En un mundo más justo, al creador
del helado se le debería dar un estatus por lo menos igualitario con un Newton,
un Edison, un Sócrates, un Gandhi u otros viejos. En el edificio ideal que
representa a la humanidad, hay un frontispicio o una columnata en la que su
rostro esculpido en mármol no corre el albur de derretirse.
Dicen que fueron los inquietos
chinos, cuando no, los que mezclaron frutas, miel y nieve. Esa gente se nota
que hace milenios viene reemplazando los ratos muertos con algo creativo que,
generalmente, puede contribuir (o no) al sentido de la vida: la tinta, la
pólvora, el opio, el helado. No podemos conocer sus propósitos al momento de la
invención o descubrimiento de estos productos, dado lo abstruso de sus
explicaciones, tanto verbales como gráficas. Cualquier persona viajada que haya
encontrado las múltiples expresiones de su mismo rostro en un aeropuerto, por
ejemplo, puede atestiguar que su perorata es una esfinge indescifrable. Para
colmo, su escritura no aclara demasiado las cosas. Allí donde ellos dibujan,
por ejemplo, un palacio en la bruma del amanecer entre los bambúes, nosotros no
distinguimos otra cosa que una mancha en el hombro de una muchacha que trabaja
en una cafetería. Claro que todo es según el cristal con que se encandile,
también han transformado las ratas muertas y las ratas voladoras en comida, y
así estamos. Como sea, el helado chino y sus derivaciones en la historia, no
necesitan explicación: son un punto a favor del sapiens se lo mire por donde se
lo mire, con ojo rasgado o no.
No pienso hablar de los helados
industriales que vienen por balde o pote de telgopor, ya que su pasta se ha
visto manoseada por la invisible garra del mercado. Cuando uno está invitado a
comer, debe saber que el pasar de apuradas por el supermercado y comprar el fatídico trío
chocolate, americana y frutilla, está reñido con la etiqueta y con la digestión
saludable. A la fecha, es casi imposible encontrar un establecimiento que no
haga uso de misteriosos polvos y pastas que le llegan en baldes desde factorías
foráneas que se ocupan de poner entre paredes cilíndricas de plástico una pobre
simulación de millones de años de evolución de los tres reinos naturales, un
abanico de sabores y texturas de laboratorio. A pesar de ese hecho que nos
señala el punto de decadencia en el que nos encontramos como humanidad, aún se
pueden encontrar, a altas horas de la noche, a artesanos honestos poniendo
huevos, chocolates, frutas y cremas en bateas de acero, y sacando, de la manga del amanecer, los
helados que hemos de adquirir con agradecido gesto. En ellos hemos de confiar.
Por eso, voy a ocuparme de esa delicada arquitectura que es montada ante
nuestros ojos con un par de firuletes expertos sobre un frágil cimiento de
galleta.
Cualquiera que haya sido niño, puede dar fe de un fracaso inicial de
nuestra vida: la manufactura del helado es imposible para alguien que no
pertenezca a la selecta cofradía de los alquimistas del elemento más frío del
deseo. Antes y después de internet, miles de infantes en el mundo han batido,
exprimido, colado, mezclado y moldeado los ingredientes, en una decepcionante
serie de intentos que, en los mejores casos, no pasaban de un pedazo de hielo
saborizado. Y no sólo niños: una amorosa madre, por ejemplo, experta en el
amasado de tallarines de domingo, puede convertirse en peligrosa máquina de
pegar chancletazos con el simple expediente de intentar y fallar la textura y
el sabor de un helado como la gente.
Vamos, entonces, al producto
hecho por familias dedicadas a ganarse la vida y el cielo.
El consumidor lego, queda
fascinado por lo que se encuentra sobre el cucurucho y no alcanza a sopesar la
cadena de pequeños secretos y tips que se siguen en este oficio. A continuación,
se irán describiendo algunas recomendaciones para la toma de conciencia del
trasfondo de estos emprendimientos.
El preparado, suele hacerse en
unas salas del tamaño de un dormitorio grande, cubiertas de azulejos y con dos
o tres máquinas que necesitan ser controladas para que no malogren la
consistencia, el sabor o el aspecto del manjar del que nos ocupamos. Para su
expendio, basta un local no demasiado pretencioso, con algunas sillas para los
parroquianos que califican su ingesta como ceremonial, un par de ventiladores
de techo, un dispenser de agua fresca y un friso con los sabores entre los que
puede elegir, decidida o morosamente, el cliente.
