado? Misterio. -Revisen bajo y sobre la tierra. Que aparezcan mis frutillas!- gritó el patrón- Vigilen cada centímetro de este pueblo. Que aparezcan mis frutillas! Pero las frutillas no aparecieron. Y después a medida que el verano avanzaba, desaparecieron, además, los damascos, los duraznos, las peras y las manzanas. De un día para otro, las plantas se quedaban sin frutos. Misterio. Los cosechadores, viendo peligrar sus salarios vigilaban día y noche la quinta, consultaban a los manosantas y hasta el diario del pueblo se ocupó del tema. Los pájaros seguían presos. Lalo que no creía en los misterios y tenía más bronca que nunca, desesperado, buscó en la guía de teléfonos. Allí encontró este aviso: Aparicio Batata Detective privado No hay misterios para mí Buscas, revelaciones, pérdidas, vigilancia. ¿Hace falta que me presente? Yo soy Aparicio y me dicen Aparato, o Apa. Cuando Lalo me llamó, tuve que alejar el teléfono del oído. Su voz sonaba como el chirrido de una uña contra el pizarrón. -Cuánto me cobra por desvelarme un misterio?-me dijo antes de presentarse. - Depende. Buenos días. -Eeeste, buenos días, me llamo Fernando Timoteo Nicanor Perez Pimpom, pero me dicen Lalo. Tengo la quinta de frutales más grande de la zona y este año no he podido cosechar ni siquiera una fruta…No puedo agarrar a los ladrones aunque tengo a todos mis empleados vigilando permanentemente. Imagínese que si sigo así voy a quedar arruinado. En la calle, me entiende? Sin un peso-agregó con amargura. -Páseme a buscar. Como dice el anuncio, no hay misterios para mí. A los cinco minutos la poderosa camioneta de Lalo estaba ante mi casa. El hombre se veía agotado, ojeroso y parecía haber adelgazado mucho en los últimos tiempos: grandes arrugas le surcaban el rostro. Me llevó a la quinta. Estaba toda cercada de alambres y grupos de trabajadores la recorrían armados de garrotes. Aburridos, jugaban luchitas entre ellos. -Primero que nada, suelte los pájaros-le dije. Ellos son inocentes. Pareció dudar un momento, pero después le dio la orden a su capataz. Abrieron el techo de la jaula. Primero salió un jilguero, después una torcacita y, en un momento, los siguieron todos en un aleteo que se convirtió en un hermoso remolino de abanicos de plumas. El cielo se oscureció y el aire se llenó del griterío de los liberados. El sol parecía brillar con más fuerza. Seguido por Lalo, “Síseñor” y un grupo de trabajadores recorrí los sembradíos y las hileras de frutales. Aparte de nosotros y de los miles de pájaros que retozaban en las ramas, todavía atontados por el cautiverio, no se veía nada. Ni rastro de ladrones, ni de frutas. -Este si que es un misterio-dije sin saber que decir, mientras encendía mi pipa de pensar. -Eso ya lo sabemos, dedíquese a buscar a los culpables- tronó el patrón subiéndose a la camioneta-. Puede dormir esta noche en la casa del capataz. Me pasé el resto de la tarde buscando rastros, realizando mediciones y hablando con la gente: ni un indicio. A la noche, la mujer del capataz preparó la cena. Ellos vivían solos y la comida era horrible: bifes de hígado con cebolla. Comí poco, por cortesía, y me retiré a mi habitación. Antes de acostarme, todavía con hambre, me levanté y saqué una banana de una de las dos fruteras llenas que había en el comedor de “Síseñor”. Aunque me cepillé cuidadosamente, me costó dormirme con ese gusto a hígado. Encendí mi pipa. La banana estaba buena, pensé, me voy a comer otra a ver si me llega el sueño. La gente de la casa dormía en paz hacía rato. Me acerqué a la mesa de las fruteras y estiré la mano, pero…algo había cambiado. Sólo había una y estaba completamente vacía. No sólo se habían comido las bananas, sino también los duraznos, las naranjas, las ciruelas y un melón. La luz de la luna entraba por la ventana. Me pareció escuchar un ruido como la voz de una mosca. Pero las moscas no tienen voz. Volví a mi habitación y me quedé mirándome en el espejo del ropero mientras fumaba mi pipa. Era imposible que Don “Síseñor” y doña Asunta, que así se llamaba esa mala cocinera, se hubieran comido los cinco quilos de frutas que había en las dos fruteras. Las tripas me hacían ruido