Es importante que el local esté aireado,
que la música no sea demasiado estridente para no arruinar el entendimiento
entre el solicitante y el oferente y que no haya demasiadas moscas. Con ese
propósito, los dueños más exitosos, suelen tener entre las luces una especie de
parrilla freidora de insectos. En el fragor del servicio y el ruido interno de
la saliva corriendo esófago abajo, es casi imposible escuchar el chis que
produce la quitina en contacto con la corriente continua. Ignoro si alguien, alguna vez, se ha quejado
de la siguiente guisa: Mozo, hay una mosca en mi helado!
La vestimenta y el empaque de los
servidores también son de relevancia. Algunos locales visten a sus empleados
con ropa negra o roja, con un birrete al tono. Se puede colegir que ese ardid
se utiliza para tratar de minimizar el impacto que puede ofrecer ver manchado
el equipito en la zona crítica de la panza del que se mete entre los baldes con
una cuchara especial. Por regla general, prefiero el uniforme blanco. Esto se
debe quizás a un prejuicio mío: de blanco deben vestirse todas aquellos
operarios que manipulan con cosas vitales: bioquímicos, cirujanos, matarifes,
bailarines de ballet, Bogart en Casablanca. El sujeto que atiende clientes debe
equilibrar dos personalidades: una magnánima para con el consumidor, una
pichulera para con el stock. Esta situación puede alterarse sin grandes
dificultades cuando el pedido incluye sabores como crema del cielo, canela o,
su hermana pálida, la crema americana, dado que la amplitud de reservas puede
satisfacer con largueza las extrañas apetencias del que siempre tiene razón.
Dada la carga erótica ínsita que posee el bien comestible, es redundante el
aspecto físico del servidor. Algunos patrones, sin embargo, suelen escoger para
su plantilla a mancebos o doncellas de graciosas figuras, pero hay tres
consideraciones a tener en cuenta: los ojos del cliente prefieren el helado, para
el apetito del cliente importa el tamaño, el ego del cliente distingue la
simpatía personalizada por sobre la belleza desinteresada. Se sospecha que algunos
propietarios eligen su plantilla siguiendo oscuros designios carnales. Una
anécdota local apoya débilmente esa sospecha: se dice que un reconocido
heladero encontró una apoplejía y el fin de sus días entre los infartantes
brazos prohibidos de su cajera que, en este caso, no era precisamente su mano
derecha. Un servicio simpático, aseado y generoso, bastaría para asegurar
asiduidad del aficionado.
La relación calidad/precio es un
punto a no pasar por alto. Por regla general, las heladerías que venden más
barato y abundante, no suelen estar abarrotadas. La gente sospecha que hay algo
raro, tal vez un exceso de polvo industrial que aumenta la producción y baja el
costo, o una explotación encubierta de los mozos. Con los emprendimientos que,
por el contrario, cuentan con precios europeos y nombres rebuscados en la
pizarra de sabores, el escaso público que asiste es pavote y dispensioso. Hay
que buscar aquellos negocios sobrios en los que se ve a los parroquianos
descansados, medianamente comunicativos y con un brillo abstraído en la mirada.
Un buen indicador se puede encontrar en la barriga del pater familiae: tersa
bajo la remera de piqué, pero no al punto de forzar las costuras: digna.
Los juegos y artefactos para
niños no deben arredrar al buscador de sabores. Se sabe que el consumo de
azúcar provee a los críos de un extra de energía que debe ser canalizada por
vía oral, escalar y toboganal. La degustación debe propiciar una adecuada
resignación. Uno no es el centro del mundo y, el hecho de haber crecido, no nos
debe hacer desear la desaparición de la competencia.
Con el propósito de sentar
posición sobre el campo de sabores, daré un par de opiniones sobre dos de mis
favoritos:
Dulce de leche: No sé qué sería
de la Argentina sin el dulce de leche. Tal vez un país perdido en los confines
del mundo en el que sus habitantes no encontrarían ningún tipo de consenso
social. El dulce de leche en todas sus presentaciones: común, súper, granizado,
con nuez o con banana, es el preferido por las inmensas mayorías dispersas en
las vastedades de la pampa y sus circunstancias. Se dice que, para captar el
valor de un establecimiento, se debe probar su helado de dulce de leche. El
mismo ha de presentarse en un barroco atuendo cremoso, sin astillas de hielo.
Una prueba irrefutable suele ser la del bozo o bigote. Para ello, se debe dar
un lengüetazo amplio al preparado, de modo tal que una parte sustantiva quede
adherida a los pelillos que toda persona tiene sobre el labio superior. Después
de unos segundos, al recoger, con la misma lengua u otra, las trazas obtenidas
mediante este recurso, el pegote debe presentar una animosa resistencia al aseo
del espacio enchastrado. Si le da asco pasarse la lengua por el lugar, puede
probar con una servilleta (abstenerse de las reluctantes a la absorción que
vienen plegadas en un cubo de acero inoxidable o plástico color cocacola)
convenientemente humedecida con agua (recuerde que su saliva está, en ese
momento, llena de helado y de usarla en vez de agua, sólo conseguirá untarse
más y más).
Chocolate: Como todo producto
global, el chocolate suele ser malversado por seres inescrupulosos que ponen el
lucro por sobre todas las cosas. Lo mismo sucede, sin alejarnos del ámbito
gastronómico, con la pizza, las hamburguesas, la soja transgénica y las
salchichas. Nadie puede negar que los belgas y los suizos se han hecho ricos a
costa de las penurias de millones de seres alrededor del mundo, pero han tenido
el miramiento de fabricar un chocolate extraordinario. Moderemos nuestras
expectativas, nunca probaremos esa delicia en nuestras heladerías vernáculas.
Sin embargo, la industria local puede depararnos un menú de variedades a base
de cacao con leche más que aceptable.
Daré un salto en mis
descripciones, dado lo inútil de explicarle a alguien lo que es el sabor de un
helado usual. La vainilla, el coco, la mandorla, la crema rusa, el limón y la
extensa lista de opciones que cualquier hijo de vecino podría enumerar, no son
más que una excusa para que un texto ameno termine descarriándose. El dicho
popular señala que sobre gustos no hay nada escrito, pero son pamplinas para
justificar depravaciones.
Cambiaré entonces de clima y me
internaré, entonces, en la selva de mis neuronas (ya bastante deforestada por
las máquinas de la senectud). El propósito de esta exploración será encontrar o
desempolvar recetas míticas que han tenido, o deberían tener un lugar en el
parnaso de las papilas gustativas.
Amanecer rojo: Se dice que fue la
mujer de Giuseppe Cremaschi, un zapatero anarquista de origen italiano quien ideó
este helado prácticamente desconocido fuera de su casa. Su existencia nos ha
llegado merced a las crónicas de sus camaradas de ideales quienes solían calmar
los fragores de las discusiones sobre las mejores vías para dinamitar el
sistema opresor mediante este preparado servido por la mujer. Su origen, se nos
dice, fue en calidad de calmante para una curiosa dolencia propia de la lucha
revolucionaria. En efecto, el remendón, a fuerza de imaginar un futuro
venturoso en su Argentina de acogida, se aficionó a la lectura tempranera de
los periódicos que circulaban de manera clandestina entre los libertarios. Con
las primeras luces de la mañana, gustaba estar en su banco de trabajo con el
martillo de clavetear percutiendo sobre las suelas en una mano, mientras
recorría con la vista las noticias siempre preocupantes impresas en La Antorcha,
el semanario que mantenía viva su llama. Su modesto negocio contaba con una vidriera
en la que se repartían trabajos realizados y publicidades de pomadas y que
reflejaba con exacta angustia la barriada humilde. Como hábito del oficio,
había adquirido la costumbre de llenarse la boca de tachuelas e irlas
extrayendo, ensalivadas, para su mejor inserción en el cuero. El 29 de junio de
1923, era una plomiza mañana de llovizna. Los pocos transeúntes que pasaban
ante la vidriera, apuraban el paso entre los charcos. Bepo, no se encontraba de buen humor. Estaba
componiendo unos tamangos que hacía rato debían haber sido desechados para su
uso. Pero el cliente era un obrero del puerto quien ganaba apenas para llevar
algo de pan a su numerosa familia. “Uno de los puertos con más tráfico
comercial del mundo. Millones de toneladas de grano salen por ahí para
alimentar al mundo y sus ganancias se las quedan unos pocos. Los que ponen el
lomo, como siempre, se mueren de hambre”. De esta guisa cavilaba el buen
remendón, rumiando la bronca y pegando con fuerza con el martillo. En ese
momento, una sombra conocida abrió la puerta de vidrio y, con un breve saludo,
dejó la prensa partidaria sobre el montón de zapatos. Antes de partir, miró al
zapatero con complicidad y, sin decir palabra, movió la cabeza con amargura.
Bepo, intrigado, miró el título de la primera plana: “Wilckens”. Dejó por un
momento el martillo y se adentró en la lectura de la noticia de la muerte del
gran vindicador. Las lágrimas se agolparon a los ojos del curtido ácrata. Matar
al asesino Varela era el deseo de todo buen rebelde, y el alemán, un humanista,
a fin de cuentas, había cumplido el sueño de miles de oprimidos. Pero ahora, la
mano armada del sistema, un oscuro Millán Temperley, con la connivencia de los
carceleros, había entrado con un fusil a la cárcel y lo había asesinado a mansalva.
Un escalofrío de rabia recorrió el espinazo de Cremaschi. Tragó saliva. Sintió
que una tachuela se incrustaba en su garganta y escupió el resto con una tos
ahogada. Se sintió perdido. Golpeó con fuerzas la puerta que daba al interior
de la vivienda. Rosina, su mujer, acudió alarmada ante el alboroto. Cuando vio
el rostro encendido de su marido boqueando por la falta de aire, adivinó lo
sucedido. Tomó de entre las herramientas una pinza de puntas curvas y la
adentró a tientas en el gaznate de su esposo. Maldiciendo por la escasa luz, le
bajó la lengua con dos dedos y acertó a prender la cabeza del clavo, justo al
costado de la campanilla. Bepo se salvó, pero la molestia en su garganta
cocoliche, persistió hasta su muerte, acaecida 30 años después. A pesar de que
consideró el incidente como el producto de una acción nimbada de Solidaridad y
Amor por la suerte de la raza humana, a partir de ese suceso, su carácter, por
lo corriente afable, comenzó a agriarse. Pasaba horas rumiando pensamientos,
taciturno y callado. Rosina había sido criada en el hábito de servir a su
hombre, inclinación que no suspendió siquiera al abrazar el pregón del fin de
dios y del amo. Era robusta y práctica, como cabe a una mujer criada en las
montañas alpinas. Después de buscar vanamente en su huerta las hierbas usadas
en su pueblo natal para aliviar la carraspera, tuvo un recuerdo que es el
germen de esta historia. Había visto a su abuelo calmar las anginas con nieve y
miel. Fue entonces hasta la fábrica de hielo que prosperaba en las cercanías y
compró un cubo. Lo trajo en una carretilla, envuelto en una bolsa de arpillera
para que los vecinos no murmuraran sobre los lujos que se podía dar un
remendón. Fue hasta la huerta, buscó unas hojas de menta y cosechó algunas
frutillas, limones y ciruelas. En un santiamén machacó las frutas y la menta,
exprimió los limones, los mezcló con hielo molido y miel. Bepo estaba en el
taller con un cliente, conversando sobre la necesidad de llevar conciencia a
las masas. Su voz era poco más que un susurro italoargentinoparlante. El
cliente, un pobre diablo, asentía con la cabeza a pesar de oir apenas los
conceptos que escuchaba. Rosina le trajo un tazón colmado de una gélida pasta
rosa a su marido. Éste lo aceptó con un gruñido, algo molesto por la
interrupción. A medida que iba consumiendo el helado, su voz comenzó a cambiar,
a afirmarse. A finalizar con el tazón, sus palabras eran claras, explosivas. El
cliente, al comprender sobre qué versaba el monólogo del peninsular, buscó una
excusa y se marchó rápidamente de allí, muerto de miedo. Podríamos afirmar que
la toma de conciencia sobre la complicidad de los patronos y la iglesia para
mantener a los trabajadores en la ignorancia y la explotación, no siempre es
buena, pues puede llevar a la depresión o a aliarse con los tiranos. Este
helado, del que acabamos de semblantear su origen, gozó de una modesta fama
entre los ácratas de la periferia de la Ciudad, quienes lo terminaron adoptando
como un santo y seña: al arribar a los puntos de reunión, se depositaba una
cucharada de helado sobre la lengua de cada recién llegado, del mismo modo que,
del otro lado del espinel ideológico, los párrocos repartían hostias. A pesar
del ideal de fraternidad que propugnaba el fin de los nacionalismos, se debe
consignar que la receta original fue sufriendo cambios de acuerdo al origen de
los inmigrantes: los españoles, por ejemplo, llevaron hasta un extremo las
cualidades paliativas del preparado, agregándole rodajas de cebolla (buena para
la tos); los polacos y los rusos, lo combinaron con vodka y los alemanes,
reemplazaron la ciruela por cerezas con kirsch. A partir de los años ’30, las
permanentes razzias, las deportaciones, la persecución y los fusilamientos de
algunas figuras señeras, fueron diezmando las filas de estos cazadores de
utopías. Con su declinación, la solidaridad, la justicia y la fraternidad
humana, fueron reemplazadas por ideologías de menor calado tales como el
maltrato animal, la alimentación sana y el juego limpio en el fútbol. Con
aquellos humildes titanes del humanismo, desapareció también su helado
insignia. Los rebeldes a ultranza, que tienen la dentadura curtida a fuerza de
tascar el freno, extrañan la posibilidad de contar con un sabor de identidad.
En esta época de esclavos por voluntad propia, hasta la crema rusa viene sin
nueces.
New Maumau (pronúnciese Ñu
Miaumiau): El efecto de este helado se encuentra en estudio en los principales
centros académicos de Europa. Según algunas hipótesis se trataría de un extraño
caso de colonización cruzada del carácter a partir de la dieta preferencial. Un
fenómeno poco estudiado hasta la fecha por las ciencias del comportamiento y
sus alrededores. Este helado, de gran poder relajante, se obtenía a partir de
crema derivada de la leche de las exóticas ñues azules. A pesar de su porte
amenazante, el ñu es un bicho de carácter monosilábico, pacífico y gregario. En
la actualidad se trata de probar que los característicos ronroneos y requiebros
felinos, proceden de la época zoológica en que su dieta se basaba en estos
antílopes jorobados. La complicación epistemológica, que buscan denodadamente
dilucidar un medio centenar de becarios de varios institutos de altos estudios
del planeta, surge al tratar de probar que la característica levemente
eléctrica de los gatos proviene de los ñues, dado que estos últimos son
animales de escaso componente estático y ronroneador. Lo que se come, se es, aseguran,
sin empacho, los naturistas, y los científicos los siguen en una, hasta ahora,
parábolica carrera de ciegos. Una de las pistas que orientan a los estudiosos
se basa en la versión legendaria de que fueron los aguerridos masai los
primeros en animarse a ordeñar a estos animales que parecen siempre estar en
posición de embestida. Las perspicaces amas de casa descubrieron que la ingesta
de esta leche calmaba los ímpetus beligerantes de sus maridos (que los llevaban
a andar peleándose consigo mismos) y los convertía en unos negros mimosos y
llenos de ternezas y atenciones con la dama. La tradición oral bantú, rescata
el nombre de Mukami (la criada con leche), como la creadora de este helado. Dice
la leyenda que, momentos en que se aprestaba a realizar una ofrenda a N´gai en
las estribaciones del Kilimanjaro, Mukami se percató de que el líquido de su
escudilla, congelado, sabía como los dioses. La misma versión oral se muestra
parca sobre la posibilidad de conocer la técnica utilizada por esta precursora
para congelar y conservar el preparado una vez que bajó de la montaña y se adentró
en esos andurriales africanos que derriten al más pintado. Se sostiene que el infatigable Livingstone,
en sus correrías siguiendo el río Congo, se alimentaba, casi con exclusividad,
con este alimento fresco y sedante que solía conservar en su sombrero de
corcho. Las malas lenguas dicen también que el británico pudo realizar con
éxito sus famosas expediciones aprovechando la circunstancia de que los morenos
eran unos pechos fríos por la misma razón gastronómica. Encontrar un comercio
que venda este producto es una quimera a la que han entregado la vida una media
docena de sujetos que no tenían nada mejor que hacer. Uno de ellos, Hans Caspar
Souza, natural de Nova Friburgo, Estado de Río de Janeiro (BR), dijo haber encontrado,
por casualidad, una fuente de expendio en un barrio de Dar es Salaam. Sin
omitir que ese cronista, salió de su casa familiar una mañana de julio de 1975
a comprar un alargue para su ventilador y hasta la fecha no ha regresado, por
lo que la totalidad de su familia lo trata de perdido, de embustero y de loco, pasamos
a transcribir la descripción que el carioca nos brinda: “No es un helado
empalagoso, pero suele arquearse en las proximidades de la lengua para emitir
un sonido apagado antes de dejarse caer blandamente por el esófago. La
sensación de estática nos llega con el sencillo expediente de tomar el helado
sentado a merced del viento que llega del Índico, no demasiado abrigados”. A
falta de pruebas de la existencia real de este postre, muchos occidentales
rescatan felinos domésticos y los sientan en la falda para calmarse mientras
ven televisión, escriben o estudian para exámenes finales.
Carcajada del diablo: Compuesto
por partes iguales de campari, chile habanero y granadina, debe su nombre al
barboteo frenético que se apodera del consumidor una vez que se ha zampado un
medio kilo. Al parecer tiene su origen en un grupo repostero purépecha rebelde
que emigró a principios del siglo XXI hacia la zona del Mediterráneo. Sus
integrantes, gente de guindillas tomar, hartos de trabajar como pinches de
cocina en los lujosos restaurantes costeros, optaron por dedicarse a las
francachelas y las libaciones sin término. Un amanecer, su líder, un tal Pedro
García Losa, cuyo nombre secreto era Orhepani Ruiz, tuvo un encuentro pactado por
teléfono con un personaje bastante heavy conocido como “El Pezuñas”. No se sabe
mucho de ese encuentro, pero Pedro volvió otro y con la receta del helado de marras.
Ante la mirada divertida de sus adláteres, se ornó con unas plumas multicolores
y unos collares esplendidos que tintineaban al compás del cucharón de madera de
palo de rosa mientras batía y mezclaba al ritmo de un merengue electrónico. Su
descubrimiento fue rápidamente adoptado primero entre sus seguidores y más
tarde por los turistas teutones que pululan por esas playas, quienes ven en el
acentuado picor de este helado una excusa inexorable para beber cerveza y
orinar en los jardines de los hoteles.
Silencio: este producto mítico
está hecho, exclusivamente, a base de pétalos de rosa silvestre que han optado
por desprenderse de la flor. Un paciente operario debe captarlos con manos
enguantadas de algodón, durante el breve instante que media entre la rosa y el
suelo. Para ello, los mejores heladeros del mundo, suelen contratar a monjes
que ya vienen con la posición adecuada: en flor de loto, con las manos en
actitud mendicante. El procedimiento, nada sencillo por cierto, consiste en
acarrear al meditabundo en una parihuela hasta el lugar de recolección,
evitando las espinas que estos vegetales suelen vestir. Un monje entrenado,
puede cosechar incluso con los ojos cerrados en plena kundalini. Dado lo
estoico de estos seres y de lo somero de sus necesidades terrenas, se los puede
tener toda una temporada a la media sombra de los escaramujos, sin necesidad de
alimentarles, ni cambiarles el agua: el rocío matinal y unos pocos pulgones de
los que abundan en los matorrales, bastan para mantenerlos con vida. Es de rigor
elegir lugares poco borrascosos, más bien alejados de las cumbres, para evitar
que los soplos excesivos malogren a la colecta y a los colectores. Durante una
buena jornada de cogida se pueden llegar a juntar hasta 69 pétalos frescos. Es
decir, que durante la época de floración, marzo o noviembre en el hemisferio
sur, se podrá colectar suficiente materia prima como para conquistar con una
ofrenda única, el corazón de la más reluctante de las doncellas. El sabor de
este manjar es menor que su aroma y menor aún que su color. Debido a ello, en
su digestión se dan tres fenómenos sucesivos: en primer término se colorean las
mejillas, en segundo lugar se perfuma el hálito y, por último, el garguero se
cubre de exquisitos estampados búlgaros, en silenciosa aquiescencia con los
deseos del cortejante. Se reporta que existen en la actualidad una media docena
de matrimonios exitosos concertados a través de este método. Los celestinos
azeríes, que se encuentran entre los principales difusores comerciales de este
helado, esgrimen una problemática (común a todos los filtros de amor, por lo
demás) hasta la fecha irresoluble aún para los más sofisticados modelos
matemáticos: si de manera sincrónica, un par de cortejantes ofrendan dos análogas
cantidades del influjo amoroso a la misma deidad femenina o masculina
pretendida, el resultado podría ser una especie de bifurcación del sentimiento.
Al no contar con una medida estadísticamente concluyente sobre la intensidad
emocional derivada de ese acto, un pretendido éxito no sería más que la
conquista de la mitad un corazón partido. La otra parte, tal vez, podría ser
propiedad emocional de un sujeto repugnante, incluso un adversario político de
corte ultraderechista. Sin embargo, para llevar tranquilidad a los inversores,
se puede argumentar que es imposible encontrar una balanza de heladería que
pueda otorgar porciones exactas y que el cacho de postre más grande gravitará a
favor de su afortunado portador. Esta suposición ha llevado a un incremento en
las ventas y una consecuente sobreexplotación de los monjes piscadores, por
parte de inescrupulosos heladeros que, procurado seducir a los seductores (con
las porciones más grandes para los que las pueden pagar), han terminado
devaluando la calidad ética del helado
Fueguia: Era montado sobre un
único ingrediente: leche ordeñada por los ya extintos onas o selk’nam
patagónicos. Se dice que la desaparición de esta comunidad, y de su postre insignia,
se relaciona con su rotunda negativa a revelar la fuente de suministro del
preciado licor. Un centenar de idóneos en la materia congelada han
experimentado con leche de ovejas, vacas, yeguas y hasta vizcachas, sin ver sus
esfuerzos coronados por el éxito. Aquella sufrida etnia, prefirió su exterminio
a acceder a proporcionar los arcanos de su religión y cultura. Conocemos sobre
las excelentes propiedades gustativas de ese helado por sus verdugos: las notas
póstumas del estanciero José Menéndez Menéndez, y algún material epistolar que
su capataz y mano ejecutante, el tenaz Alexander Mc Lennan, envió a su
prometida Edith, de Dundee. Según se desprende de los escritos de aquellos aciagos
gourmets de la muerte, el helado era de un blanco del color de las ovejas y
sabía irresistiblemente a foca y regaliz. Durante las matanzas de nativos,
llevadas a cabo con preferencia durante los bochornosos veranos, el patrón, en
compañía de su familia e invitados, solían sentarse en las amplias galerías de
la casona principal a presenciar las masivas ejecuciones mientras sorbían con
delectación grandes cantidades de helado. Se comenta que esta práctica era
considerada de mayor estatus que el consumo del mate y el fiveoclocktea. El
recio Menendez deja escapar una veta nostálgica en uno de los últimos párrafos
del mencionado escrito: “Nada se compara a la sensación de haber saboreado
aquél manjar del que aún conservo trazas en mi espíritu. Reconozco que me he
dejado llevar por un impulso vengativo al mandar que arrasáramos con esta
“chusma incivil y bárbara”, como dice el gran Sarmiento inmortal: He ordenado
un sinfín de diligencias para obtener esta receta que sería furor en los
establecimientos de toda la Gran Bretaña. Nada he conseguido. Mis más avezados
baqueanos han barrido a lo largo y a lo ancho las vastas extensiones de mi
propiedad, sin obtener el menor indicio de un ingrediente, de un utensilio de
preparación, ni, menos aún, algún local de ventas de esta exquisitez. Hace un
par de años, ordené la muerte del chileno Santibañez, que era capaz de predecir
una tormenta con un simple vistazo al ojete de su yegua overa, porque presentí
que también él me ocultaba algo cuando me contó que había visto como algunos
solitarios nativos sospechosos se encubrían en unos pajonales cerca de un
mallín y solían volver con algo protegido entre las prendas de guanaco con que
se tocan estos naturales. Al indagarle sobre de qué se trataba ese “algo”, se
negó a contestar mientras dejaba escapar una sonrisa ladina. Enfurecido por la
insolencia y el silencio del trasandino,
impuse a Alexander la necesidad de una solución inmediata. El facón del escocés
parecía estar esperando la orden. Las últimas palabras de Cifuentes fueron
dichas por una cabeza en franca retirada. Para lograr dilucidar el arcano, en
las frías noches de la estepa patagónica, hemos estaqueado a los varones hasta
su congelamiento; en presencia de maridos, hemos hecho violentar a sus mujeres
e hijas; hemos profanado sus rústicos monumentos y allanado sus rucas. La
respuesta siempre ha sido la misma: un pertinaz silencio sólo interrumpido por
el viento curvando los coirones. En fin, la vida ha sido generosa conmigo, cuando
miro la majada reunida parece que la tierra fuera un mar de lana, soy el rey de
la Patagonia y tengo dos países agarrados de las criadillas; mi ambición, como
mis tierras, no tiene límites, pero sospecho que he de morir para siempre, como
todos los demás. He de morir, sí, sin haber conocido lo que más anhelaba: la
fórmula de mi alimento favorito. Malditos onas, que el diablo los lleve”. Al fallecer el peninsular Menéndez Menéndez, la
etnia de los selk’nam había corrido la suerte de los dinosaurios y su recuerdo ya
sólo era un fantasma en las páginas de la historia oficial. Los descendientes,
entenados y asociados del hacendado, no pudieron resolver el secreto, nunca más
pudieron deleitarse con el postre que extasiaba al viejo patrón. Heredaron, eso
sí, vastísimas tierras liberadas de sus habitantes originarios y poderes
fácticos sobre la Argentina y Chile durante el siglo posterior al deceso. Pero,
para un observador avezado, hay en sus miradas una especie de incurable
nostalgia y sus bocas rumian en falso ante la ausencia del fluido perdido del
ona.
Amalaya: De consumo muy extendido
entre las comunidades contraculturales que florecieron en diferentes partes del
mundo occidental en la era de Acuario del calendario zoroástrico, este producto
tuvo su origen y apogeo en la década de 1960 después de Cristo. Su creador
permanece en el anonimato, pero según la leyenda urbana que corría por los
campus universitarios del salvaje oeste norteamericano, se trataría de un
adolescente californiano (al que apodaremos John Doe) que, luego de una serie
de investigaciones previas sobre sus posibilidades psiconaúticas y de
autopenetración, dio con la fórmula definitiva casi por accidente: En la mesa
de herramientas del garaje de su casa (de un sector residencial de Pomona(Ca)),
en ausencia de sus padres, habían quedado una serie de elementos con los que el
joven había estado experimentando en los días previos al del hallazgo. La tarde
de verano languidecía y sus padres se encontraban fuera de la ciudad por haber
viajado a Jefferson City (Mo) a una convención de vendedores de una línea de
recipientes plásticos para alimentos (que luego se haría muy famosa por la
deformación de su nombre original: Taper). El joven, aún entre las nieblas de
las pruebas, supo que estaban por regresar de un momento a otro. En un intento
por dejar cierto orden y limpieza en el lugar, mezcló en la licuadora (en
proporciones azarosas que aún la ciencia trata de determinar), algunos cartones
de lsd con la gráfica de un sol naciente, un par de botones de un cactus
visionario mexicano, el peyote, unas ramas secas de salvia divinorum, polvo de
semillas de ipomea o morning glory, un puñado de hongos secos del tipo amanita
muscaria, los filamentos secados a la sombra de un centenar de bananas y otros
ingredientes de exótica procedencia. La pasta obtenida se veía poco apetitosa,
así es que se apresuró a agregar leche líquida y miel de abejas italianas que
encontró en la heladera. En eso estaba cuando le pareció escuchar el claxon de
la rural Pontiac de sus padres. En un intento desesperado por ocultar la
mezcla, la colocó en uno de los potes, de la misma marca que había llevado al
hogar a una mediana prosperidad, y lo ocultó en el refrigerador. Aquí los
relatos divergen y por momentos se contradicen. Algunas fuentes sostienen que,
al fin de semana siguiente a la fabricación secreta, en plena canícula, el
joven John Doe, asistió a un pequeño recital de los Grateful Death, con el
propósito de recaudar algunos fondos para su inminente cursado universitario. Para
ello, provisto de una conservadora de telgopor, una gorra y algunos utensilios,
se apostó junto a la taquilla. Al parecer, su poco talento para el comercio se
demostró ni bien llegó al lugar: lo primero que hizo fue zamparse una cucharada
del preparado con el objeto de probar su consistencia. Al poco rato lo pudo la
euforia: repartió, de manera gratuita, entre los entusiastas miembros del
auditorio cucharadas de helado que iba sacando del taper. Otro relato pretende
que el inventor, al momento de la repartija, llevaba tres días caminando a
medio metro del piso y que llegó al recital persiguiendo el rastro de una
manada de dragones y que fueron estos míticas criaturas las que esparcieron con
su hálito, esta vez helado, la pócima mágica entre la heteróclita feligresía y
los músicos. Los resultados de la
ingesta también ingresan en el terreno de la leyenda: Jerry García y la banda
afinaron esa noche un río celestial al que pudieron acceder los ángeles
rockeros, un puñado de fieles, desnudo y extático, que se bañó por primera y
única vez en las procelosas aguas de la trascendencia. Por desgracia, a pesar
de las indagaciones de este cronista, no hay nadie que pueda dar un testimonio
preciso de ese acontecimiento destinado a cambiar las reglas de juego del
universo. El propio John Doe, entrevistado a la semana del hecho, sólo podía
extraer de su memoria fotos inconexas y privadas. Sin embargo, sí se puede
aseverar que en ese evento dio comienzo el viaje iniciático más curioso y
extenso que se conoce hasta la fecha. En efecto, según unos archivos
confidenciales a los que pude acceder,
la joven Sue O’Hara declaró (cuando estuvo en condiciones, muchos años
después), haber salido del recital en compañía de los hermanos Larry y Preston
Jones, quienes también se encontraban entre el público afectado, en una combi marca
Volskwagen de color yema de huevo, propiedad de los hermanos, y exornada con el
símbolo del amor y la paz realizado con su propio lápiz labial. La dicente
aseguró que, en un primer momento, la idea era consumir algún tipo de comida rápida,
de paso hacia sus respectivos hogares. Parece que Preston, a la sazón el
conductor designado, no pudo discernir, entre los millones de caminos que se le
abrían ante los ojos, el adecuado para arribar al local previsto. De ese modo,
después de conducir toda la noche, parando sólo para observar la miríada de
estrellas que poblaban un cielo cada vez más amplio, al amanecer el trío se
encontraba a unas 600 millas de sus hogares. Luego de un corto debate realizado
con monosílabos o con extensas disquisiciones, decidieron echar a suerte la
dirección a seguir. Para ello, con un mapa caminero sustraído, inventaron una
especie de juego de la oca que consistía en cerrar los ojos, un turno por vez, señalar
con un dedo un punto en la telaraña de caminos y viajar hasta allí. Procedimiento
que seguirían, según idearon, hasta que los recursos monetarios aguantaran. Se
desconoce la fuente de donde obtuvieron sustento, pero lo cierto es que durante
las últimas 5 décadas, en más de un millar de lugares del planeta hay gente que
ha avistado la combi de los hermanos
Jones, recorriendo como una nave insomne la cáscara del planeta. La tal
Sue, se despidió del trío recién en 1973, enredada en un tumulto de groupies de
Dylan, y rehízo su vida. Según se dice, en la actualidad los hermanos son un
par de amables ancianos que leen la suerte en las encrucijadas. Sus ropas se
han convertido en harapos y sus ojos brillan en la noche. Quienes se han
cruzado con estos dos extraños seres, sostienen que cuentan con el don de vivir
simultáneamente en los varios estados del tiempo, en el antes, en el durante,
en el futuro y en el nunca.
(continuará???)