de hambre. Después de un rato me dormí. Soñé. El mundo estaba lleno de espejos y humo de pipa. Cuando me desperté unas palabras se repetían en mi cabeza: los espejos viven duplicando lo simple, los espejos viven duplicando lo simple. Pero, después, con la mente más clara, me dije que los espejos no viven Me sirvieron un desayuno de té con leche y pan sin dulce. La frutera seguía vacía. -Doña Asunta-le pregunté-disculpe que sea metido pero, usted no tenía dos fruteras llenas? - No, don Apa. Siempre hemos tenido una sola frutera, pero desde hace un tiempo la dejamos llena y amanece vacía. Los ladrones de la fruta, sabe? Los mismos que le roban la fruta al patrón. Me pasé el día husmeando y mirando y midiendo y preguntando pero, nada que se pareciera a algo parecido a un culpable de la falta de frutas. Lalo venía a cada rato a jorobar a ver si ya tenía resuelto el misterio. Cuando le decía que no, se apretaba los dedos dentro del bolsillo y se iba con cara de pocos amigos. A la noche, asustado por lo fea que estuvo la cena del día anterior decidí ir a comer al pueblo. Pedí una pizza y cerveza. Con la barriga llena yo, no se ustedes, pienso mejor. Y esta vez fue así. Se me ocurrió una idea. Fui hasta una verdulería y compré frutas. Un bolso lleno de bananas, frutillas, naranjas y hasta un coco. Cuando volví a la casa de “Síseñor”, pedí que me prestaran la frutera para llevármela a la habitación. La llené con las compras y la puse sobre la mesa de luz. Fume mi pipa frente al espejo, puse bajo la almohada la bolsa vacía de las compras apagué la luz y fingí dormirme. Al rato nomás, empecé a sentir algo extraño, como una voz de mosca, pero más suave, como el ruido que hace la luna cuando entra en una habitación. Me quedé quietito y muuuy despacito fui entreabiendo los ojos. Sobre la mesa de luz había dos fruteras! Y mientras una se vaciaba, la otra se llenaba! Rápido como un rayo saqué la bolsa de debajo de la almohada y encerré a la frutera intrusa. -Te tengo-dije No digo que la bolsa se moviera, tampoco que hiciera ruido, pero, acercando el oído la escuché: esa voz como de mosca, como de la luna entrando en la habitación y la frutera que iba perdiendo forma de frutera para ser algo como una pelota. -Si no me decís qué o quién sos, te dejaré para siempre en esta bolsa- le dije a la bolsa. Al principio no escuche gran cosa, pero después de un ratito, pude distinguir una voz finita, finita. -Glup! Me llamo Simplicio, el duplicado. -Que sos? -Glup! Un espejo vivo que se alimenta de frutas-me respondió como si estuviera avergonzado. Entonces entendí todo. Simplicio se ponía junto a las plantas cargadas de frutos y parecía otra planta. Así había logrado que no lo descubrieran mientras engullía, una tras otra, con un apetito voraz, todas las frutas de la quinta. Podía convertirse y duplicar lo quisiera! -¡Glup! Déjeme vivir con usted-me dijo mientras yo descubría su secreto. -Pero, para que me podría servir un espejo viviente que se come la fruta? -¡Glup!, es que no tengo con quien vivir-gimió Simplicio, el duplicado- Estoy sólo en el mundo! ¡Glup!No le ocuparé lugar, no haré ruido y sólo comeré un poquito de fruta por día! Cuando vi a Lalo Perez Pimpom le dije que había resuelto el misterio, que nadie, nunca jamás, lo volvería a dejar sin sus cosechas. -Pero qué era? Dígamelo así envío al culpable a la cárcel-me gritó con esa voz de uña en el pizarrón-. Cúanto me va a cobrar? -En primer lugar pare de gritar; en segundo lugar, no pienso revelarle el misterio y en tercer lugar, la manera de pagarme será enviándome una cesta de frutas por semana. Seguro que se quedó pisando el sombrero y vociferando como un loco: rojo y sudoroso como una frutilla podrida. Simplicio me convenció. No tanto porque me dijera que estaba sólo. Si no, más bien, porque me gustan los seres raros, los que no se parecen a nadie. Como ustedes que están leyendo esta historia. Lo llevé a vivir conmigo. Cuando las tardes están tranquilas, jugamos al espejo: sacamos la lengua, revoleamos los ojos, nos despeinamos. Repite exactamente cada una de mis morisquetas. Después nos sentamos a comer frutas y a charlar.

No hay comentarios: